Dom 18.01.2009
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EL BAUL DE MANUEL

› Por Manuel Fernández López

El otro Keynes

Quien llamamos Keynes era John Maynard Keynes, nacido en Cambridge el 5 de junio de 1883, fallecido en Tilton el 21 de abril de 1946, considerado máximo economista de la primera mitad del siglo XX. Su padre, John Neville Keynes, tenía en 1883 treinta y un años, era amigo íntimo de Alfred Marshall y estaba próximo a publicar el primero de sus dos libros, Studies and Exercises in Formal Logical (Estudios y ejercicios de lógica formal, 1884). Siete años después aparecería el libro por el cual se le recuerda en la historia de la ciencia económica: The Scope and Method of Political Economy (1891). Se consideró que esa obra fue un suplemento de los Principles of Economics (1890) de Alfred Marshall, quien tanto lo había apoyado para establecerse como profesor en Cambridge. La obra de Neville Keynes disipó la humareda que obstruía por entonces el pensamiento económico, en particular por haber aparecido un nuevo paradigma en la ciencia económica, a su vez resistido por las tendencias historicistas de Alemania e Inglaterra misma. Neville distinguió tajantemente entre economía positiva y economía normativa. La economía positiva es aquella que se refiere a los asuntos económicos tal cual son. La normativa, en cambio, se refiere a los asuntos económicos tal como debieran ser. La diferencia está entre el ser y el deber ser, o bien, la realidad económica tal como se presenta, y la realidad económica tal como se desearía que fuera. Esta segunda visión implica introducir en ella cierta estructura valorativa. Pero la introducción de valores, ¿no sesga el conocimiento?, ¿no nos hace ver las cosas del color con que teñimos el vidrio con que miramos? Un destacado economista ha resuelto este problema del modo siguiente: el conocimiento económico puede aspirar a conocer o pretender modificar; si es lo primero, implica un trabajo de laboratorio en el que se puede intentar reducir al máximo la incidencia valorativa; si es lo segundo, especialmente en problemas de política económica, sucede todo lo contrario, y sería desastroso si los cambios que se desean introducir en la realidad no están guiados, asistidos y limitados por valores. Lo procedente no sería dar una batalla contra los valores, sino mejor hacer explícitos los valores que han de orientar la acción colectiva. El problema no es que haya valores, sino si la acción pública respeta los valores en que cree la sociedad.

El Súper Agente 44

Las mayores expectativas se han creado en torno del presidente 44º de los EE.UU., Barack Obama, que asumirá la semana entrante, y por supuesto llaman la atención las semejanzas con el presidente 32º, Franklin Delano Roosevelt (1882-1945), que debió asumir dentro de una recesión económica similar a la actual. Roosevelt era del Partido Demócrata, mientras el 31º, Herbert Clark Hoover, era del Partido Republicano. Este último, el 31º, había sufrido el inicio de la Gran Depresión, y no había sabido enfrentarla ni resolverla, al considerar que aquel infausto acontecimiento debía resolverse por sí solo, a través de los mecanismos automáticos del mercado, y por pensar así no le fue nada bien al pretender ser reelecto (en aquel entonces no había límite alguno para las reelecciones). En tanto, el 32º propuso la acción directora y planificadora del Estado, y por ello la mayoría de los norteamericanos depositaron en él su confianza. Hasta aquí –hasta que asume Roosevelt en 1933– la historia viene bastante parecida a la del 44º. Con una gran diferencia: de Roosevelt sabemos cada detalle de su gestión; de Obama cada detalle es todavía una incógnita. Algo empero ha cambiado en las relaciones económicas internacionales: cuando estalla la crisis de 1929, ya existía la Sociedad de las Naciones (creada en 1920) con sede en Ginebra, Suiza, y entre los países que la integraban había relaciones de cierto respeto, modales “europeos”, por así decirlo. Era como un Club de Amigos, con sus jerarquías y estamentos. Las expansiones territoriales del Tío Sam se ceñían al patio trasero, adonde estábamos nosotros, y adonde Sam siempre se creyó con derecho de intervenir. En esas condiciones, apenas llegado a la presidencia, el 32º se dio el lujo de no colaborar con la Sociedad de las Naciones en la Conferencia Económica Mundial, convocada para junio de 1933. Los hechos que se sucedieron de 1933 a 2009 hicieron que Uncle Sam esté hoy en todas partes; y el mundo, más que una organización de Club, tiene la de una jauría, donde Tío Sam lidera y los demás acatan. ¿Pensará este 44º –como Roosevelt en 1933– que ante una emergencia económica nacional el gobierno de los EE.UU. tiene el derecho de desentenderse de las economías del resto de los países, y privilegiar la atención de la economía interna, desconociendo que el resto de los países del mundo está en crisis por contagio directo con EE.UU.?

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