Domingo, 30 de marzo de 2008 | Hoy
INVERSIONES EXTRANJERAS DIRECTAS
La escasa estructura normativa en relación con la inversión extranjera debilita el margen de negociación del país. Las naciones exitosas establecieron fuertes controles a esos capitales.
Por Juan Pablo Bohoslavsky
El resultado de la apertura del mercado local hacia las inversiones extranjeras directas (IED) que se vivió durante los ’90, por un lado, y cómo han podido hacer los países hoy desarrollados para poder beneficiarse de ellas, por otro, son experiencias que no debería demorarse en aprovechar. Primero, porque Argentina necesita buenos argumentos para defenderse en los tribunales arbitrales donde varios de esos inversores le reclaman sumas multimillonarias alegando que el país incumplió los compromisos asumidos. Y segundo, dado que las IED hoy se han reducido a una mínima expresión, es el momento oportuno para diagramar con libertad la regulación óptima en esa materia.
Es útil ver los casos de países exitosos. Para sorpresa de muchos, un repaso de la historia de las economías más ricas indica que éstas alcanzaron un alto grado de desarrollo mediante una regulación de las inversiones extranjeras que, de acuerdo con los parámetros del debate actual en Argentina, sería calificada de draconiana para las inversiones extranjeras. Como describe el economista Ha-Joon Chang en su último libro, Malos samaritanos, países como Alemania, Corea del Sur, China, Estados Unidos, Finlandia, Francia, Reino Unido y Taiwan exhiben, en diferentes etapas de su historia (asociadas con los períodos de despegue), estrictas limitaciones a la participación de extranjeros en empresas domésticas, en sus directorios y en la propiedad de sus recursos naturales.
Estas regulaciones tan estrictas no impidieron una masiva afluencia de IED, tal como lo demuestra la historia económica de Estados Unidos en el siglo XIX y principios del XX, la posguerra en los grandes de Europa, y el presente de China. Se trató de medidas inteligentes que procuraban articular las necesidades de crecimiento del país con los intereses del sector privado. El caso de China demuestra que una regulación fuerte no es un barrera para la IED. Lo determinante para ésta es la proyección del crecimiento económico del mercado, la fuerza de trabajo y la infraestructura que ofrezca el país. El nivel de calidad institucional y de estabilidad de los derechos también contribuye, pero no en igual grado. No es que haya que copiar aquellas medidas, pero sí disponer ciertas garantías de que la IED contribuirá al crecimiento del país, y no sólo al grupo inversor o al país de la casa matriz. A la modernización organizacional y tecnológica que aportan las IED deberían sumarse otros beneficios de largo plazo. Se sostiene que la IED (económica, no financiera) es estable y por eso se la asocia generalmente con la inversión real a largo plazo, pero aun así las acciones de una compañía pueden ser rápidamente liquidadas y transferidas al exterior. Los préstamos y devoluciones intragrupo, y la distribución de dividendos, suelen ser herramientas para la salida de ese tipo de capitales. Este fenómeno se vio claramente en la fuga de capitales del 2000 y 2001. Esto debe ser regulado adecuadamente. Como respuesta a la crisis asiática Malasia adoptó restricciones a los flujos de capitales, y logró así un desempeño muy favorable, aun comparado con otras economías de su región.
Otro punto clave es el “sistema de transferencia de precios”. Las relaciones internas del grupo que realiza la IED pueden determinar que la subsidiaria tome créditos o compre insumos a otras empresas del grupo a precios infra o sobrevaluados, procurando la mejor performance del conglomerado, lo que puede tener impacto en los impuestos que recauda el Estado. Esa política determina los costos de la empresa, que redunda en menor inversión y mayores precios para los usuarios o consumidores.
Las interpretaciones que vienen realizando los tribunales arbitrales están a contramano de uno de los postulados que regulan la economía moderna, que impide proteger a toda inversión contra cualquier acto que la afecte (azar moral). Las indemnizaciones dispuestas por esos tribunales arbitrales, que no consideran cómo el inversor administró su empresa, desconectando así decisiones y consecuencias económicas, sugieren rever la letra de los Tratados de Protección de las Inversiones (TPI) que las han venido amparando. Este deber de prudencia de los inversores ha sido reconocido en algunos laudos internacionales, en los que Argentina no ha sido parte.
La Unión Europea y Estados Unidos despliegan un arsenal regulatorio y ejercen un poder de policía estrictos, en línea con sus intereses públicos. Por ejemplo, el estándar de los tribunales del Nafta acerca de cuánto, cómo y por qué un Estado puede regular la inversión extranjera es sensiblemente superior al que Argentina está sometida. Esto también aconseja revisar el contenido de los TPI, lo cual no obsta, se ve en aquellos países, a que fluyan las IED.
Para Argentina, éste es un buen momento para ocuparse de estos asuntos, movilizando coordinadamente las diversas aristas de la regulación, sin mayores presiones y con tiempo suficiente para analizar qué se ha hecho mal a nivel local y qué han hecho bien los países más desarrollados para recibir útilmente IED.
La historia de las economías más ricas indica que alcanzaron un alto grado de desarrollo mediante una regulación de las inversiones extranjeras.
Definieron estrictas limitaciones a la participación de extranjeros en empresas domésticas, en sus directorios y en la propiedad de sus recursos naturales.
Esas experiencias entregan buenos argumentos a la Argentina para defenderse en los tribunales arbitrales, donde varios inversores le reclaman sumas multimillonarias.
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