Dom 04.10.2009
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EL BAúL DE MANUEL

› Por Manuel Fernández López

Inventos y ahorro de trabajo

Cuando John Richard Hicks (1904-1989), Premio Nobel en Economía de 1972 (con Arrow), publicó su tesis doctoral Teoría de los salarios (1932), acaso no notó que su identificación de los factores clave de la producción era la misma que la división en clases de Karl Marx: trabajo y capital. Tal división le sirvió al economista inglés para clasificar los inventos que ocurren en la producción, según que esos inventos aumenten, no cambien, o reduzcan la relación entre la productividad marginal del capital y la productividad marginal del trabajo. En el primer caso, los inventos son “ahorradores de trabajo”, en el segundo “neutrales” y en el tercero “ahorradores de capital”. El primer caso coincide con los inventos de máquinas industriales típicas de la Revolución Industrial inglesa, que en la primera mitad del siglo XIX causó tanta miseria y desempleo, y tantos alzamientos obreros en Inglaterra, y que motivó muchos estudios de economistas como John Stuart Mill y el propio Karl Marx. En su celebérrimo Tratado de Economía Política (1ª. Ed., 1848), escribió Mill: “Una condición estacionaria del capital y la población no implica un estado estacionario de la mejora humana. Habría tanto margen como nunca para todo tipo de cultivo mental, y de progreso moral y social... Aun las artes industriales podrían cultivarse [en el estado estacionario] tan decidida y exitosamente, con la única diferencia que en lugar de servir las mejoras industriales a ningún otro propósito más que el incremento de la riqueza, producirían su efecto legítimo, el ahorro de trabajo. Hasta el presente [1848] cabe dudar si todos los inventos mecánicos hechos hasta aquí hayan aliviado el esfuerzo diario de algún ser humano. Han permitido que una población más numerosa viva la misma vida de explotación y encierro, y que un mayor número de industriales y otros hagan fortunas. Han aumentado las comodidades de las clases medias. Pero todavía no comenzaron a concretar los grandes cambios del destino, que están en su naturaleza y en su futuro alcanzar. Sólo cuando, además de instituciones justas, el incremento de la raza humana se someta a la guía deliberada de una previsión juiciosa, las conquistas obtenidas de los poderes de la naturaleza por el intelecto y energía de los descubridores científicos, podrá convertirse en propiedad común de la especie, y el medio de mejorar y elevar el lote universal”

Crear trabajo

En la década del ‘90, el gobierno de Carlos Saúl Menem puso en vigor en la Argentina las recomendaciones del Consenso de Washington, que afectaron gravemente las condiciones laborales. Las muchas privatizaciones de empresas públicas, otorgadas a favor de capitales extranjeros –privados o públicos–, regularmente iban precedidas del despido en masa del personal mediante pequeñas indemnizaciones y planes de retiro voluntario. El brutal desapego del Estado a la frondosa legislación laboral argentina y a su deber de asistencia a los sectores sociales más débiles apenas se compensaba con la esperanza de microemprendimientos o la compra de un quiosco o un taxi. Lo único cierto y concreto era la desaparición del puesto de trabajo, que en muchos casos era la única posibilidad de preservar cierta habilidad adquirida o de llevar a la práctica cierto conocimiento. Las empresas extranjeras que asumían el control de las distintas empresas del Estado, traían sus propios modos organizativos y sus herramientas de trabajo más perfectas, como el uso de computadoras, que permitían prescindir de los antiguos trabajadores, a quienes el gobierno se había encargado ya de privar de trabajo. Las computadoras, diseñadas para ahorrar trabajo al trabajador, en realidad servían para ahorrar trabajadores a las empresas. Todos pueden recordar el novedoso aspecto del interior de los bancos, con menos personal y esas maquinitas que, sin ruido alguno, procesaban velozmente los trámites. En otro ámbito, el correo, con innumerables oficinas en todo el país, de abrir desde las 8 hasta las 20 pasó a hacerlo de 10 a 18. De tal modo, de necesitar dos turnos de trabajadores de seis horas por turno, se arregló con un único turno de ocho horas: el trabajador se vio explotado dos horas más; el usuario, servido cuatro horas menos. Cambios abruptos, como la reforma educativa (EGB, polimodal), dejaron muchos docentes afuera. Cuando la marea privatista cedió, y el Estado recuperó el control sobre ciertas actividades, no se aprovechó, sin embargo, esa oportunidad que se abría para retornar a los antiguos turnos y abrir innumerables puestos de trabajo. Todavía se está a tiempo de revertir esta política que ignora la posibilidad de volver a ocupar a quienes desempeñaron oficios calificados, contraria a los empleos dignos, tan necesarios en tiempos de recesión.

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