Dom 30.03.2008
cash

NOTA DE TAPA

Otra mirada

› Por Roberto Navarro

De las casi 95 millones de toneladas de granos que se cosecharán en 2008, más del 70 por ciento pertenece a grandes y medianos productores agropecuarios de la pampa húmeda. En estos grupos, aun con las retenciones móviles, la rentabilidad es tan grande que supera por lejos los niveles medios de la economía. La pelea de estos días era por esa renta extraordinaria. Los cientos de cortes de ruta, en cambio, tenían muchos significados distintos, según las distintas zonas, tipos de siembra, tamaño de campos, distancias con los puertos y otras características que distinguen a cada productor y a cada pueblo. La lucha por la renta es histórica en el país y se ha dado por distintos motivos. En la actualidad estas altísimas utilidades tienen que ver, fundamentalmente, con los precios internacionales de los commodities de productos agrarios. Hasta 2005, estaban más ligados al tipo de cambio real. En ambos casos, el campo recibió la ayuda oficial por la licuación de las deudas por la pesificación asimétricas y por combustible subsidiado. Cash convocó a los economistas Aldo Ferrer, Javier Rodríguez, Axel Kicillof y Juan Iñigo Carrera para aportar al debate sobre las características de la apropiación de la renta agropecuaria en Argentina, la legitimidad de las retenciones, la calidad técnica de las medidas y las asignaturas pendientes que tiene el Gobierno con el sector.

La disputa por la renta agraria

Por Javier Rodriguez *

Gran parte del actual debate acerca del aumento del impuesto a las exportaciones de soja y girasol gira, en realidad, no tanto en torno de la alícuota que debe fijarse, sino sobre si deben o no aplicarse retenciones. Quienes sostienen que no deben aplicarse retenciones a las exportaciones de productos agropecuarios plantean que se trata de un impuesto distorsivo, que modifica por tanto las señales de precios. El carácter de distorsivo para estos autores (que creen que todo debe dejarse en manos de los mecanismos de mercado) es suficiente para desechar por completo dicha herramienta. Sin embargo, poco se han molestado en analizar los efectos de lo que ellos denominan distorsión.

Las retenciones cumplen diversas funciones que son innegables. En primer lugar, reduce el precio de los alimentos en el mercado interno. Una política de alimentos baratos es esencial para el desarrollo integrado de un país. Adicionalmente, en un contexto de inflación como el existente a nivel nacional, y con precios internacionales en alza, el incremento de las retenciones es un instrumento necesario en la lucha antiinflacionaria. En tercer lugar, con las retenciones se pueden modificar las rentabilidades relativas de las distintas producciones, de forma que para los productores sea tan rentable producir soja, como otros cultivos o productos pecuarios. Desde ya, las retenciones sirven para captar una parte de la renta agraria. Y he aquí uno de los ejes del debate.

Desde la doctrina del laissez faire critican las retenciones por constituir una transferencia de recursos de un sector específico. Omiten señalar que se trata de un impuesto que va sobre la renta, y no sobre ganancias, dados los niveles de rentabilidad presentes. Sin embargo, y esto es lo más contradictorio, nada dicen cuando la transferencia de renta ocurre, ya no por obra de un impuesto, sino a raíz de una sobrevaluación cambiaria. Esto es lo que ocurría en los años noventa, cuando la sobrevaluación actuaba en detrimento de los ingresos percibidos por exportaciones. Un trabajo que hemos publicado desde Cenda hace ya unos años mostraba que en realidad las transferencia debidas a la sobrevaluación eran mayores que las que se daban debido a las retenciones, en el año 2005.

Las transferencias de renta son un fenómeno prácticamente inherente a las mismas, toda vez que éstas son ganancias que sobrepasan los niveles medios. Por ello, el debate que debe darse no radica en torno de si se aplican o no retenciones, sino en para qué se las aplica, es decir, cuál es el destino que se le da a esa masa de riqueza.

La existencia de renta abre la posibilidad de potenciar el desarrollo industrial y agropecuario de un país. Pero eso no lo garantiza la mera presencia de renta. Tampoco es garantía que sea apropiada por medio de un impuesto. Para que la renta sirva para impulsar el crecimiento integrado del país, las retenciones deben inscribirse en un plan de desarrollo agropecuario e industrial. Lamentablemente, nada de ello se observa en la actualidad.

La actual crisis deja como evidencia que el tipo de cambio y las retenciones no constituyen una política de desarrollo agropecuario. Que hacen falta políticas específicas que se complementen con las macroeconómicas para el desarrollo integrado de este sector. Pero no hay que confundirse: no es un problema exclusivo de este sector. Exactamente lo mismo debe decirse de la industria, donde ocurre algo similar. Sostener el tipo de cambio, si bien es una herramienta necesaria, no constituye por sí mismo una política industrial. Tampoco lo son medidas adoptadas de manera aislada. La actual controversia sobre las retenciones deja también nítidamente otra evidencia: la transferencia de recursos por la transferencia misma pierde legitimidad. Las transferencias en el marco de un plan de desarrollo posibilitan la mejora del bienestar de toda la población.

* Economista del Cenda.

La teoría económica contra los argumentos del campo

Por Axel Kicillof *

La teoría económica pura rara vez es noticia. Sin embargo, para comprender el actual conflicto que enfrenta a las asociaciones rurales y al Gobierno es imperiosamente necesario desempolvar viejas controversias conceptuales. En efecto, a primera vista, la pelea entre el campo y el Gobierno parece ser una simple cinchada para apropiarse de una bolsa de recursos, tironeo que, fuera de los desbordes verbales de los protagonistas, no parece encerrar ningún misterio. Porque, siempre en el terreno de las apariencias, nada hay más natural que el planteo del campo: dicen que tanto sus productos como la totalidad de su precio les pertenecen por completo y cualquier intento del Estado de apropiarse una parte es una intromisión inadmisible o, como gustan decir, una “confiscación”. Sin embargo, doscientos años de teoría económica desmienten esta apariencia.

El argumento de las asociaciones agrarias en contra de las retenciones tiene tres pasos: 1. Como ocurre en cualquier negocio, el empresario realiza una inversión y en base a su inversión obtiene su producto; 2. Como ocurre en cualquier negocio, si los precios de venta de ese artículo se elevan, la ganancia adicional corresponde exclusivamente al productor. Nadie tiene derecho a meter la mano en el bolsillo ajeno; 3. Si el Gobierno pone un impuesto especial a una rama favorecida, está castigando al empresario que acertó al realizar su inversión y, sobre esa base, nadie querrá realizar nunca nuevas inversiones, ya que pensará que el Estado le va a quitar una parte si el negocio es exitoso.

De estos tres puntos se deduce que, aunque el campo esté atravesando una época de bonanza, ponerle impuestos especiales configuraría una intromisión indebida en la libertad de empresa, generaría incertidumbre y acabaría finalmente con la inversión.

La economía científica, no obstante, muestra con claridad aquello que el campo quiere negar: en la producción agropecuaria no ocurre lo mismo que en cualquier otro negocio. La diferencia es la siguiente. Si en una rama industrial se registrara un incremento de la demanda y un consecuente aumento de precios, los productores obtendrían ganancias extraordinarias. Pero en cualquier negocio estas superganancias serían sólo transitorias. Con el tiempo, podrían sumarse nuevas firmas que con una inversión similar producirían exactamente el mismo artículo en exactamente las mismas condiciones, aumentando así la oferta hasta que tal ganancia extraordinaria se esfumara. Sin embargo, autores como David Ricardo, fundador de la escuela clásica, o Alfred Marshall, fundador de la escuela neoclásica, señalaron que en la producción agrícola existe una diferencia sustancial: como la actividad se asienta sobre determinadas circunstancias climáticas y de fertilidad del suelo, a diferencia de otras ramas, ningún inversor puede reproducir esas mismas condiciones naturales, por más que hacerlo represente un excelente negocio. Mientras las máquinas e instalaciones industriales se pueden producir en escala más amplia cada vez que sea conveniente elevar la oferta, las magníficas tierras de la pampa húmeda se pueden comprar o vender, pueden cambiar de manos, pero no es posible multiplicarlas. En el campo se puede ampliar la oferta, pero utilizando peores tierras. Condiciones naturales más favorables significan menores costos y las tierras argentinas históricamente han permitido producir con costos menores, en relación con otras zonas, incluso a escala mundial. Es por eso y no por la pericia inigualable de los terratenientes argentinos, que llegamos a convertimos en “el granero del mundo”.

Si bien el precio mundial del trigo, el maíz o la soja es el mismo para todos los vendedores, en algunas regiones de nuestro país los costos son muy inferiores. Mientras el precio de los productos industriales tiene, en términos generales, dos componentes: costos y ganancia, el precio de los productos agrarios tiene tres: costos, ganancia y renta del suelo. La renta es entonces equiparable a un precio de monopolio. Los dueños de las mejores tierras (como las de Argentina) se quedan con esa diferencia que no se debe a la inversión ni al esfuerzo sino a las condiciones naturales. La producción agraria no es como cualquier otro negocio, sino que podría decirse que en este sentido se asemeja mucho a la producción petrolera. En ambas existe una renta, un margen por encima de la ganancia normal debida al monopolio sobre ciertas tierras excepcionales.

Es por eso que, fuera de las tierras marginales, en Argentina existe una fuente de ganancias extraordinarias o, más precisamente, de renta del suelo que deja en las manos de los propietarios un monto adicional cuando los productos se colocan en el mercado mundial. Es falso entonces que las retenciones impliquen una confiscación de la ganancia legítimamente obtenida por los inversores, como en cualquier negocio. Las retenciones gravan básicamente ese adicional del precio sobre la ganancia normal que obtienen quienes producen en tierras excepcionales, como las de buena parte de Argentina.

Esta consideración teórica es, claro está, independiente del modo en que se utiliza la recaudación y lo es también del hecho de que quienes producen en zonas marginales (con los precios actuales la frontera se ha corrido significativamente) puedan recibir algún apoyo especial. Ante aumentos de los precios internacionales tan abruptos como los que experimentaron las exportaciones de nuestras exportaciones (la soja y el girasol casi se duplicaron en un año), lo razonable es aplicar impuestos que graven la renta del suelo. Los costos pueden haber aumentado, pero no se han duplicado, de manera que lo que creció es el componente renta. Las retenciones, aunque sean muy elevadas, pueden dejar ganancias razonables para el productor –similares y hasta superiores a las de otras ramas– y, además, mantener más bajo el precio interno de los alimentos. Aquí no está en disputa una porción de la ganancia, sino la renta del suelo originada en las condiciones naturales. Es cierto que los pequeños productores marginales sufren más y que puede brindarse un apoyo especial. Es cierto que debe discutirse el uso de los recursos. Pero es absolutamente falso que las retenciones sean una confiscación o un robo. Es estricta justicia distributiva.

* Economista, investigador UBA/Conicet.

De paros y riquezas sociales

Por Juan Iñigo Carrera*

“El campo” para porque, según dice, la sangría de las retenciones lo ahoga e impide su desarrollo. En vez de discutir en el aire pongamos cifras a la cuestión.

“El campo” era enemigo jurado del gobierno en 1973-1975. La razón parecería obvia si se considera que, en particular mediante el monopolio estatal sobre el comercio de granos, el 44 por ciento del excedente del sector agrario fluyó fuera de él, dejándole sólo un promedio anual de 17 mil millones de pesos (en poder adquisitivo de 2007, como todas las cifras siguientes). Entonces, “el campo” apoyó la dictadura y festejó que su propio representante, José Alfredo Martínez de Hoz, terminara con aquel monopolio. Claro que, a través de la política activa del Estado nacional para sobrevaluar el peso, en el promedio de 1978-1981 “al campo” se le escapó el 42 por ciento de la suma de la ganancia y la renta del suelo agrarias, quedándole el equivalente anual a 15 mil millones pesos.

Después, “el campo” se enamoró de Carlos Menem, porque sacaba las retenciones, y votó a Fernando de la Rua, porque seguía la misma política. Pero, nueva sobrevaluación del peso mediante, en el promedio 1991-2001 escapó “del campo” un 50 por ciento del excedente agrario, dejándole sólo 8 mil millones de pesos anuales.

Durante 2002-2007, primero por la subvaluación del peso y luego por la suba de los precios mundiales, el excedente agrario aumentó un 83 por ciento. Pero la parte que quedó para “el campo” creció un 219 por ciento, ya que sólo debió ceder el 23 por ciento de éste. Recibió así un promedio anual de 27 mil millones de pesos. En 2007, esta suma ascendió a 39 mil millones de pesos.

Con todo, “el campo” añora la política neoliberal y aborrece la política “intervencionista” de ideario “nacional y popular” del Gobierno. Sin embargo, ambas políticas, aparentemente irreconciliables, se hermanan en la continuidad del flujo de la renta del suelo agrario hacia fuera “del campo”. Lo cual muestra que dicho flujo es una condición inherente a la estructura económica argentina en su unidad. Y, por lo tanto, que es una condición para la apropiación de riqueza social por “el campo” mismo.

Según el Gobierno, las retenciones son en beneficio de la población trabajadora. Sin embargo, en el año 2007 el salario promedio de la economía apenas arañaba el poder adquisitivo que tenía en 2001. A su vez, este salario equivalía escasamente al 56 por ciento del de 1973-1974. Con semejante evidencia no puede sino concluirse que la riqueza social apropiada mediante las retenciones, y en su momento mediante la sobrevaluación del peso, sólo sirve para alimentar un proceso nacional de acumulación de capital que, mientras reproduce prósperamente hoy a los llorosos propietarios rurales, condena a la clase trabajadora al empobrecimiento aun en pleno auge económico.

* Economista. Docente de la UBA.

Debate sobre el rumbo del desarrollo nacional

Por Aldo Ferrer *

El campo es una actividad fundamental de la economía nacional y no un segmento del mercado mundial. En consecuencia, debe administrarse el efecto de los precios internacionales sobre el nivel general y los precios relativos de la economía argentina.

Cuando se cuestiona la legitimidad de la administración del efecto de los precios internacionales sobre una economía nacional, se supone, implícitamente, que los sectores involucrados son un segmento de la economía mundial y que, por lo tanto, sus señales no pueden ser manipuladas por las políticas públicas. Esta concepción, que prevalece en los países especializados en la producción y exportación de productos primarios y está presente en el actual debate en el país, es el origen de la llamada “maldición de los recursos naturales”. Porque, en efecto, los países que generan rentas elevadas en la explotación de sus recursos naturales y se resignan a tener estructuras productivas subindustrializadas dependientes de su producción primaria nunca se liberan del subdesarrollo, la vulnerabilidad ante las contingencias del mercado mundial, la pobreza y la exclusión social. Una de las causas por las cuales esto sucede es la fijación del tipo de cambio al nivel necesario de la rentabilidad de la explotación del recurso natural, pero insuficiente para la de los otros sectores productores de bienes sujetos a la competencia internacional. Es el ejemplo clásico de la “enfermedad holandesa”.

Las retenciones sobre determinados productos, los subsidios y los tipos de cambio diferenciales para abrir espacios de rentabilidad en toda la producción de bienes transables a escala federal son instrumentos legítimos e indispensables de una política de equilibrio macroeconómico, distribución equitativa del ingreso, acumulación y crecimiento. Esos instrumentos de la política económica no deben reducirse a objetivos coyunturales o parciales, como por ejemplo los tributarios. Deben formularse en el marco de una estrategia que abarque la administración del corto y el desarrollo de mediano y largo plazo. De políticas que incluyan la integración de las cadenas de valor, el aumento del valor agregado, la incorporación de insumos y conocimientos de origen interno, el desarrollo de las regiones, la atención de las necesidades específicas de las diversas unidades productivas, la diversificación de la estructura productiva, la generación de empleo y la asignación eficiente de los recursos disponibles. Las señales que transmite la política económica deben ser firmes, creíbles y consensuadas en la mayor medida posible con los actores privados involucrados, pero, en definitiva, es responsabilidad del Estado colocarse por encima de los reclamos sectoriales para abarcar la totalidad de los intereses en juego y defender el interés nacional y la equidad.

Los reclamos de las entidades ruralistas son comprensibles, pero sólo son defendibles si se ubican en una perspectiva integradora del desarrollo nacional y la aceptación, categórica, concluyente y definitiva, de que el campo, como la industria y todos los sectores productores de bienes transables, es, en primer lugar, un sector fundamental de la economía nacional y no un segmento más del mercado mundial. Debe admitirse, por lo tanto, que la administración de los precios internacionales es una responsabilidad ineludible del Estado nacional, lo cual no implica, en modo alguno, cerrar el debate. Porque lo que sí debe debatirse es la calidad y las consecuencias de las medidas adoptadas sobre los objetivos que ellas mismas persiguen. Surgen, de este modo, cuestiones cruciales como el impacto de las medidas sobre las diversas unidades productivas y regiones, la evolución de los costos de producción, la rentabilidad y las expectativas, el desarrollo de la infraestructura y la integración de la cadena agroalimentaria con la industria y el sistema nacional de ciencia y tecnología.

La polémica histórica sobre estas cuestiones, que nunca resolvimos bien, se reaviva, ahora, en una situación nueva del mercado mundial por la incorporación de China e India a la expansión del espacio Asia Pacífico, inaugurada desde el fin de la Segunda Guerra Mundial por Japón y los “tigres asiáticos”. Esto está provocando un aumento extraordinario de la demanda de alimentos, materias primas y energía y, por lo tanto, una notable valorización de los recursos naturales. La Argentina, como la mayor parte de América latina, cuenta con un territorio excepcionalmente dotado de recursos naturales y es destinataria de la expansión de la demanda originada en Extremo Oriente.

En este escenario mundial, la actual polémica sobre las retenciones es mucho más que un diferendo transitorio sobre la distribución del ingreso y la apropiación fiscal de una parte del aumento de los precios internacionales de las exportaciones primarias. Es, ni más ni menos, que la renovación del debate sobre el rumbo del desarrollo nacional. Si queremos evitar renovar la “maldición de los recursos naturales”, es decir reproducir indefinidamente una estructura productiva subindustrializada, subintegrada e incapaz de generar empleo y bienestar, es preciso aprovechar las excepcionales condiciones actuales del mercado mundial para impulsar el pleno desarrollo de la cadena agroindustrial en el marco de una economía industrializada y compleja capaz de gestionar el conocimiento e incorporarlo en todo el tejido económico y social del país.

* Profesor titular de Estructura Económica Argentina, UBA.

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