Las retenciones móviles eran un mecanismo automático de ajuste que suponía una menor conflictividad futura. Esa medida no sólo permitía transferir renta, sino que favorecía consecuencias macroeconómicas deseables, como actuar como una barrera frente a la inflación internacional, un desaliento a la sojización y también para acentuar la diferenciación cambiaria. En julio, tras la larga puja de cuatro meses, las corporaciones agropecuarias lograron el rechazo del Senado a la Resolución 125. Desde entonces, lo que está en juego es la lucha del nuevo viejo bloque económico por su hegemonía.
› Por Claudio Scaletta
La madrugada del jueves 17 de julio de 2008 muchos argentinos no durmieron. El programa, un debate legislativo de trasnoche, no era a priori el más atractivo, pero el poder de las pantallas fue cautivante. Algo comenzaba a definirse. El guión que repetían los senadores no importaba. Sólo se esperaba el desenlace. Los gestos, las caras crispadas, la euforia contenida, la desazón en ciernes, eran los indicios de un final para muchos inesperado. El rechazo de las retenciones móviles fue una dura derrota para el Gobierno. La primera. Catalizaba una nueva fuerza política que expresaba a un remozado viejo bloque económico. La vieja derecha neoliberal que había administrado el país en el último cuarto del siglo XX, y cuyo experimento había terminado en la peor crisis de la historia, recobraba canales de representación institucional. Para un gobierno legitimado en las urnas pocos meses antes, fue un bocado difícil de digerir. Se identificó al adversario, que como nunca antes quedó a la intemperie, pero se negaron las flaquezas propias. La divisoria de aguas recuperó épicas. Se volvió a hablar de política, de ideología, no sólo de “gestión”.
Desde mediados de 2007, la puja por el reparto del excedente económico coincidió con los primeros indicios de la crisis internacional. Los sectores formadores de precios avanzaron, sin novedad, como siempre lo hicieron: remarcando. La mediación estatal al interior de las cadenas de valor no fue siempre feliz. La negación oficial de la evolución de los índices aportó al retraso salarial de los trabajadores informales y frenó el ciclo de recuperación ininterrumpida de los indicadores sociales iniciado en 2003. Los empleados en blanco conservaron su poder adquisitivo con convenios que superaban la inflación oficial.
Para el agro pampeano los precios marcaron el pulso. Antes de la explosión de la burbuja de los mercados de commodities, las cotizaciones de los productos agropecuarios parecían imparables. Un breve repaso muestra que en enero de 2007 la soja cotizaba a 260 dólares la tonelada. Un año después estaba por encima de 500. Aunque las retenciones a la oleaginosa ya superaban un tercio de su valor FOB (35 por ciento), el Gobierno decidió en marzo acudir a mayores transferencias de la renta agropecuaria. Suponiendo que un mecanismo automático de ajuste entrañaba una menor conflictividad futura, se eligió el camino de las retenciones móviles, que no sólo permitían transferir renta, sino que favorecían consecuencias macroeconómicas deseables; como una barrera frente a la inflación internacional, el (tardío) desaliento a la sojización y acentuar la diferenciación cambiaria.
En julio, cuando tras la larga puja de cuatro meses las corporaciones agropecuarias lograron el rechazo del Senado a la Resolución 125, la soja tocó un techo de 536 dólares. Pero desatada la crisis financiera internacional, cayó hasta los 314 dólares en diciembre. Desde entonces se recuperó hasta cotizar este mes por encima de los 450 dólares la tonelada. Todo indica que los altos precios agrícolas, más allá de las oscilaciones por las turbulencias internacionales, son un fenómeno de largo plazo, un dato clave para la economía argentina que asiste a su expresión política.
Siempre es más fácil el racconto a posteriori. Quien relata no enfrenta, como el hacedor de política, los dilemas ni las presiones del decisor. Quizá el Gobierno no haya medido la nueva correlación real de fuerzas, o quizá se haya desentendido de la alianza de clases en que sustentaba su poder. La virulenta reacción de las corporaciones agropecuarias superó las expectativas propias y ajenas. No sólo por su capacidad de exacerbar las peores tendencias que ya mostraba la economía; como la inflación por la vía del desabastecimiento, o lo peor de la política; como la prepotencia para intentar imponer su voluntad mediante la acción directa, sino porque los patrones del campo se convirtieron en el más inesperado catalizador del descontento.
Con la confianza recuperada en actos de apoyo multitudinarios, como el de Rosario del 25 de mayo de 2008, al que asistieron miles de personas, la nueva vieja derecha comenzó a generar política. Lo que ya era un claro bloque económico, paradójicamente consolidado bajo la administración iniciada en 2003, fue en busca de una expresión institucional, ahora sin intermediaciones ni impurezas.
El rechazo de la 125 en el Senado fue, visto en perspectiva, el primer paso, pero el camino fue largo y supuso también la construcción de identidad. Desde principios de la década comenzó a describirse un nuevo sujeto agrario. El “hombre de campo” ya no sería aquel viejo absentista-rentista descripto por la vieja literatura, sino un empresario shumpeteriano que trabaja en la frontera tecnológica, que innova constantemente combinando lo más avanzado de la biotecnología con modernas técnicas de siembra, que se acompaña por la ciencia de la información, la ingeniería de suelos, los desarrollos satelitales y, en el límite, llega a la “agricultura de precisión”.
Además, como lo nuevo nunca es barato, recurre a una sofisticada creatividad financiera para hacer crecer, multiplicar, invertir y reinvertir, con ética protestante, las ganancias obtenidas. Tanta riqueza no puede sino derramar, pagar los mejores salarios, expandirse en la demanda de insumos y maquinaria y hasta promover la industria de la construcción a través de las inversiones inmobiliarias. El discurso agrega que todo ello no se ve desde la urbe, no sucede a la vista de los incrédulos que alguna vez revisaron la matriz insumo-producto argentina, sino que ocurre en el idealizado “interior”, un interior “próspero”, “profundo”, trabajador y sacrificado. El hombre de la ciudad, mero consumidor de los productos del campo, no conoce ni entiende las complejidades matinales del ordeñe de la vaca, de la puesta en marcha de la sembradora, de los ciclos de la tierra.
En su novel identidad, el hombre de campo devenido empresario sagaz ya no es el pasado, la bota de potro y la bombacha, sino el futuro. Ya no se parece al gaucho, sino a los Grobocopatel, al rey Midas. Son el motor de la nueva Argentina, “los productores”, los que generan divisas “para el país”.
Ninguna afirmación de la identidad está completa sin su espejo, sin el “otro”. No hay civilización agraria sin barbarie. Alentada por el resultado electoral, la nueva vieja derecha se volvió diáfana y explícita. Uno de sus más destacados lobbistas escribió el pasado 4 de julio, en su tribuna del suplemento Rural del diario Clarín, que en las legislativas el eje sojero Rosario-Córdoba le había ganado al eje Matanza-Riachuelo. La victoria se habría producido porque “la sociedad” perdió su disposición a permitir que el segundo eje “expolie” al primero “genuinamente productivo” vía la “exacción” de las retenciones. Vale reconocer que la vulgata evita explicar los votos del conurbano que favorecieron a los candidatos de los sojeros, pero el cuadro no pierde claridad: “De este lado nosotros; los productivos, la patria, la tierra y el paisaje; del otro lado ustedes, los feos, sucios y malos del conurbano que participan del robo del resultado de nuestro trabajo”. Revolucionando las ciencias sociales, el lobbista intentó que un conflicto económico y social se vuelva puramente geográfico, como destacó el politólogo Edgardo Mocca, una manera singular de presentar la lucha del nuevo viejo bloque por la hegemonía. En la misma línea, la geografía subsume también a la política. No puede ser, agregó el lobbista, que mientras el poder económico, identificado con la soja, se corre cada vez más al norte, el poder político siga en el “lejano sur rentista de recursos naturales no renovables”. Lo lógico es que el poder político también regrese al “norte”.
Pero si lo que está en juego es la lucha del nuevo viejo bloque económico por su hegemonía, y si el problema del poder está en la alianza que lo sustenta, se vuelve necesario caracterizar a las clases que lo expresan.
El antagonismo principal durante el modelo de industrialización sustitutiva de importaciones (ISI) que rigió hasta mediados de los setenta fue entre campo e industria. Por entonces surgieron algunas teorías que no perdieron vigencia, entre ellas las de la “estructura productiva desequilibrada” desarrollada, entre otros, por el economista Marcelo Diamand. Tipo de cambio y retenciones. Es decir: tipos de cambio diferenciados para sectores con distintas productividades relativas fueron entonces los instrumentos macroeconómicos para equilibrar las diferencias. Pero con prescindencia del nivel del tipo de cambio, el agro pampeano siempre vivió la imposibilidad de recibir el precio pleno en dólares como “una confiscación”.
La ISI también desarrolló a la clase obrera, la que no dejó de reclamar su participación en el ingreso. Industriales y terratenientes no dudaron en unirse frente al adversario común y cerraron el ciclo de la ISI con lo que Eduardo Basualdo y Martín Schorr denominaron “revancha clasista”. Su expresión fue la dictadura militar y la consolidación del régimen de valorización financiera con endeudamiento externo y salida de capitales.
Terminado el cuarto de siglo de valorización financiera que eclosionó en 2001, la tenue recuperación de la industria iniciada en 2003 dio lugar a la reaparición de muchas de las viejas contradicciones de la ISI, una de ellas fue la principal entre campo e industria. Sin embargo, ya no estaban presentes ni el mismo campo ni la misma industria que a mediados de los ‘70. En un cuarto de siglo ambas fracciones del capital sufrieron transformaciones profundas. Basualdo y Nicolás Arceo ensayaron recientemente una explicación estructural del rechazo a la 125. Para ello, brindaron algunas claves de la naturaleza del bloque que hoy lucha por su hegemonía.
Para los economistas, a partir de 2002 no logró consolidarse un nuevo patrón de acumulación debido a la disputa irresuelta entre los distintos actores sociales. La expansión de la economía real, en el agro, la industria y la construcción, ganó terreno sobre la valorización financiera y los servicios públicos privatizados. Los trabajadores mejoraron su posición relativa por el aumento de la ocupación (reducción del “ejército industrial de reserva” que funcionó como el gran disciplinador de los ‘90) Sin embargo, cuando a partir de 2006/2007 los asalariados comienzan a intentar avanzar sobre la situación de 2001, se profundiza la puja por la distribución del ingreso vía inflación.
La resistencia del agro pampeano a mayores retenciones habría venido a “terciar” en esta disputa a la vez que intentó “subordinar a los asalariados y a la producción industrial a su propio proceso de acumulación de capital”. En otras palabras, el agro comienza su lucha por la hegemonía. Su base es la inmensa acumulación de riqueza generada desde mediados de los ‘90 por el proceso de sojización. Según los investigadores, no se trata sólo de la reacción frente a un impuesto “confiscatorio” ya que, a pesar de la 125, habían conseguido aumentar en un 45 por ciento interanual su rentabilidad por hectárea. El principal aporte de Basualdo y Arceo es la caracterización de este bloque: los mayores propietarios de tierras que hoy conducen el capitalismo agrario pampeano, explican, son la continuidad de la oligarquía agropecuaria que fundó el Estado moderno. En su cúpula están presentes las dos fracciones que se sucedieron en la conducción de la clase en su conjunto, la puramente agraria, que condujo durante la etapa agroexportadora de principios del siglo XX, y la que además se diversificó a otros sectores de la economía y que condujo durante la ISI. La extranjerización de la industria local en la segunda mitad de los ‘90 “debilitó” a esta segunda fracción, que luego de vender sus empresas se volvió financiera, con inversiones financieras en el exterior producto de la venta de empresas, además de agropecuaria. En la actual etapa esta fracción ya no le disputa la industrialización al capital extranjero, ahora hegemónico en la industria, sino que vuelve a centrarse en la producción agropecuaria, en particular por los altos precios de los commodities. La conclusión de los investigadores es que “la fracción hegemónica está conduciendo a la oligarquía en su conjunto a la recuperación de sus posiciones en la economía real a través de la expansión de la producción agropecuaria. Sin disputarle al capital transnacional el control de la producción industrial, pero sí condicionándolo”. Esta es la nueva forma que adquiere, un cuarto de siglo después, la disputa campo-industria.
El escenario internacional en el largo plazo es de altos precios de los commodities agrarios. Esta es una oportunidad “para el país”, y en particular, para el sector que pugna por su hegemonía. En un trabajo de marzo pasado sobre la relación entre las retenciones y la política económica argentina, el economista Humberto Zambón reconoce esta oportunidad, pero la subordina al destino que tendrá el excedente económico que se genere: “Si beneficia a unos pocos, explica, se acentuará el proceso de concentración de riqueza, la distribución del ingreso se volverá más inequitativa y, parte al menos, terminará en inversiones o depósitos en el extranjero. Por el contrario, si es socializado con la intervención de un Estado fuerte que permita destinarlo a conservar una elevada tasa de crecimiento de la industria y de la economía en general, buscando una inclusión e igualación social, con distribución más justa del ingreso, serviría para el desarrollo económico y social del país”.
Después de las elecciones legislativas, y a un año del bochazo a la 125, la relación de fuerzas parece inclinarse hacia la primera opción, lo que, dada la importancia numérica de los sectores que pueden verse excluidos del futuro reparto del excedente, permite augurar a mediano plazo un crecimiento de la conflictividad social
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