Dom 09.08.2009
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ENFOQUE

Ortodoxias nuevas y viejas

› Por Juan M. Graña *

Frente a la crisis vuelven a escucharse voces que reclaman medidas para intentar restablecer el crecimiento económico logrado en los últimos años. Con pequeñas diferencias, casi todas sostienen que debe llevarse a cabo una nueva elevación del tipo de cambio, de manera de recuperar la competitividad perdida por la inflación y, en consecuencia, reimpulsar el crecimiento económico e industrial. La única prescripción de tal política, debido a la experiencia de los últimos años, es la recomendación de reducir el ritmo de crecimiento del consumo público para evitar nuevos aceleramientos de la inflación. Ahora bien, ¿cómo puede esta propuesta llevar a un esquema de acumulación de capital con incrementos en los salarios reales?

En primer lugar, vale preguntarse qué caminos tiene la devaluación para impulsar la economía. El más provechoso pareciera ser el incentivo a las exportaciones que, encadenamientos mediante, dinamiza a los demás sectores. Pero para ello se necesita precisamente esa condición clave: importantes encadenamientos internos de esas actividades exportadoras en materia de empleo e insumos. Pero los productos exportados por el país no poseen un elevado grado de elaboración. Directa e indirectamente, lo único que le confiere a un proceso devaluatorio la cualidad de “exitoso” es la reducción en términos internacionales del valor del salario pagado en Argentina. Pero como esas mercancías exportadas conforman la canasta de consumo de la población, entonces también se reduce el salario real. En otro momento político estos analistas señalarían que para evitar tal efecto deben elevarse las retenciones, pero es difícil pensar que hoy –después de la 125– eso sea factible.

Dada esa imposibilidad, se reemplaza esa secuencia lógica por la sospecha de que tal efecto regresivo sobre el salario real será “pequeño”, debido a que la débil demanda en el contexto recesivo actual pone límites a la elevación de precios. Parece ser, entonces, que la cuestión se reduce a saber si será grande o pequeña la caída del poder adquisitivo del salario. Si fuera lo segundo (por las condiciones que señalan los ortodoxos actuales), también será reducido el impulso a las ganancias de las empresas y, por ende, poco logrará la devaluación. Entonces, ¿para qué depreciar el peso? En cualquier caso, su afirmación es dudosa.

Siguiendo el argumento, algunos señalan que, una vez concretada la devaluación, ésta permite “ganar tiempo” y conseguir la necesaria transformación del sector productivo para incrementar su productividad de manera de poder competir en el mercado mundial. Hay que entender que ese “tiempo” no provoca nada por sí mismo, y es sólo mediante políticas industriales que logra objetivos. Queda claro entonces que el antecedente más inmediato ha sido desperdiciado, ya que en los años recientes no hubo ningún tipo de cambio estructural. ¿No se debería entonces discutir tales políticas, como están haciendo diferentes países del mundo, en lugar de debatir una nueva devaluación?

Otro de los argumentos que esgrimen estos economistas es que la anterior devaluación al menos “concedió” mayores niveles de empleo. Pero recurrentemente –por desgracia– aparece el debate que opone el mantenimiento del empleo con el crecimiento de las remuneraciones reales (a la usanza de los comunicados de las entidades empresarias). Hoy se verifica que cuando se estaban por recuperar los niveles salariales pre-devaluación (hacia fines de 2006), se disparó la inflación y así comenzaron los pedidos de devaluación. Durante los noventa, la Convertibilidad impedía reclamos en ese sentido, los cuales se reciclaban en pedidos de mayor “flexibilización”. Y no se trata de una comparación entre estos dos períodos: ya desde mediados de los años setenta las recomendaciones de política van en el sentido de presionar sobre las remuneraciones reales para “mantener” el crecimiento económico.

Flaco favor se les hace a los trabajadores con las propuestas de los economistas ortodoxos noventistas y actuales (que finalmente no resultan ser tan distintos). A su vez, pocos “incentivos” a la inversión se están generando si cada vez que se reducen las extraordinarias ganancias empresariales producto de la recuperación del salario real, hay compensaciones vía devaluación o “flexibilización”. ¿Qué necesidad hay de reinvertir ganancias si la riqueza y supervivencia en la competencia no depende de que se haga? ¿Qué potencia tiene la devaluación para impulsar esa acumulación? Si las ventajas a la inversión no alcanzaron sus objetivos en un contexto de gran bonanza, ¿por qué serían suficientes en un contexto recesivo mundial?

Frente a ello, hoy existe lugar para pensar en alternativas que no reproduzcan esa lógica. Como simples líneas de pensamiento, se debería considerar políticas que premien los incrementos genuinos de productividad logrados a través de la innovación y ampliación de la escala productiva, al tiempo que se impulsa a las empresas a seguir ese camino por medio de la competencia. Ya sea mediante los necesarios incrementos salariales rezagados desde hace años, o la reducción de los márgenes de protección efectiva ya ocasionados por el proceso inflacionario, o el financiamiento a cargo del Estado. No se trata de ver si la caída es pequeña o grande o si vale la pena tal “esfuerzo” por parte de la clase trabajadora, se trata lisa y llanamente de no repetir la historia. Y, cuestión central, plantear un esquema de acumulación que permita el crecimiento económico con incrementos sostenibles en los salarios reales. En este sentido, una devaluación hoy no hace más que evitar tal discusión hasta la próxima crisis.

* Investigador en Formación Conicet/Ceped–UBA
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