EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
El 20 de junio no ocurrió nada que tenga que ver con la bandera argentina. Sí algo que ver con su creador, y además Padre de la Patria, Don Manuel Belgrano. Pero ese 20 de junio de 1820 fue el día del fallecimiento del prócer, nada que ver con el 27 de febrero de 1812, día y año éstos en que Belgrano enarboló en las baterías construidas hacía poco en Rosario de Santa Fe, por primera vez, la bandera argentina. ¿Por qué el 20 de junio? Porque se quiso que el recuerdo de ese importante evento de nuestra identidad nacional se celebrase allí donde los niños reciben su educación primaria, las escuelas, y se consideró que en los 27 de febrero los escolares todavía están en vacaciones. A esta cuestionable lógica se añadió considerar el 20 de junio como una fecha de celebración móvil, que puede ser trasladada a otra fecha próxima de modo tal que contribuya a formar una terna de días no laborables, llamados “fin de semana largo”, que permite al sector más pudiente de la sociedad evitar la celebración respectiva y viajar a zonas turísticas, en las que los comerciantes del lugar reciben una fuerte inyección de compras que los sacan del letargo del resto del año. Esta es la distorsión de las distorsiones, porque en el respectivo fin de semana largo, ninguna escuela está abierta, ni en los lugares turísticos ni en el resto de lugares de todo el país, con lo que la celebración en las escuelas se convierte en una imposibilidad, tanto para el que emigra como turista como para el que debe quedarse en su casa. Belgrano no se merecía tanto desprecio, que viene a llevar a la práctica la orden que el prócer recibió del gobierno poco después de aquel 27 de febrero, de arriar la enseña azul y blanca. Belgrano fue padre de la patria en varias de sus acepciones: rindió especiales servicios al pueblo argentino; fue diputado en la Primera Junta de gobierno patrio, con la tarea anexa de movilizar al ejército nacional; si no creó, adelantó notablemente la ciencia económica en las Provincias Unidas, por lo que siempre se lo ha tenido como el padre de las ciencias económicas en la Argentina. No menos importante fue su compromiso con la enseñanza del diseño, dirigida a adelantar las producciones industriales, y de la matemática, concebida como el fundamento científico de actividades como la náutica, que no quedaron en propuestas edulcoradas, y que Belgrano empujó hasta la creación de centros de enseñanza.
Manuel Belgrano vio nacer su vocación por la economía, no cuando era factible su estudio en las facultades españolas de leyes, donde no se enseñaba tal disciplina, sino cuando estalló la Revolución Francesa de 1789. La lectura de textos franceses de economía grabó en su corazón los principios de libertad, igualdad, seguridad y propiedad, como fundamentos de las organizaciones sociales. La tenacidad de un profesor de derecho, Ramón de Salas –que terminaría con sus huesos encarcelado por la Inquisición–, y la participación de varios condiscípulos, le aportaron las primeras nociones, vinculadas sobre todo a la obra de Antonio Genovesi. Belgrano progresó rápidamente, hasta convertirse en presidente de la Academia de Economía Política. Su producción en la materia, en su estancia en Madrid, se limitó a verter en español las Máximas del gobierno económico de un Reyno agricultor (1794), de Quesnay, que quedó como única traducción de esta obra. De regreso en Buenos Aires, como secretario del Consulado, tradujo otra obra de la fisiocracia, que tituló Principios de la ciencia económico-política (1796), y además escribió once “memorias”, que leía en la apertura de las sesiones del Consulado. En ellas presentaba sus conocimientos acerca de las actividades económicas y los modos de promoverlas. No sólo habló de la agricultura –”el verdadero destino del hombre”, según expresó–, como cabría esperar de sus amplias lecturas de los fisiócratas, sino también de la industria y el comercio. Su pensamiento combinaba los elementos positivos de cada uno de los grandes “sistemas de economía política”: del mercantilismo, la promoción de la industria y el comercio; de la fisiocracia, la promoción de la agricultura. Para cada sector proponía como medio de fomento sendas escuelas: para la agricultura, una escuela agrícola; para la industria, una escuela de dibujo; para el comercio, una de náutica. Las dos últimas no quedaron en proyectos, y su creación tuvo lugar en 1799, en la sede misma del Consulado. Ya ocurrido el Gran Despertar de mayo de 1810, Belgrano giró un tanto la aguja selectora de doctrinas a favor de una orientación nacionalista y proteccionista. Su último aporte apareció en las páginas del Correo de Comercio, donde en la forma de entregas semanales publicó un libro titulado, a la manera de Genovesi, Comercio, entre septiembre de 1810 y abril de 1811.
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