Dom 01.06.2008
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BUENA MONEDA

El monstruo

› Por Alfredo Zaiat

El costo económico en términos monetarios no es el más relevante en un balance preliminar sobre el conflicto con el campo. Por ahora, teniendo en cuenta que el lockout agropecuario se extiende por casi tres meses, las pérdidas para la actividad productiva no han sido muy significativas. Cualquier otro sector a esta altura estaría con quebrantos intolerables. Esto deja en evidencia que para los arrendatarios, arrendadores y dueños de campos de la rica Pampa Húmeda y de los nuevos corredores sojeros, la prolongación de la crisis no afecta la abundancia de sus bolsillos. En cambio, sí castiga a otros empresarios vinculados al campo, desde industrias de maquinarias agrícolas hasta el circuito comercial de los pueblos del interior, e impacta negativamente sobre las expectativas generales sobre la economía. Esos sectores han quedado rehenes de la protesta, algunos con fervor militante con síndrome de Estocolmo y otros resignados con temor a no ser expulsados del rebaño, porque su giro de negocios es dependiente del movimiento del campo. Sin embargo, al observar un horizonte por encima de esos intereses corporativos, resulta más importante el saldo que queda en la esfera de la respuesta social y del comportamiento de ciertos agentes económicos a partir del desafío de un grupo poderoso del circuito agrícola. Las consecuencias en las finanzas de las economías del interior, con problemas en la cadena de pagos y merma en el ritmo de ventas, como también el impacto en las cuentas públicas de las provincias más afectadas, se podrán recuperar con celeridad. En cambio, pese a las traumáticas experiencias de las últimas décadas que tuvieron su estallido en el 2001, en estas semanas se expuso con nitidez que la cosmovisión del mundo que nace del conservadurismo neoliberal sigue arraigada en el discurso y en la acción de amplios sectores de la sociedad.

La pasividad en algunos, la simpatía en otros y la especulación política en varios ante el desproporcionado levantamiento de un numeroso grupo de productores, con ingresos mensuales que provocan envidia para muchas pymes y para todos los trabajadores, se entiende por la idea predominante de que no tiene que haber una intervención activa del Estado en la economía. Algunos están firmes ideológicamente en esa posición, pero muchos otros que dicen sostener lo opuesto cuestionan, en una extravagante contradicción, la injerencia vía retenciones móviles en el núcleo de creación de mayor riqueza en el actual ciclo de crecimiento. Esa resistencia refleja que, convencidos o inconscientemente, la concepción de un Estado mínimo y subordinado a las demandas corporativas sigue predominando en gran parte de la población. Si así no fuera, habría un repudio contundente a la prepotente acción de controlar qué camión puede o no puede transitar por las rutas. En cambio, la reacción ante semejante medida que violenta normas mínimas de convivencia es transmitida en cadena por la televisión y analizada con seriedad académica. Además de reflejar la visión clasista –aunque sea un término que muchos consideran de otra época– de un amplio abanico social, puesto que un piquete de desocupados o de trabajadores es descalificado sin las consideraciones recibidas por los liderados por Alfredo De Angeli & cía.

En esa misma línea de pretender un Estado apartado del centro de la escena económica, este conflicto también tuvo otra reacción social que refleja lo poco que se avanzó en modificar la comprensión sobre el funcionamiento de la economía. La histeria que durante un par de semanas dominó el panorama cambiario tiene de motivador las traumáticas experiencias pasadas. Pero también se explica por la deficiencia del Gobierno para transmitir o por la resistencia de la mayoría para entender que las condiciones macroeconómicas son sustancialmente diferentes de las predominantes en otros momentos que derivaron en corridas contra la moneda doméstica. El sólido stock de reservas, el superávit fiscal y el comercial, y los extraordinarios precios internacionales de los productos que el país exporta deberían haber sido disuasivos potentes ante cualquier rumor o cadena de mails que pudiera haber circulado. Ese aliviado frente externo no fue suficiente y se hablaba de disparatadas medidas como una devaluación o un corralito. El Banco Central tuvo que vender más de 1000 millones de dólares para responder al miedo de pequeños y grandes inversores, y luego otros tantos para castigar a los especuladores que apostaron a una disparada de la cotización.

En última instancia, ese movimiento en la cotización del dólar y el cuestionamiento a la intervención del Estado en el mercado es simplemente un síntoma de que aún permanece la base sólida de una concepción, construida por más de tres décadas, que tiene que ver con una visión ortodoxa sobre el funcionamiento de la economía. Si algo dejará como balance el lockout agropecuario será la confirmación de que, a pesar del desastre social, político y económico que implicó la experiencia de los noventa y debido a la excesiva vocación discursiva de pretensiones de cambios pero escasa en la práctica de la administración kirchnerista, el monstruo agazapado ha mostrado que sigue gozando de buena salud.

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