Domingo, 26 de abril de 2009 | Hoy
ENFOQUE
Por Alberto Müller *
El descalabro financiero mundial representará sin duda un trauma duradero aun cuando su profundidad –¿depresión o estancamiento?– está todavía por determinarse. No es propósito de esta nota sin embargo presentar un ejercicio de futurología (o de astrología, como diría Alfredo Zaiat). Más bien se tratará de extraer algunas enseñanzas.
Las crisis en sociedades anteriores al capitalismo eran de escasez y típicamente se manifestaban como hambrunas. Pero hoy las crisis son más bien producto de disfuncionalidades. En palabras de Keynes, se trata más de un problema del tipo que enfrentan dos camiones que circulan en sentidos contrarios en una carretera sin que esté establecido que el cruce se hace por derecha o por izquierda. De allí que lo característico de las crisis capitalistas es la abundancia de recursos ociosos. Puestos a producir podrían revertir rápidamente un cuadro de escasez pronunciada, pero esto no ocurre espontáneamente. Hay camiones pero éstos no encuentran la forma adecuada de circular. Obviamente, el problema no se limita a establecer algo parecido a un código de tránsito correcto. Los intereses concretos en juego tienen un peso decisivo y su interacción mal gobernada produce estos cuadros disfuncionales.
Esto se ve reforzado por una paradoja: en sociedades de abundancia el gasto puede ser diferido a futuro. Así ocurre con parte creciente del consumo y con gran parte de la inversión. Si soy pesimista puedo dejar para el año próximo la compra del tercer auto o del plasma. Este diferimiento del gasto precipita la parálisis: se produce una sistemática reducción de la demanda efectiva, lo que reduce el ingreso. Y, lo peor, también cae el consumo esencial por aumento del desempleo. Se pasa así de la abundancia a la pobreza. Más allá de este mecanismo acumulativo corresponde indagar sobre las causas de las crisis. Un componente importante parece situarse en el mercado financiero.
La prodigiosa sobreexpansión de activos financieros fogoneó una reacción en cadena: un crecimiento acelerado de la demanda que mantuvo altos niveles de actividad, pero también empujó la valorización de inmuebles, luego de commodities, y así sucesivamente. Esta expansión de papel depende crucialmente de que nadie desconfíe puesto que la reacción en cadena puede invertirse, dando lugar al pánico que es lo que vemos desde hace varios meses. Esto no es una novedad. Keynes –entre muchos otros– ya había localizado en las finanzas una fuente de importante perturbación del sistema económico real. Lejos de la creencia convencional de que lo que ocurre en el mercado financiero es reflejo de la economía real, son las finanzas las que impactan en esta última. Una aclaración importante: la génesis de la crisis en curso reconoce un conjunto de factores, que va más allá del comportamiento del mercado financiero; entre ellas, sobresale el déficit de la cuenta corriente externa de Estados Unidos, un dato inmutable desde hace más de 20 años. Pero las finanzas constituyen una instancia esencial para comprender lo que está ocurriendo.
Cabe ahora la siguiente pregunta: ¿Por qué no prevenir este tipo de episodios? Ese, en definitiva, debería ser un aporte de la teoría económica y de los gobiernos. La experiencia abunda en ejemplos. Una primera respuesta es trivial y apunta a los intereses creados: la “comunidad de negocios” tiene un gran poder de presión y atacará –a través de la prensa adicta– cualquier intento de contrarrestar una burbuja en ascenso. A la manera del alacrán de la fábula, parecería no importarles que al final vendrá la crisis de confianza. Esto porque cada individuo se creerá lo suficientemente inteligente como para escapar a tiempo, realizando en efectivo el valor de sus acreencias en papeles. Y por otra parte, ejercen poder sobre los demás actores, porque precisamente se saben protagonistas de una actividad con enorme potencial destructivo: la perpetua amenaza del “mercado” contra los excesos de los estados.
Pero esta explicación no es suficiente. En definitiva, el Estado actúa para controlar consumos nocivos (cigarrillos, estupefacientes) que realizan individuos libres. Esto porque existe conocimiento acerca de su peligrosidad en determinadas circunstancias, y por cierto no faltan intereses poderosos vinculados con estos consumos. Hay algo más que hace ver con buenos ojos a los mercados financieros. Por lo pronto, la actividad del especulador financiero no es percibida necesariamente como algo nocivo. Para algunos medios es un personaje casi heroico. Se dice, además, que gracias a estos mercados se posibilita la mediación entre ahorristas e inversores. Este es un punto importante. En las sociedades actuales, el mercado es el gran legitimador. En cuanto ámbito donde concurren ofertas y demandas de individuos libres lo que ocurre en él está bien por naturaleza. Esta forma de legitimación llega al punto tal que el término “mercado” tiende a desplazar el de “sector” en la jerga del economista: ya no hablan del “sector educación”, sino de “mercados educativos” pese a que la educación es provista en buena medida, fuera de la relación mercantil, por el Estado.
La ortodoxia tiende a asimilar a todos los mercados a una única tipología porque allí donde emergen los “casos particulares” se pierde el principio general de que los mercados funcionan correctamente hasta tanto se demuestre lo contrario. La neutralización del libre juego de oferta y demanda se acepta únicamente en aquellos casos donde se atienden necesidades esenciales a costos decrecientes, lo que lleva a la conformación del denominado “monopolio natural”. Este es el caso de los llamados servicios públicos (electricidad, gas, agua); y de hecho, se hizo lo imposible en la década pasada para “inyectar competencia” y eliminar esta anomalía. Pero no es el de los mercados financieros. La pregunta es entonces la siguiente: ¿Es el mismo tipo de “mercado” el que regula las finanzas y el que regula la compraventa de cualquier bien? ¿O será que los mercados financieros responden a una naturaleza diferente? No hay que ser muy perspicaz para percibir que existen diferencias relevantes.
En los mercados de bienes se comercializan básicamente productos que ingresan y salen. Los stocks tienen una importancia menor, puesto que tarde o temprano se agotan (o no existen, en el caso de los servicios). En cambio, en los mercados financieros los stocks están permanentemente presentes: un título desaparece únicamente cuando se opera su vencimiento, y lo normal además es que sea sustituido por un título nuevo. Pero hay algo más: si el “público” (ahorristas y especuladores) no se desprende de la tenencia de estos stocks hay espacio para la emisión de nuevos títulos. Esto ocurre típicamente sobre la base de los ya existentes como se ha visto en el caso de las hipotecas subprime, dando lugar a una suerte de reproducción ilimitada. A diferencia de la producción de bienes, “producir” títulos no tiene virtualmente costo. Sobre una promesa de pago confiable puedo emitir otra promesa igualmente confiable, y así sucesivamente.
Todo esto funciona en la medida en que se transaccione una pequeña parte del stock total de títulos. El efecto “manada” se ocupa del resto: todos compran porque hay quienes ganan, y en ese proceso se asegura que la valorización ocurra. Tal valorización produce el “enriquecimiento” de quienes no los comercializan, lo que suele incentivar el consumo por obra de lo que se denomina “efecto riqueza”. Al igual de lo que ocurre con el sistema bancario, este planteo no puede resistir una crisis de confianza. Una corriente vendedora que se ponga en marcha (cualquiera sea su origen) comprometerá fácilmente el valor del conjunto. Producida la crisis el impacto es imparable porque todos venden pero nadie compra: es el efecto manada pero al revés. En los mercados de bienes, a algún precio siempre alguien compra; en los mercados de títulos, esto es mucho más aleatorio. La crisis tiene impacto sobre la producción real por más de un canal. Por un lado, los individuos que se perciben a sí mismos menos “ricos” gastarán menos porque pueden diferir gasto. Por otro lado, las propias empresas del sector productivo pueden verse imbricadas al derivar parte de su capacidad de inversión al mercado financiero. Porque, en definitiva, se trata de buscar la rentabilidad allí donde esté; y entrar al sector financiero es seguramente tanto o más fácil que a cualquier sector productivo.
En conclusión: Los mercados financieros no son “iguales” a los mercados restantes. Los stocks no se agotan y la “producción” no cuesta; exactamente a la inversa de lo que ocurre con los bienes y servicios. Y para colmo tienen gran impacto sobre éstos (que en definitiva son los que interesan porque brindan bienes de uso concreto). Mal que le pese a la ortodoxia, los tratamientos tienen que ser diferentes. En particular, deben prevenirse las espirales de valorización (“burbujas”), y esto debe hacerse pronto antes que éstas crezcan. ¿Cómo hacerlo? Esto no es tan sencillo porque los flujos financieros tienen la llave para ingresar a cualquier sector productivo; y necesariamente las regulaciones corren atrás de los acontecimientos. En el caso del sistema bancario existen reglas que limitan la reproducción del dinero: los llamados “encajes” establecen que sólo un cierto porcentaje del dinero recibido bajo la forma de depósito puede ser prestado. Esto es lo que no ocurrió con los “sofisticados productos financieros” que proliferaron en las últimas dos décadas; de allí el tamaño de la burbuja y los efectos destructivos sobre la riqueza contable construida así.
Pero algo habrá que hacer, por cierto. Por lo pronto, habrá que entender culturalmente que la riqueza no surge del papel. Los próximos años serán inevitablemente duros. El Estado tendrá legitimidad para intervenir, como de hecho lo está haciendo ahora; y esa legitimidad deberá ser aprovechada para imponer nuevas reglas de juego que limiten el comportamiento del capital especulativo. Esto abre además perspectivas intelectualmente atractivas. Se podrá pensar de una vez por todas que los mercados no son todos iguales, sino todos diferentes.
* Economista, FCE-UBA.
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