› Por Pablo J. Mira
Dos artículos periodísticos recientes de Guido Sandleris, director del Centro de Investigación en Finanzas de la Universidad Torcuato Di Tella, y de Federico Sturzenegger, presidente del Banco Ciudad, exhiben una fe desproporcionada en la explicación unicausal del fenómeno inflacionario: en este caso, la emisión monetaria. Pero vale proporcionar una perspectiva más amplia sobre las múltiples causas de la inflación que conciernen al caso argentino, muchas de ellas extensamente desarrolladas durante décadas por la literatura especializada.
La explicación monetarista de la inflación suele descansar en un sofisma: utilizar un caso extremo como ejemplo, para luego generalizarlo. Sandleris indica que si el Gobierno decreta que el valor del dinero circulante es diez veces mayor, entonces el exceso de demanda inducirá una suba de precios. El razonamiento entre puntas es correcto, pero cabe una aclaración: esta decisión no inducirá ningún exceso de demanda intermedio, sino que definirá instantáneamente una nueva norma nominal. Más simple: los agentes tomarán nota inmediatamente de que todo debe multiplicarse por diez. En esencia, lo que el Gobierno hizo es modificar la unidad de cuenta de la economía, equivalente a cambiar el signo monetario: ninguna persona en sus cabales expresaría ahora ningún precio en la vieja moneda.
¿Prueba el ejemplo que, como adujo célebremente Friedman, la inflación es siempre y en todas partes un fenómeno monetario? No. Lo que prueba es que en circunstancias extremas precios y salarios siguen la norma nominal. Pero aplicar estos casos extremos a la comprensión de cualquier episodio inflacionario equivale a considerar realista la telepatía porque la mecánica cuántica predice que a nivel subatómico las partículas logran captar información a distancia.
Los experimentos naturales de variaciones bruscas en la cantidad de dinero son poco comunes, lo que dificulta verificar la teoría monetarista. En general, eventos de emisión mayores al 10 por ciento suceden si:
1) ya existe una importante inercia inflacionaria; 2) la economía atraviesa una grave recesión (el caso de la crisis internacional actual), o 3) surge un profundo desequilibrio fiscal.
En el caso 1) no es posible identificar la causalidad en la correlación entre dinero y precios, puesto que un episodio inflacionario no originado por emisión monetaria induciría a un Banco Central racional a acompañarla creando dinero suficiente para evitar una recesión. Para el caso 2) la evidencia es clara: la emisión no produce inflación inmediata sino que contribuye a recuperar la actividad económica. El caso 3) refleja algunas características de nuestro pasado, cuando la imposibilidad de cobrar impuestos o colocar bonos para pagar gastos básicos obligaba a cobrar el “impuesto inflacionario”.
El problema de la inflación en Argentina es más complejo que lo que indica la visión monetarista. No es tan difícil de comprender. En los últimos años Argentina ha sufrido episodios inflacionarios con causas que claramente dominan a otras y no presenta, como se ha dicho, una convergencia hacia un régimen de alta inflación al estilo de los ‘70 u ‘80. En 2002 el shock cambiario provocó un alza de precios de los transables. Con el alto crecimiento, en 2005 y 2006 los no transables recuperaron posiciones. En 2007 y 2008 la burbuja de precios internacionales de commodities agregó presión. La recuperación del empleo en un contexto inflacionario dio lugar también a una creciente presión para defender salarios y cierta apreciación cambiaria convenció a algunos industriales de que era hora de pujar por sus ganancias. El Gobierno, en su afán de profundizar los cambios sociales, aceleró el gasto público sin compensar con mayores gravámenes. Finalmente, la proliferación de estimaciones de la inflación sumaron dinámica a las expectativas. En este racconto, no hay ni noticias de una emisión monetaria activa; al contrario, la cantidad de dinero operó acomodándose a estos sucesos antes que ser su causa original.
Estos hechos puntuales fueron desembocando en una propagación inflacionaria en la cual los factores causales se funden y se confunden. Atacar un solo aspecto del problema hará perder posición relativa a ese actor sin evitar la inercia inflacionaria. Desacelerar drásticamente los salarios no necesariamente atenuará las expectativas y la remarcación de precios. El atraso cambiario en una economía que prescinde del dólar como ancla inflacionaria erosionará las ganancias de los exportadores industriales, pero no tardará en afectar el empleo y la sustentabilidad externa. Violentar un gasto público progresivo si las expectativas inflacionarias no se basan enteramente en él redundará en profundas desmejoras de la situación social. El contexto pide actuar dosificadamente y en varios frentes al mismo tiempo, y no apelar a primitivos argumentos largamente contendidos en la teoría y con insuficiente evidencia empírica en la práctica.
La profesión ganará mucho si se aplica un baño de modestia. Cumpliendo con las recomendaciones de los economistas más prestigiosos del mainstream, el mundo sufrió la mayor crisis de los últimos ochenta años. Afirmar, como lo hace Sturzenegger, que los economistas sabemos cómo controlar la inflación no es siquiera un alarde, es una impostura aventurada. Limitar el crecimiento de los agregados monetarios tiene efectos contractivos sobre la inflación y la actividad, y los economistas todavía no logramos solucionar una sin dañar a la otra. En otras palabras, falta resolver lo más importante, y no está mal que la gente lo sepa
* Docente UBA.
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