EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
El conocimiento ordena el caos de las cosas. Y el conocimiento económico ordena el caos de la realidad económica. Pero no todos poseen conocimiento económico. Por caso, las Fuerzas Armadas. El único militar del que se dijo poseer conocimientos de economía, adquiridos durante su estancia en Italia, fue Perón. Cuando precisamente Perón fue derrocado en septiembre de 1955, y las Fuerzas Armadas se vieron en la necesidad de gestionar la economía, la vieron como una maraña inextricable. “¿Por dónde empezamos?”, se decían. Resolvieron pedir la ayuda de una organización insospechable de peronismo, la ONU, que presidía el economista sueco Dag Hammarskjöld. La ONU le pasó la tarea a su organismo regional, la Comisión Económica para América Latina, con sede en Chile, dirigida por el argentino Raúl Prebisch. Vino el nombrado en persona, habló con numerosos funcionarios y no funcionarios, y al cabo produjo sus famosos informes y propuestas, que muchos celebraron y otros repudiaron. Fue necesario constituir un importante equipo económico, formado por técnicos argentinos y extranjeros. Se produjo un informe de tres volúmenes, el primero que hizo la Cepal sobre el desarrollo a largo plazo de un país latinoamericano. Especial atención se dio a la producción agropecuaria; se analizó el uso del suelo, la producción y los rendimientos, las fallas técnicas de la producción y la posibilidad de corregirlas. Del campo, visto desde siempre como gran fuente de riquezas, se esperaba que lo siguiera siendo, pero no había respondido a los claros estímulos oficiales para expandir la producción y las exportaciones. ¿Los productores no querían ganar más? En manera alguna. Entonces, algo pasaba con la tierra. Los economistas acuñaron el término “inelasticidad de la oferta agropecuaria”. ¿Cómo hacerla elástica? O en otras palabras, cómo hacerla producir más. La respuesta se halló en mejorar la tecnología: “La revolución tecnológica que urge llevar a cabo en el campo argentino no podrá cumplirse sin dedicar esfuerzo considerable y persistente a la investigación agropecuaria”, dijo el informe. Prebisch, proverbial creador de instituciones, propuso crear un Instituto de Tecnología Agropecuaria. El INTA se creó el 4 de diciembre de 1956 por el decreto-ley 21.680/56. Y de haber sido el principal promotor de aquella creación siempre se ufanó Don Raúl, y con razón.
El gran desierto de Sahara mide 8 millones de kilómetros cuadrados. La superficie continental de la Argentina, 3 millones. ¿Podemos imaginar una Argentina cuyo suelo no sea tierra, sino un mar de arena? Datos envejecidos indican que dicha posibilidad no surgió de las mentes de Julio Verne o H. G. Wells, sino de rigurosas observaciones. Si nos atenemos a cifras objetivas, se sabe con total precisión cuántos kilogramos de nutrientes naturales extraen por hectárea los distintos cultivos de cada región del país y, en consecuencia, en caso de no devolverse a la tierra eso que se le saca, puede calcularse en cuánto tiempo una tierra fértil se erosiona sin retorno. Aquí el problema de la producción agraria ya no pasa por la tecnología con que se extraen productos del suelo, sino por la ecología, por lo que se quita y no se devuelve a la tierra. Hoy determinados productos agrarios alcanzan precios difícilmente imaginables en tiempos pasados, lo cual ha llevado a un furor por adquirir o acondicionar tierras para su cultivo. Se sostiene que no todo el precio internacional es ganancia, que cultivar también tiene sus costos: desmalezantes, mano de obra, maquinarias, etc. Y las cifras totales de esos costos, en pesos, son los costos para los productores, es decir, costos privados, que no incluyen los costos que debe soportar la tierra, medidos en pérdida de nutrientes que no se reponen. Si se los sumara a los costos privados, se tendrían los costos sociales, noción familiar a los economistas desde su introducción en la década de 1920 por A. C. Pigou. La economía siempre se ocupó en ver el modo de mantener intacto el capital, pero poco o nada del modo de mantener intacto el suelo. Si el cálculo económico de la actividad agrícola se hiciese en términos de costos sociales, seguramente el tamaño óptimo de las empresas sería bastante distinto. El régimen aplicable es análogo a los riesgos de trabajo. La pérdida de capacidad laboral por un accidente es semejante a la pérdida de capacidad productiva del suelo por extracción de nutrientes sin reposición. La magnitud de la disminución de fertilidad puede calcularse para cada región y tipo de cultivo, y convertirse en una suma monetaria a cargar sobre cada productor, y a la vez desgravable en la medida en que el productor demuestre fehacientemente haber restituido al suelo una cantidad de sustancias fertilizantes igual a las extraídas por la producción.
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