EL BAUL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Si un molino no dispone de trigo, es improbable que los panaderos y pasteleros cuenten con harina para manufacturar pan, tortas o facturas: la producción y el consumo vinculan a sectores tan distintos como la agricultura, la industria y el comercio. Cada parte en la economía funciona como un sistema interconectado. ¿Cómo aprehende la ciencia económica esa conexión? ¿Cómo incorporan esa parte de la ciencia económica los futuros economistas? Dos casos nos darán una clave. Hace algún tiempo el ex ministro de Economía de Buenos Aires y de la Nación, Jorge Remes Lenicov, reconoció su deuda intelectual con el recordado economista Héctor Diéguez, por haberle enseñado en sus clases de Economía el modelo de Walras, o modelo de “equilibrio general”. Más recientemente, el también ex ministro de Economía de la Nación Martín Lousteau ha hablado de la falta de visión sistémica en el diseño de la política económica de la Nación. En esencia, ambos ex funcionarios se refieren a la misma construcción teórica, el modelo de Walras, del que fue admirador y usuario un gran Premio Nobel, John Hicks; al que llevó a términos aplicables otro gran Premio Nobel, Wassily Leontief, y al que convirtieron en representación de la política económica otros dos premios Nobel, Jan Tinbergen y James Meade. En la Argentina, inicialmente (en el último cuarto del siglo XIX), el modelo de Walras fue rechazado por el catedrático ingeniero Emilio Lamarca, pero se convirtió en soporte teórico de la tabla de insumo-producto, luego de los trabajos de Manuel Balboa, recientemente fallecido. Aunque el modelo de Walras emplea matemáticas simples, es inaccesible si no se conoce matemática alguna. Los citados funcionarios tuvieron esmerada formación profesional en Economía en universidades de muy buen nivel (Nacional de La Plata y San Andrés) y posgrados. En cambio, estudiosos de otras disciplinas, que por incursionar en la política buscan cursillos que les transmitan un lenguaje básico y las nociones más elementales de Economía –que, al cabo, no equivalen más que a un primer curso de Economía– no son economistas, sino seudoeconomistas, tan peligrosos como si, en el ámbito de la salud, seudomédicos o curanderos pretendiesen sanar enfermos sin más preparación que un cursillo. Y el menú se hace explosivo y dañino para otros si a la preparación insuficiente se suma querer manejar la economía.
No existe sociedad humana de cierta complejidad capaz de autorregularse sin la presencia del Estado. Pero el accionar del Estado requiere emplear hombres y cosas, y ello supone un gasto, y este último, por su parte, la obtención de los recursos para financiarlo. La determinación de los gastos e ingresos del Estado es materia de las Finanzas Públicas. Y ello no es poca cosa: en qué gasta el Estado define qué funciones cumple; de dónde extrae sus ingresos define dónde habrá menos recursos. El acompañamiento de la Economía Política por las Finanzas Públicas no se mide en años, sino en siglos y hasta milenios. Ya en la Grecia clásica Jenofonte (420-355 a.C) escribió sobre “los medios y arbitrios del tesoro de Atenas”, donde proponía gravar a los mercaderes extranjeros que llegaban a la ciudad griega. En 1615 apareció el primer libro titulado Economía política, en el que Montchretien identificaba la Economía con las Finanzas Públicas. Las colonias españolas tenían en el comercio de importación una fuente de recursos del “Estado”: recordemos que uno de los argumentos de Moreno (1809) para abrir el puerto de Buenos Aires a las manufacturas inglesas era que el erario estaba exhausto. Ese régimen continuó en el país, apenas modificado por la iniciativa de Rivadavia-Wilde sobre contribución directa, hasta 1932, cuando por iniciativa de Prebisch el presidente Uriburu crea el impuesto a los réditos (hoy impuesto a las ganancias). Rara vez se buscaron recursos de las exportaciones: desde muy antiguo se advirtió que las exportaciones estimulaba la actividad productiva y el empleo, por lo que era un beneficio social, no sólo del exportador individual. En casos especiales, cuando en el fondo se buscaba que ciertas materias primas estratégicas no llegasen a determinados países, se implantaron derechos de exportación o directamente prohibiciones de exportar. Por cierto que un país que tiene importantes obligaciones en moneda extranjera y no quiere caer en default, o si decide respaldar su emisión monetaria con reservas internacionales, no puede privarse de exportar. Pero la exportación está dada por la demanda extranjera, y ésta por su propio ciclo económico. De tal modo, un país debe elegir entre dos males: no exportar y no generar divisas, cayendo en el default y la insolvencia; o exportar y con ello acoplarse al ciclo económico internacional.
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