BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
En Economía se enseña que existen identidades que son básicas y que ignorarlas significa equivocar el rumbo para comprender la dinámica del proceso económico. Son equilibrios que permiten ordenar el entendimiento de fenómenos complejos. Así, el Ahorro es igual a la Inversión, o el Ingreso (producción) es igual al Consumo más la Inversión. Se trata de ecuaciones para una economía sencilla, que se va haciendo más complicada con la incorporación de otras variables, como el gasto del sector público, los impuestos y el comercio exterior. Identidades que van construyendo modelos cada vez más sofisticados con la incorporación de la tasa de interés, la demanda y oferta de dinero y el flujo de capitales del exterior. Esas equivalencias derivan en la afirmación del especialista respecto de que la economía no tiene misterios, y, como en la matemática, 1+1=2. Esta concepción mágica de la economía es la que ha provocado la profunda distorsión en la comprensión y el posterior manejo de los problemas que enfrenta esa ciencia. En el área de estudio y de acción de la economía intervienen cuestiones que no son simples números, sino que expresan intereses enfrentados de sectores sociales y que tienen su manifestación en pujas políticas. Si se excluyen esos factores, las identidades que ofrece la economía son un bálsamo para la angustia que provoca la incertidumbre. Para obtenerlo no debe haber conflictos sociales ni reclamos sectoriales ni el universo de la política. Pero la realidad, como un desafío provocador a esos postulados clásicos de una ciencia, se empecina en alterar esa tranquilidad de fantasía.
Las identidades fundamentales de la economía son herramientas ordenadoras para entender reglas de funcionamiento. Pero si no son subordinadas a los diferentes escenarios sociales y políticos que se presentan provocan lecturas equivocadas o expresan intereses ocultos. La búsqueda de esos equilibrios no tiene un solo camino, puesto que la elección del tránsito hacia ese objetivo encierra una determinada concepción sobre la sociedad y, por lo tanto, sobre qué sectores son privilegiados y cuáles son afectados. Por esa sencilla razón, las políticas económicas no son neutrales, pese a la llamativa posición de ciertos representantes del arco progresista respecto de que los actores en disputa son lo mismo en los actuales conflictos y problemas económicos (campo-gobierno; empresas–sindicatos). Incluso han incorporado como propia la receta tradicional de la ortodoxia para enfrentar la inquietante evolución de los precios. Han quedado atrapados del pensamiento clásico de las identidades de la economía, pero generan aún más desconcierto porque proponen alcanzar esos equilibrios con medidas que históricamente ha ofrecido el liberalismo.
Una de las explicaciones más sencilla de las razones del actual ciclo de alza de precios es que la economía está desestabilizada porque no se cumple una identidad fundamental: la oferta no iguala a la demanda. Es decir, la inversión en el sector privado para proveer bienes y servicios es insuficiente para satisfacer a una población que los requiere en forma creciente. Entonces, como si fuera una medida neutral sin tener ninguna ideología detrás y solamente como una “verdad” incontrastable que ofrece el 1+1=2 de la economía, se propone bajar la demanda. Es la propuesta que se naturaliza como si diera lo mismo subir o desacelerar los ajustes de salarios o de jubilaciones, por ejemplo. En cambio, la morosidad en las decisiones de las empresas para invertir y, por lo tanto, aumentar la oferta no forma parte del debate principal. Los argumentos para justificar esa escasa propensión a invertir apuntan al Gobierno, pero no pocos incentivos son tan fuertes para ampliar la oferta que una demanda potente y en alza. Incluso, hasta que maduren las inversiones, la importación de bienes para mercados que teóricamente enfrentan escasez podría complementar esa oferta faltante. En realidad, el discurso hegemónico custodia a uno de los factores de esa identidad (la oferta-las empresas) sin exigirle nada ni cargándole la responsabilidad por el alza de precios. Y dirigen la culpa a la demanda que crece mucho, idea que no deja de sorprender si se tiene en cuenta que el 30 por ciento de la población es pobre y casi el 40 por ciento trabaja en negro por salarios por debajo del mínimo.
Sin embargo, se insiste con que la suba de precios tiene poco que ver con las inversiones tardías y oportunistas y se apunta a los ingresos de asalariados y jubilados o al gasto público por agregar presión sobre la demanda. Las grandes firmas reunidas en la cada vez más influyente Asociación Empresaria Argentina (AEA) han manifestado que les “preocupa la inflación” y que hay que “contenerla”. A veces, la pregunta más tonta resuelve dudas que parecen existenciales: ¿quiénes suben los precios? La respuesta a este interrogante descolocaría esa preocupación de los empresarios y, en los hechos, debería ocupar a los funcionarios encargados de contener el aumento de precios controlando a las compañías que ejercen posición dominante en el mercado. Aquí es donde aparece otro factor que distorsiona el mundo feliz de las identidades económicas clásicas: la puja por la apropiación de la riqueza generada. Si las empresas líderes que están inquietas por la inflación pretenden mantener y hasta incrementar sus márgenes de ganancias, que ya son bastante holgados como se revelan en los balances que trimestralmente presentan en la Bolsa de Comercio, el edificio teórico construido en base a esas equivalencias elementales empieza a mostrar sus grietas.
Esas fisuras igualmente no inhiben a los economistas tradicionales. Como si la experiencia de las últimas décadas no hubiera dejada ninguna enseñanza, irrumpen en la escena con recetas mágicas, como hasta hace no mucho era el ajuste fiscal para ganar la confianza de los inversores. Ahora, la estabilidad de precios y el aumento de las inversiones se obtendría desacelerando el gasto público, aumentando las tarifas para disminuir los subsidios y cerrando el frente abierto de la deuda con el Club de París.
Del mismo modo que la economía no es matemática, tampoco existe magia en sus recetas. En cambio, sí se hacen presentes pujas de intereses, tensión de ideologías y batallas políticas, que se exponen en el tránsito para conseguir el necesario equilibrio de las identidades que enseña la economía.
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