ENFOQUE
› Por Miguel Teubal*
En años recientes se ha intensificado en nuestro país el interés por las denominadas “tecnologías de punta” presumiblemente como factores esenciales del “desarrollo”. Por tecnología de punta puede entenderse “cualquier tecnología que fue recientemente inventada y que es de avanzada”. La creación de un Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva tendría entre sus finalidades la promoción de estas tecnologías. Si bien por lo general se remiten a tecnologías cuyos campos de aplicación se vinculan con la frontera del conocimiento científico, por ejemplo, la biotecnología, la informática, la nanotecnología, también pueden incidir sobre el desarrollo de otros campos de aplicación entre los cuales se encuentran los recursos naturales. En efecto, las tecnologías que se impulsan en el campo de los recursos naturales, concretamente aquellas vinculadas con la soja transgénica y la minería metalífera a cielo abierto, e incluso las nuevas pasteras como la de Botnia en el Uruguay pueden ser consideradas tecnologías de punta. Tras muchos años de neoliberalismo, de multiplicidad de desregulaciones y medidas promocionales hacia estos sectores, se han comenzado a aplicar cambios que son considerados portadores e impulsores de tecnologías de punta.
Por lo general se piensa que la tecnología de punta es forzosamente buena, impulsora del progreso y del bienestar del país y de la comunidad en general. Pero esto no es necesariamente así. La semilla transgénica fue inventada no para paliar el hambre en el mundo, sino para acrecentar la rentabilidad de las empresas que la promueven juntamente con el paquete tecnológico que la acompaña. Monsanto, la principal proveedora de semilla en el mundo, incrementa sus ganancias con la difusión de la semilla transgénica. Una vez establecida en el mercado, los productores agropecuarios –contrariando 10 mil años de agricultura durante los cuales éstos reproducían su propia semilla– se ven obligados a comprarla año tras año a la empresa transnacional. Por ahora, eso no ocurre al ciento por ciento: los productores pueden también reproducir su propia semilla. Pero eso ocurrirá cuando Monsanto imponga en el mercado terminator, una semilla “de última generación” que se suicida después de su primer (y único uso). Entonces sí, los productores agropecuarios se verían obligados a comprar a Monsanto o a sus licenciatarias esa semilla año tras año. Y no sólo eso. También tendrían que comprar el paquete tecnológico que la acompaña, incluyendo los agrotóxicos que son provistos por la empresa o sus licenciatarias. No resulta descabellado pensar que aquello que dicen productores canadienses de que Monsanto quiere controlar la producción alimentaria mundial sea cierto. Escasas son las perspectivas críticas que se plantean sobre la materia.
La minería “a cielo abierto” también involucra la utilización de una nueva tecnología de punta. En vez de utilizar los tradicionales socavones de la minería de antaño, se dinamitan grandes extensiones del territorio involucrando montañas y glaciares enteros y se aplica el método de lixivización para separar aquellos materiales valiosos que se buscan, de los que no lo son. El sistema de lixivización es una tecnología de punta que utiliza una cantidad exorbitante de cianuro y otros elementos, así como agua a raudales que escasea y que termina siendo contaminada. Todos estos factores inciden sobre la actividad agropecuaria, turística, y la vida misma en las provincias en las que se ha establecido o se proyecta establecer estos emprendimientos mineros.
En el caso de las pasteras también se introducen métodos nuevos de cloración, aunque se sigue tirando cloro elemental a los ríos, se utiliza ácido sulfúrico –50.000 litros diarios en el caso de Botnia–, 14 millones de metros cúbicos de gases, que van a la atmósfera. El ácido sulfúrico se transforma en ácido sulfídrico, el cual genera un olor a podrido insoportable en todos los lugares donde hay plantas de este tipo. También en este caso hay una utilización masiva del agua, y contaminación no sólo del agua sino también del aire.
Las denominadas tecnologías de punta en el campo de los recursos naturales tienen muchas cosas en común: fueron impulsadas en el marco del neoliberalismo económico; se vinculan necesariamente con el interés de grandes corporaciones que las impulsan; se remiten a escalas de producción mucho mayores a las tradicionales desplazando multiplicidad de actividades preexistentes; desplazan masivamente tanto a trabajadores rurales, al campesinado, a la agroindustria en general, como a pobladores cordilleranos; significan la depredación, el saqueo y la contaminación de recursos naturales esenciales, como por ejemplo el agua, que no son reproducibles; se orientan fundamentalmente hacia las exportaciones, con lo cual no contribuyen necesariamente a resolver necesidades internas; y, por último, aunque parezca extraño, no son esenciales para la vida de las comunidades, o del mundo en general. Podemos vivir sin oro y también sin soja, pero no podemos vivir sin agua ni alimentos. En efecto, generan mucho valor de cambio, grandes rentabilidades para algunas pocas grandes empresas, pero muy poco valor de uso para la comunidad. No sólo eso: se asocian a actividades de altísimo detrimento para las comunidades locales ya que sus efectos “externos” o “deseconomías” superan con creces las presuntas ventajas que generan para las grandes empresas que las impulsan y utilizan
* Economista, profesor consulto de la UBA-Conicet.
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