Dom 23.03.2008
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NOTA DE TAPA

Uy...

› Por Claudio Scaletta

Las señales comienzan a acumularse. Esta semana muchos estadounidenses descubrieron que la burbuja de su economía no se limitaba a las cotizaciones de las hipotecas, sino que también alcanzaba a los bancos. El tradicional banco de inversión Bear Stearns, que hasta logró sortear la Gran Depresión de los años ’30 y cuya acción cotizaba más de 170 dólares hace pocos meses, se liquidó a 2 dólares por acción a manos del JP Morgan. El dato, que impactó de manera inmediata en las bolsas de todo el mundo, marca una diferencia de grado respecto de crisis anteriores. La última burbuja estadounidense, la de las puntocom y el Nasdaq, no llegó a afectar a las entidades financieras. Esta vez hubo una corrida contra los bancos. No solo en las bolsas, sino también vía depósitos. Así lo declaró el propio presidente del Bear Stearns, Alan Schwartz. La pregunta del millón es cuántos bancos con imagen de solidez, como Bear Stearns meses atrás, pueden caer. El prestigio de las calificadoras de riesgo que podrían acercar una respuesta cotiza hoy tan alto como algunos fondos invertidos en las hipotecas basura.

Los economistas de Wall Street vaticinan que habrá destrucción de activos, con posibilidad de quiebras de bancos comerciales y fondos de inversión. Otros datos ya no necesitan predicción. La economía estadounidense, que representa el 28 por ciento del Producto mundial, vive una crisis financiera. Vale recordar que, al menos desde 1930 en adelante, todas las crisis de las economías capitalistas comenzaron por las finanzas.

Comprender la crisis actual resulta clave tanto para predecir la evolución de la economía global como, especialmente, para observar cómo trabajan quienes se ocupan de la política económica de la principal economía del planeta.

Para la ortodoxia, especialmente para la parte que no habita el hemisferio norte, Estados Unidos está pagando los costos de tres décadas de déficit comercial, combinado a la vez por períodos de déficit presupuestario. El déficit del comercio internacional fue en 2007 de 711.600 millones de dólares. Según la oficina de presupuesto del Congreso, durante el período fiscal 2007 (períodos que van de octubre a septiembre), el déficit presupuestario alcanzó los 163.000 millones de dólares. Para el período 2008 se calculan 219.000 millones. Estas cifras parecen gigantescas, pero lo son menos cuando se comparan con un PIB que en el último año alcanzó los 13,8 billones de dólares corrientes. Pero la ortodoxia sigue horrorizada: el gasto continúa expandiéndose, las tasas de referencia bajan y el dinero bancario crece. La herejía parece máxima. Quienes vivieron en la Argentina en la última década no necesitan que se les detalle cuál sería la receta recomendada para el caso por el staff del FMI que visitaba el país a principios de siglo. Ninguna de esas recomendaciones será aplicada por los hacedores de la política estadounidense.

American way of life

Quienes conducen la principal economía del mundo ponen la mira en un lugar distinto: el consumo. En definitiva, ésa es la base del American way of life: consumir todo lo que se pueda aunque no siempre se tenga con qué. El estilo de vida americano presupone su sistema financiero con créditos a largo plazo accesibles a todos quienes tengan un salario. Para el estadounidense medio, una promoción salarial no significa solo el mayor ingreso a fin de mes, sino la multiplicación de su acceso al crédito. El problema es que, en el camino, la ingeniería financiera parece haber generado un “apalancamiento” que superó cierto límite invisible. El propio Ben Bernanke declaró hace poco que estaba “tomando un curso” para desentrañar los mecanismos de apalancamiento implícitos en la profusión de nuevos instrumentos financieros.

El apalancamiento que conduce a las burbujas financieras y sus crisis no es nuevo para la teoría. Uno de los autores más repetidos en papers es Hyman Minsky, quien explicaba la tendencia a la “fragilidad financiera” como un proceso endógeno y natural del sistema capitalista. Para Minsky, un largo período de prosperidad y buenos resultados provocaba un optimismo que llevaba a los actores económicos a ser más descuidados e imprudentes, generando así una tendencia a endeudarse en forma desproporcionada en relación a sus ingresos. Llegado un punto –explicaba– la cadena virtuosa de créditos-gastos-crecimiento se cortaba generando que los operadores se vieran obligados a liquidar activos para cubrir sus obligaciones. En ese punto, la tendencia se revierte con precios a la baja, abriendo la posibilidad de una insolvencia generalizada. En otras palabras, se produce un incumplimiento general de los contratos: la crisis propiamente dicha, que tiene como eje central el funcionamiento del sistema financiero y, en especial, de los bancos.

Los recientes excesos con las hipotecas subprime –hipotecas otorgadas a acreedores con ingresos insuficientes– parecen un caso típico de los apalancamientos descriptos por Minsky. La secuencia es aproximadamente la siguiente: se otorga una gran cantidad de hipotecas, las que, al margen de la solvencia de sus receptores, provocan una presión de demanda sobre el mercado inmobiliario. El efecto es un revalúo del precio de las propiedades, lo que habilita al titular de un inmueble, ahora más caro, a tomar una hipoteca mayor. Los nuevos fondos conseguidos no necesariamente se destinarán a cancelar las hipotecas anteriores, sino a alimentar el consumo de otros bienes, lo que en un primer momento da lugar a un círculo virtuoso de expansión económica. Dicho de otra manera, se genera un impresionante efecto riqueza del que disfrutan ciudadanos no necesariamente más ricos, sino más endeudados. Si, por las razones que fueran, el salario de los endeudados se “descalza” de su nivel de endeudamiento comienzan los problemas. Ni hablar si las hipotecas fueron otorgadas a deudores de dudosa solvencia. El problema inmediato es la reversión del ciclo: el primer paso es que las propiedades que respaldan las hipotecas se devalúan, proceso que ya ha comenzado.

De vuelta al consumo

Uno de los datos actuales de la economía estadounidense es que las deudas personales son crecientes, mientras los salarios están estancados. Quien está abrumado por las deudas deja de consumir, lo que no sólo frena el círculo virtuoso inicial, sino que puede revertirlo. Muchos bancos tienen carteras de activos de creciente incobrabilidad y el mercado comienza a darse cuenta.

La receta de la ortodoxia, como la recomendada a la Argentina en 2001, sería dejar que el mercado ajuste solo, que el sistema financiero se caiga y que la recesión ajuste precios relativos y cotizaciones. Nada más alejado del camino seguido por los economistas del gobierno estadounidense. Junto con el dato de la absorción del Bear Stearns, el mundo se enteró de que la FED liberaba 30.000 millones de dólares a favor del JP Morgan tomando como contrapartida activos del banco absorbido. 24 horas después la tasa de referencia fue reducida 2,25 por ciento. La receta frente a la situación de insolvencia consiste en inyectar liquidez: corregir a través de un “aterrizaje suave”. El objetivo es evitar por todos los medios afectar el consumo. Otra diferencia con lo ocurrido en el Cono Sur de América es que, al menos hasta ahora, si bien se salva a los ahorristas, no sucede lo mismo con los accionistas de los bancos.

El camino del aterrizaje suave no es sólo una diferencia conceptual en relación con las recomendaciones de la ortodoxia en el mundo entero, sino que cuenta con un dato adicional del que sólo puede disfrutar Estados Unidos: “el factor imperial”. Existe un solo país en el mundo que puede darse el lujo de mantener tres décadas de déficit comercial. El prodigio no se basa sólo en la contrapartida de la entrada de capitales, sino también en la propiedad de la moneda mundial, con todo lo que ello expresa. Cuando Estados Unidos aumenta la cantidad de dinero expande su liquidez al resto del mundo. Como sucede en todas las latitudes, la liquidez puede ser expansiva o inflacionaria, dependiendo de las productividades reales que las respaldan. Los datos actuales parecen indicar una exportación de inflación al resto del mundo.

A la vez, existe una vigorosa interrelación entre las principales economías del mundo y la estadounidense. China, cuyo superávit comercial se nutre en parte del déficit de Estados Unidos, tiene reservas internacionales por un billón y medio de dólares: treinta veces más que las de Argentina. La proporción exacta no se conoce, pero buena parte de las reservas chinas están en activos dolarizados, como los Bonos del Tesoro de EE.UU. Lo mismo sucede con la mayoría de las economías europeas, con Japón, Rusia y Brasil, entre otras.

Pero la interdependencia no termina aquí. Muchas empresas japonesas y europeas, por ejemplo, se endeudaron en los ahora carísimos yenes y euros para invertir en dólares. A nadie le conviene que la economía estadounidense –y con ella su moneda– se desplome. Es probable que la preocupación de Japón y Europa sea hoy mayor que la de los propios estadounidenses. Un breve repaso por los diarios europeos muestra un desconsolado consenso sobre la continuidad de la caída del dólar. La crisis existe. Habrá destrucción de valor. La baja de tasas efectivamente devaluará el dólar, lo que generará inflación que será absorbida también por el resto del mundo y que, como en cualquier devaluación, licuará parte de las deudas que hoy generan el problema.

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