EL BAUL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
No hace falta ser muy perspicaz para percibir que se mira el futuro económico con cierta zozobra. Algunos perciben que la posibilidad de insertarse en la sociedad como un trabajador más se esfuma hacia adelante; otros perciben que su salario alcanza para menos días del mes; otros, finalmente, ven que la posibilidad de obtener ganancias con determinada inversión se desdibuja cada vez más. Por cierto, en algunas decisiones cuyos frutos recién aparecerán en el futuro no hay una base objetiva para pensar que no hayan de ser bastante buenos o abundantes. Sin embargo, el pesimismo es una enfermedad contagiosa, de la que nadie parece estar inmune. La consecuencia es que los planes de renovación del equipo productivo o de ampliación del mismo se recortan, se redistribuyen en el tiempo, se piensan mejor. En suma, la inversión, en el período que corre, cae. Y no cae sola: con ella cae la demanda directa e indirecta asociada con la producción de insumos y bienes de capital; y cae la demanda de nuevos trabajadores, complementarios de los nuevos equipos productivos. La actividad económica se vuelve más lenta y, como se dice, “se enfría”. Es una sucesión de efectos, que comenzó con un estado mental –el pesimismo– y terminó en menor crecimiento económico y en otro estado mental –el resentimiento– en los hogares de los nuevos desempleados. Por cierto, la teoría keynesiana, cuando apareció en 1936, tuvo un efecto arrasador sobre las teorías anteriores de la inversión y el ciclo: la eficacia marginal del capital explicaba la caída de la inversión y el multiplicador explicaba la propagación al resto de la economía. Sin embargo, pocos años antes, en Industrial Fluctuations (1927), el sucesor de Marshall en la Universidad de Cambridge, Arthur C. Pigou (1877-1959), ya había explicado las fluctuaciones de la inversión por las causas psicológicas antes indicadas. Para Pigou, las expectativas de ganancias eran el factor determinante de la inversión. Pero tales expectativas podían deberse a errores o cálculos erróneos de los empresarios, y los errores podían estar influidos por climas de optimismo o de pesimismo, y los prolongados períodos de maduración de las inversiones creaban un caldo de cultivo para magnificar pequeños errores de apreciación. Pigou pudo haber igualado a Keynes, de no haber rechazado en 1931 la noción de “multiplicador” presentada por Richard Kahn.
La mayoría de la gente, alguna vez en la vida, vivenció tener alguna necesidad y carecer del dinero para satisfacerla. Una cosa es tener hambre; otra distinta es tener plata para comprar comida. El viejo sabio que era Adam Smith distinguía, como corresponde, llamando con términos diferentes a cada cosa. Necesitar algo es una “demanda absoluta”. Pero poderle añadir a “necesito esto” la frase “hay efectivo” tiene la contundencia de mover el mercado para que nos provean de lo que necesitamos. A la demanda + efectivo el escocés denominaba “demanda efectiva”. Sin efectivo, de nada sirven los buenos deseos. Y ello vale para cualquier unidad de decisiones económicas, sea el simple consumidor individual, una pyme, un hospital, una provincia, el país o las Naciones Unidas. Cuenta el profesor Julio H. G. Olivera (La economía del bloque colectivista, 1959, p. 41) que, en tiempos de Stalin, las empresas soviéticas no podían transformar en billetes sus saldos en el Banco del Estado sino para pagar salarios conforme al plan de producción. Este sistema no había sido instituido para mejorar y simplificar la técnica de los pagos, “sino como un instrumento de control, y constituye un aspecto de lo que se ha dado en llamar el control por el rublo”. Limitar, pues, el efectivo a disposición de los agentes económicos es un modo de controlarlos, haciéndolos seguir determinado curso de acción, premiándolos o castigándolos, sea permitiéndoles holgura o estrechez, según que sus decisiones coincidan o no con la conducta que espera de ellos el proveedor de efectivo. Nuestro sistema político es republicano y federal. Sin embargo, algunos rasgos del sistema económico y rentístico más parecen un sistema monárquico-unitario. Hasta donde puede, el gobierno nacional procura centralizar los ingresos fiscales y hasta donde puede, maneja los aportes a las provincias con discrecionalidad. Las arcas fiscales se abren generosas, no para encarar soluciones para problemas gravísimos como la marginalidad y la pobreza, la desnutrición y el desamparo infantil, endemias como el mal de Chagas, sino como apoyos a gobernadores provinciales alineados con determinadas políticas fijadas por el gobierno nacional. Tal vez fuera una mejor asignación de los fondos públicos privilegiar a las provincias por su mayor grado de pobreza (Santiago del Estero), o su gravedad de endemias (Salta).
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