Domingo, 20 de septiembre de 2009 | Hoy
ENFOQUE
Por Roberto Feletti *
La crisis internacional de 2008 resucitó en el imaginario argentino, sobre todo en el de aquellos que toman decisiones de inversión en el sector privado, una concepción largamente conocida: se acababa el ciclo de crecimiento y era hora de convertir los excedentes acumulados en dólares para sacarlos del país o del sistema económico. Esto fue lo que ocurrió en 1975, 1981-1982, 1989-1990, 1995, 2001-2002. El “Rodrigazo”, la crisis de la deuda, la “Híper”, el “Tequila” y el fin de la Convertibilidad podría afirmarse que tuvieron fecha cierta para permitir la generación de un doble movimiento: realizar las ganancias en dólares acumuladas en los años previos y sacarlas del circuito económico local. Este comportamiento, reproducido a lo largo de tres décadas en forma cada vez más sofisticada y sistemática por los grandes grupos económicos y subordinadamente por casi toda la población con capacidad de ahorro, dio como resultado la bimonetización de hecho de la economía argentina. El peso es una moneda que se demanda para transacciones pero nunca como reserva de valor. El menor atisbo de crisis transforma los ahorros en dólares y los atesora.
Se ha escrito demasiado ya sobre el impacto negativo para la economía argentina y sus habitantes, de este comportamiento perverso del poder económico, con sus consecuencias en el empleo, el salario, la solvencia del sector público y sobre todo en el modelo productivo del país. En efecto, buena parte de las ganancias obtenidas desde mediados de los ‘70 hasta el fin de la Convertibilidad eran excedentes valorados financieramente al compás de los desequilibrios de un Estado condenado al endeudamiento perpetuo.
La segunda fase de maximización de ganancias obtenidas a través de esta vía por parte de los grupos empresarios más concentrados se centraba en esperar que el crac económico depreciara el valor de los activos reales, para poder recomprarlos a menor valor, al final de la crisis; aumentando de este modo la concentración de mercados, la centralización del capital y el deterioro del nivel de vida de la población y la perspectiva de iniciar un nuevo ciclo de acumulación desde la misma lógica.
Ahora, cabe preguntarse, entonces, por qué a un año del inicio de la crisis internacional, no ha ocurrido lo mismo. A pesar de que los grupos empresarios dolarizaron sus carteras y los agentes económicos más atomizados también lo hicieron subordinadamente no hubo crac, no se hundió el nivel de empleo ni de salario ni se depreció el valor de los activos reales. No es casual que numerosos voceros empresariales reclamen, con sorpresa y visible enojo, un cambio de régimen que acabe con “el Estado depredador”, que en definitiva lo que hace es impedir una nueva depreciación.
Las razones fundamentales de este comportamiento diferente de la economía argentina frente a una crisis que intentaba clausurar un ciclo son la solvencia del sector público. El proceso político iniciado en 2003 resolvió dos factores clave que provocaban el déficit crónico de las cuentas fiscales: el peso de los servicios de la deuda pública y el desbalance del sistema previsional causado por la reforma de 1994. La reducción de los servicios de la deuda –cuantitativamente y como porcentaje del PBI– a partir de la reestructuración y la existencia de ingresos fiscales en moneda dura a través de los Derechos de Exportación permitieron sostener una ecuación fiscal superavitaria y simultáneamente expandir el gasto social y la inversión pública, sin recurrir a nuevos compromisos para el Estado. A esto se le sumó la resolución de lo que explicaba el 70 por ciento del déficit corriente, que era un sistema previsional en el que el Estado comprometía el pago de haberes y las AFJP recibían los aportes.
La solvencia fiscal alcanzada después de un lustro impidió que la Argentina corriera el mismo destino que en crisis anteriores. Con menor endeudamiento, ingresos estatales en moneda dura y sin déficit corriente, el impacto de la crisis no tuvo los efectos catastróficos de otrora, y por lo tanto tampoco les permitió a quienes dolarizaban sus excedentes hacer pingües negocios oportunistas al calor de la crisis. Si bien es cierto que se dolarizó una parte importante del excedente en el último año, no lo es menos que ese cambio de cartera lo único que ha provocado es una desaceleración de la tasa de inversión privada en el país. La solidez de la política fiscal monetaria y cambiaria frenó cualquier ataque especulativo contra nuestra moneda y preservó el poder adquisitivo del salario y las jubilaciones. Quienes han atesorado dólares en esta oportunidad a la espera de poder apropiarse de activos productivos a precios de saldo, lo único que han hecho es inmovilizar ahorros sin rentas y desperdiciar interesantes oportunidades de inversión en un contexto macroeconómico crecientemente amigable.
Se ha quebrado esa suerte de maleficio que auguraba un crac cada lustro pero, en realidad, lo que se ha roto definitivamente es un modo de hacer política económica en el cual la maximización de la ganancia dependía de una crisis que deterioraba el nivel de vida de la población y devaluaba los activos reales en detrimento de los activos financieros
* Secretario de Política Económica.
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