INFLACIóN ¿DILEMA DE POLITICA ECONOMICA?
La ortodoxia afirma que para frenar las actuales subas de precios hay que enfriar la economía, cargando sobre el aumento de la demanda. En cambio, la heterodoxia sostiene que la inflación se debe a mercados oligopólicos, que exigen una intervención activa del Estado en esa puja distributiva.
› Por Benjamin Hopenhayn y Haroldo Montagu *
En los últimos tiempos se viene registrando un aumento significativo del consumo masivo, y hay voces que lo asocian al alza de los precios. Es obvio que la expansión del consumo acompaña la recuperación y crecimiento impresionantes de la economía de los últimos cuatro años. Esto ha permitido una cierta mejoría de la desastrosa situación social a que se llegara con la depresión de 1999-2002. Sin embargo, los todavía altos niveles de desempleo y empleo precario, pobreza e indigencia muestran que el “derrame social” del avance del Producto está aún lejos de satisfacer criterios de equidad en la distribución del bienestar. Sugerir que las actuales tensiones inflacionarias son causadas por los altos niveles de gasto público y de consumo privado y que la mejor forma de contenerlas es enfriando la actividad encierra una peligrosa falacia: que la economía enfrenta una “inflación de demanda”.
No están presentes desequilibrios macroeconómicos fundamentales de pasados procesos inflacionarios (crisis de balance de pagos, insolvencia fiscal, desborde monetario). Los pronósticos coinciden en que esta favorable configuración se mantendrá por lo que resta de este año y el siguiente. En el orden fiscal, el financiamiento de los gastos globales del Estado sigue siendo relativamente “genuino”, pues nace de superávit presupuestarios, acompañado por fuertes incrementos de los ingresos tributarios. El aumento de la deuda pública tampoco alcanza niveles que enciendan luces amarillas. En cuanto al gasto privado de consumo, el cuadro es más complejo, y merece un análisis y debate hasta ahora bastante ausentes (una excepción fue el artículo de tapa del suplemento Cash del 27/05). Por una parte, es notorio el desborde de consumo “imitativo de los centros” de sectores de ingresos altos y medios (para Raúl Prebisch era uno de los principales factores de “La Crisis del Capitalismo Periférico”). Por la otra, no cabe en absoluto temer que la contribución al aumento masivo del consumo resultante de la reducción del desempleo –que sigue siendo históricamente elevado– y los aumentos de salarios y jubilaciones (que salvo excepciones sólo están recuperando la pérdida sufrida durante la recesión 1999-2002), generen condiciones para provocar una espiral inflacionaria de demanda o de costos. Si bien la oferta monetaria se expande, en parte con las intervenciones del BCRA en el mercado para mantener virtuosamente un tipo de cambio competitivo, la economía argentina todavía está muy poco monetizada, sea cual fuere el coeficiente que se utilice para comparar con otros países.
Hasta aquí los factores principales que inciden en las variaciones de la demanda interna, y en particular del consumo. La contracara, o sea su relación con la capacidad productiva (la “brecha de la oferta”), muestra altas tasas de inversión reproductiva, financiadas enteramente con ahorro interno. A ello se agrega el mantenimiento de una razonable capacidad de importación. Los indicadores no permiten visualizar un horizonte en que el gasto total se aproxime al techo de capacidad instalada de casi ningún sector productor de bienes y servicios. Cabe aquí un interrogante con respecto al estratégico sector energético, que de todos modos aún no ha convalidado los repetidos augurios de catástrofe.
Los fundamentos y las implicancias de política que conlleva la tesis de que la Argentina enfrenta un inminente y grave peligro de “inflación de demanda” son sostenidas por las corrientes ortodoxas, que dominan buena parte del ámbito académico internacional. Desde este enfoque, la elevación de los precios ocurre cuando los aumentos de los gastos (tanto del sector público como del privado) enfrentan una oferta insuficiente de bienes y servicios. Brecha de oferta que se cierra por aumento de la producción o de los precios de bienes y servicios escasos. En cierto sentido, el desarrollo de esta corriente se vincula con el conocido enfoque de absorción del FMI. De donde se desprenden las conclusiones conocidas de política: las presiones de la demanda de la economía (consumo + inversión + gasto público + exportaciones) sobre la capacidad de la oferta (producción nacional + importaciones) deben ser contenidas para evitar espirales inflacionarias que culminen con ulteriores desestabilizaciones que repercuten en la economía toda.
Entre las principales medidas de política que históricamente propuso el Fondo tendientes a reducir el gasto público y el gasto privado –la “absorción”– se destacaban: la devaluación del tipo de cambio con fines de equilibrio de balance de pagos y fuertes efectos de redistribución regresiva de los ingresos, la reducción del crédito y la elevación de las tasas de interés para desincentivar el consumo y la inversión, el congelamiento o reducción de la oferta monetaria y del gasto público. Los procesos de ajuste en base a ese enfoque fueron acompañados, en general, por una baja del nivel de actividad, con efectos contractivos del empleo y los salarios y una recesión generalizada. La hipótesis subyacente postulaba que esa reducción del nivel de actividad detendría la presión ascendente de los precios y por lo tanto cerraría el circuito de aumento de gastos, aumento de precios, inflación desbocada.
En el marco de esta visión, los episodios inflacionarios que atraviesa actualmente la Argentina se deben a un exceso de gasto público y de consumo privado. De hecho, algunas voces provenientes no sólo de una legítima indagación académica, sino de dogmatismos ideológicos ortodoxos y de grupos especiales de intereses políticos y económicos, amplificados como de costumbre por gran parte del universo mediático, sugieren que es urgente adoptar medidas para desacelerar el crecimiento de la economía como respuesta a la inflación.
También la experiencia enseña que, como todo proceso dinámico, se sabe cuándo comienza a desacelerarse, pero no hasta cuándo y a qué nivel.
He aquí un dilema teórico con profundos efectos económicos y sociales. O bien se acepta la posición de que las actuales presiones inflacionarias derivan del aumento de la demanda global (y en particular del consumo de los sectores de ingresos fijos, como obreros, empleados y jubilados); o, por el contrario, se sostiene que esas tensiones responden a una estructura productiva fuertemente concentrada y oligopólica, con prevalente dominio de los precios. En esta concepción se enfrentarían aquí, en este tipo de configuración estructural de la economía, los perniciosos efectos de la puja distributiva entre “formadores” y “tomadores” de precios. Esto se asocia por supuesto con la distribución del ingreso entre capital y trabajo.
Aceptar la primera opción significa volver a los ajustes macroeconómicos para enfriar una economía “recalentada”. Una larga y repetida historia enseña que estos ajustes, que muchas veces distan de ser eficaces para sus mismos propósitos, los pagan siempre los sectores de menores defensas frente al aumento de los precios. Una fuerte desaceleración del crecimiento como instrumento para contraer la demanda atacaría las tensiones inflacionarias por la vía de la reducción de los servicios del Estado y del empleo y la capacidad negociadora de los asalariados. O sea, sobre el consumo de los sectores de ingresos bajos y medios, pero no así de los deciles de ingreso más altos.
En cambio, rehusarse a aceptar la visión de la inflación de demanda y sus consecuencias de política económica implica seguir complejas y duras rutas en que un Estado activo intervenga para mediar en la puja distributiva, no sólo para reducir las tensiones inflacionarias, sino con criterios de equidad distributiva. Pero no sólo eso. Como planteara el Plan Fénix en su último documento “El debate sobre la inflación: ¿reducir o sostener el crecimiento?”, la forma de resolver las tensiones inflacionarias es con crecimiento, con una mayor producción que acompañe el mayor consumo popular y las exportaciones, y no convalidando la capacidad de presión de estructuras oligopólicas y otras que prefieren mantener o aumentar su participación en el ingreso nacional con incrementos de precios.
Los aumentos de precios que se vienen manifestando en los últimos meses merecen una atención prioritaria. La elevada –y justificada– sensibilidad de la sociedad ante los peligros de la inflación hace necesario conocer la verdadera raíz del problema para aplicar una correcta solución. Si el diagnóstico es ortodoxo, la receta es conocida. Sus consecuencias, también. Vale la pena seguir una senda alternativa, con su razonable dosis de medidas heterodoxas.
Los autores son economistas del Plan Fénix FCE-UBA.
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