EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
En 1776 Adam Smith lanzó una idea nueva en la economía, en su célebre libro Riqueza de las naciones, a saber, que el fin del sistema económico es maximizar la satisfacción de las necesidades de los consumidores. Hasta entonces coexistían dos posiciones: la mercantilista, que recomendaba a los gobiernos apoyar a los sectores productivos capaces de incrementar la disponibilidad de metal monetario (oro, plata), principalmente la industria y el comercio; por otro lado, la fisiocrática, que recomendaba apoyar al único sector capaz de incrementar el produit net (producto neto), a partir del cual se originaba el revenu o ingreso fiscal. La posición de Smith implicaba reducir la salida de bienes de producción nacional (exportaciones) y permitir la entrada de bienes de producción extranjera (importaciones). En efecto, las exportaciones (X) reducen los bienes disponibles en el interior del país, y las importaciones (M) los incrementan, según la fórmula BD = PBI – X + M, donde BD es bienes disponibles, PBI, producto bruto interno. La política económica de Smith coincide con la aplicada en más de una vez por la Secretaría de Comercio. Es más difícil imaginar que esta política pudiera ser llevada al extremo de reservar los bienes de producción interna sólo para el consumo interno, o sea, reducir las exportaciones a cero. El comercio exterior es un intercambio, donde lo que se trae de afuera se paga con nuestra producción; y como compraventa, los productos extranjeros se pagan con las divisas que obtenemos vendiendo al extranjero nuestros productos. La exportación cero da ingreso cero de divisas y capacidad de importar también nula. Ningún país puede obtener bienes de otro sin dar algo a cambio, como ocurría en el pasado entre las metrópolis y sus colonias. La solución no está en los extremos sino en algún punto intermedio. Lo mejor no es un mínimo de exportaciones sino un óptimo. Por otra parte, esta política no dice nada respecto de cómo los consumidores acceden a los bienes producidos para el mercado interno. Con una distribución desigual del ingreso, es inevitable que los más desfavorecidos no puedan alcanzar aquellos bienes considerados de primera necesidad. Y lo peor es que tales bienes son encarecidos por el propio Estado, al aplicarles un IVA de alícuota altísima, pudiendo obtener las mismas sumas de otras fuentes con mayor capacidad contributiva.
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