Domingo, 20 de julio de 2008 | Hoy
ENFOQUE
Por Andres Musacchio *
La decisión del vicepresidente Julio Cobos significó un duro golpe al proyecto del Poder Ejecutivo. El debate sobre las retenciones móviles sirvió como elemento polarizante y terminó transformándose en “la madre de todas las batallas”. Indudablemente, los opositores supieron aglutinar en esa polarización a todas las manifestaciones contrarias al Gobierno, incluso a aquellas que “técnicamente” deberían apoyar a las retenciones. Un mérito de la oposición facilitada por varios errores del Gobierno que conviene repasar. En primer lugar, fue equivocado presentar una suerte de batalla final por una resolución que admitía retoques sin cuestionar el fondo. La confrontación tan radical le dio a la oposición una bandera que la sacó de la dispersión y el letargo. La cruzada por las retenciones móviles se reveló, finalmente, como un error estratégico que alteró el escenario político de largo plazo.
En segundo lugar, desnudó un problema importante en la estrategia de comunicación. El mensaje oficial pareció mucho menos articulado, profundo y místico que el de “los pobres productores agropecuarios esquilmados por la avidez de políticos mezquinos”. Varios de los principales medios de comunicación estuvieron lejos de tener un papel neutral, pero eso era esperable y la estrategia oficial debió fundarse en ese dato y en mecanismos para contrarrestarlo.
Sin embargo, el problema principal se deriva de haber marcado mal la cancha. Las retenciones tienen una gran incidencia sobre la distribución del ingreso, pero son un tema secundario en la discusión del modelo de país que se configura en el largo plazo. La oposición logró armar un discurso coherente, simplista y de gran penetración: los precios mundiales marcan hoy la ventaja de la producción agrícola; las retenciones empobrecen a los productores; entonces, éstos no invierten ni producen; ergo, no podemos aprovechar la coyuntura mundial favorable y volvemos a perder el tren de especializarnos en lo que el mundo pide, incluso si eso nos cuesta el lomo a 80 pesos. Frente a eso, el Gobierno intentó demostrar que los productores no pierden y que la justicia distributiva necesita de retenciones móviles. Argumentos ciertos, pero que no resultaron convincentes, porque no se anclaban en una explicación explícita del modelo productivo de país que se quiere.
Todo esto hizo opacar los triunfos y apoyos del Gobierno en la contienda. Porque ganó la votación en Diputados, perdió por medio voto en Senadores, movilizó masivamente a la mitad de la población y recibió el apoyo explícito o implícito de trabajadores, industriales y banqueros. Resulta llamativo que haya prevalecido la idea de que “la mitad del país está en contra del proyecto oficial” por sobre la de que “la mitad del país está a favor”, cuestión que tiene, por lo menos, igual peso y contundencia.
El problema principal de las discusiones fue la ausencia de un modelo productivo alternativo, tema que entronca con las debilidades del proyecto oficial de largo plazo. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner enfatizó muy bien en su último discurso en la plaza las debilidades de la vieja Argentina agroexportadora, con sus secuelas de distribución inequitativa de la riqueza, desocupación, derroche y volatilidad. Ese es el punto de partida para la discusión: la Argentina especializada en productos agropecuarios sólo es un país para pocos y para una coyuntura especial. Por eso, lo verdaderamente inteligente es aprovechar los altos precios internacionales para financiar un modelo de desarrollo integrado, construyendo una fuerte base industrial, de servicios y de infraestructura. Ese modelo debió estar en el centro del debate y ése es hoy el principal déficit del Gobierno.
La política de los Kirchner ha tenido una virtud que no puede ser opacada. De una Argentina en el cuarto subsuelo del infierno, pasamos a un país que crece aceleradamente, que genera empleo, que disminuye paulatinamente la pobreza, que tiene herramientas para enfrentar corridas financieras y, luego de muchos años, existe equilibrio fiscal y externo. No es poco. Pero también está claro que falta aún una política estructural de desarrollo. Esas dos caras estuvieron claras en los cuatro meses de controversias.
La pregunta esencial para el debate era cómo transformar la buena coyuntura externa en un impulso hacia el desarrollo. Y eso se logra con políticas estructurales que apunten a objetivos concretos: desarrollo de una infraestructura potente e integral, mercado interno robusto, industria diversificada e innovadora y sector agrícola imbricado en, pero no liderando, el modelo. Políticas activas e integradas en un plan que tenga, entre otros ejes los siguientes: un fuerte desarrollo energético explorando todas las alternativas tradicionales y no tradicionales, comunicaciones “normales” y densas para todo el territorio, integración de las cadenas productivas y de las redes innovativas, canalización masiva del crédito hacia la actividad productiva, fuerte impulso a la investigación y desarrollo, revolución material y conceptual en la educación, reforma tributaria y distribución la riqueza.
En todos los frentes ha habido algunos avances en los últimos años. Incluso, hemos pasado de un país de la especulación financiera a otro de la reconstrucción del trabajo y la producción. Es la mitad de la batalla. Pero logros parciales descoordinados y con varios pasos en falso –como el tren bala– no alcanzan. La concatenación de todos estos aspectos debió ser el eje de la discusión oficial. Paradójicamente, constituye la base de la reconstrucción de la gobernabilidad por parte del Ejecutivo.
Las primeras declaraciones de los activistas del campo es la convocatoria a la discusión de un plan nacional agropecuario. La contraofensiva es la integración de una política agropecuaria en una política de desarrollo consistente. En ella, las retenciones juegan un rol importante pero no principal. Técnicamente, incluso son absolutamente reemplazables por tipos de cambio múltiples con rebajas del IVA y aumentos del Impuesto a las Ganancias. Pero el tema es no fetichizar los instrumentos de política económica sino tener claros los objetivos de largo plazo. Esa es la discusión que debe plantear ahora el Gobierno y hacia allí deben convergir las próximas medidas.
* Director del Centro de Estudios Internacionales y Latinoamericanos. Conicet-UBA.
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