Dom 29.11.2009
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ENFOQUE

Pensar el Bicentenario

› Por Roberto Feletti *

En estos días se conmemoraron los veinte años de la caída del Muro de Berlín, un hecho histórico que afirmó la convergencia entre libertad de mercados globales y democracias representativas. Este proceso impactó sobre la mayoría de los Estados de economías protegidas, que se vieron inducidos a realizar reformas estructurales para garantizar la participación del mercado en la asignación de los recursos disponibles. Los cambios fueron acompañados de una modernización de los circuitos de producción y consumo, vinculándolos con el nuevo paradigma económico-tecnológico.

Fueron dos décadas que afectaron a toda la humanidad, y también a la Argentina, un país periférico siempre permeable a las grandes transformaciones mundiales, como las ocurridas durante la expansión del capitalismo industrial y la división internacional del trabajo en el siglo XIX, y durante los procesos de industrialización surgidos después de la crisis del ’30 y, con mayor énfasis, durante la Guerra Fría.

Sin embargo, Argentina abordó su inserción internacional imponiendo condiciones y matices propios, preservando el espacio nacional como un territorio viable de realización económica y social. Los límites a la extranjerización de la propiedad de la tierra en el enclave agroexportador (sobre todo con la creación del Banco de la Nación Argentina), y cierta evolución de democracia política y educación pública, iniciada a partir de la consolidación del régimen conservador, marcó diferencias en la región. Más profundas fueron éstas con la industrialización y con elevada distribución del ingreso, durante el primer peronismo.

En cambio, en el período 1990-2001, los gobernantes, clase dirigente y una porción mayoritaria de la sociedad adoptaron sin discusión alguna, ni siquiera de matices, la oferta neoliberal de libre mercado.

El modo como la Argentina se insertó en la globalización naciente estuvo ausente en todas las conmemoraciones de la caída del Muro de Berlín. Es una buena oportunidad de encararlo porque esta cuestión influye como ninguna en la celebración de nuestro Bicentenario.

Se adoptó la corriente neoliberal centrada en la privatización del sector público empresario, la desregulación de los mercados y la apertura comercial y financiera. En cinco años se pasó de la industria metalmecánica nacional al complejo electrónico importado, con una sociedad tan asombrada por la digitalización masiva e instantánea, que no reparó en los millones de compatriotas que cruzaban la barrera del desempleo para no volver nunca más. Por el contrario, se mostró resuelta a pagar el costo. Las grandes ciudades se llenaron de centros comerciales e hipermercados que traían productos sofisticados del resto del mundo, alterando y degradando el espacio urbano y rompiendo las cadenas de comercios minoristas.

Los cordones industriales desaparecieron, hundiendo a los trabajadores en el desempleo sistémico. Y por último, el tejido productivo y social que estructuraban las empresas públicas fue reemplazado por la provisión de servicios, caros y restringidos, a quienes podían afrontar la transformación de ciudadano en consumidor. Se agravaron los desequilibrios que el Estado arrastraba desde la dictadura. Los déficit gemelos, tanto de la cuenta corriente como fiscal, eran sostenidos por un tipo de cambio fijo, a costa de un voluminoso endeudamiento estatal. Sobre este mecanismo se montó la modernización neoliberal que la Argentina adoptó con un amplio consenso social.

Condicionado por el endeudamiento y la vulnerabilidad a los vaivenes de los mercados internacionales, el Estado perdió su capacidad de diseñar políticas públicas. Se vio claramente durante la crisis del Tequila (1995), cuando preservar la convertibilidad costó un millón y medio de nuevos desocupados que hicieron trepar el desempleo abierto del 12,2 al 18,4 por ciento en un semestre. Pese a todo, el Gobierno fue reelecto en primera vuelta ese mismo año, porque, a diferencia de otros países, en que las reformas pro mercado fueron menos profundas, o restringidas por el voto popular (Brasil y Uruguay), en la Argentina los comicios validaron las transformaciones neoliberales.

Es más, durante este tiempo predominó la idea de que el Estado no era el lugar para definir políticas de transformación, sino que cualquier gobierno debía respetar las severas restricciones impuestas, por el tipo de cambio fijo, los desequilibrios externo y fiscal y la deuda.

El crac del 2001 fue ante todo un default de los mercados que se negaron a continuar financiando ese esquema, y no el producto de una coalición político-social, que presionara por su modificación. El cambio de rumbo se podría haber hecho sin el cataclismo social que se provocó.

De la crisis emergió un modelo con tipo de cambio flotante, superávit de las cuentas públicas y la balanza comercial que redujo el peso de la deuda sobre el PBI. Se produjo también el hecho político-económico más importante de las últimas tres décadas: la recuperación de la capacidad del Estado de generar políticas públicas para alterar la distribución social de bienes y servicios, consagrando el territorio nacional como un espacio de definiciones autónomo del mercado internacional.

Este cambio estructural tampoco es suficientemente debatido. Hoy la gestión del Estado tiene márgenes de acción mucho mayores, que dependen de la voluntad de los gobernantes democráticamente elegidos y no de las restricciones del mercado. Tal vez éste sea el principal factor de los conflictos políticos en curso. La voluntad del actual gobierno de acelerar la reparación social, medida en empleo, salario, derecho previsional y coberturas masivas no contributivas refleja que el Estado tiene capacidad de decidir, lo que le otorga un sentido sustancialmente distinto al voto y tuerce el rumbo que se había fijado después de 1989.

El Estado, como redistribuidor social, es el determinante de una tensión política que remite ineludiblemente a otros períodos históricos. La derecha neoliberal impulsa la restauración del rumbo pro mercado; el Gobierno la enfrenta. El interrogante más grande se encuentra dentro de la propia sociedad, que no atina a construir una identidad política que pueda saldar esta puja.

En síntesis, la caída del Muro abrió un proceso nacional novedoso, no suficientemente debatido, que va desde el aval electoral a profundas reformas de mercado hasta la recuperación de un modelo de Estado que defiende a la sociedad y al territorio nacional de las presiones del poder económico libremercadista

* Secretario de Política Económica.

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