CONDICIONES LABORALES PRECARIAS DE LOS PEONES RURALES
La calidad del empleo y los niveles salariales están entre las variables críticas aun en contextos de aceleración de la productividad agrícola. Los ingresos de los trabajadores del campo los ubican cercanos a la línea de indigencia o de pobreza.
› Por Guillermo Neiman *
Las presentes condiciones de crecimiento y de reorganización de la agricultura, que sucede no solamente en la Argentina sino también en otros países de América latina, han actualizado un antiguo problema del sector: su capacidad para generar empleo y también para garantizar su calidad. En los años ’90, la situación del empleo en la región pampeana era presentada en términos de “menos pero mejores puestos de trabajo”. La concentración económica, el cambio técnico y la modernización empresaria, según los defensores del modelo de esa época, interactuarían para conformar un verdadero círculo virtuoso que derramaría sus beneficios incluso a uno de los sectores más vulnerables de nuestra sociedad: los trabajadores del campo.
Veinte años después esta afirmación ha probado ser, por lo menos, ilusoria. Una investigación del CEIL (Conicet) y el INTA sobre la demanda de empleo en veinte rubros agrícolas que explican aproximadamente el 80 por ciento del producto agropecuario nacional arriba a conclusiones disímiles. Si bien de ese conjunto hay ocho producciones en las que los requerimientos absolutos de trabajo se incrementan, solamente en dos de ellas crece el empleo de trabajadores permanentes cuando se compara la estructura ocupacional de las empresas más grandes y modernas respecto de las pequeñas o familiares. Además, en más de la mitad de los rubros analizados aumenta la participación relativa de los trabajadores no permanentes o transitorios. Esto vuelve más inestable la estructura ocupacional del agro y confirma una tendencia sobre la cual ya hay acumulada una evidencia importante.
La especialización agrícola modifica significativamente los volúmenes de empleo. Por ejemplo, en base a una tecnología media, el empleo directo generado por una hectárea de soja es de cuatro horas al año mientras que la caña de azúcar en Tucumán o el algodón en Chaco insumen aproximadamente 150 horas por hectárea/año y puede llegar a las 250 horas en el caso del olivo en Catamarca. O sea que cada dos hectáreas de algodón que son sustituidas por soja se pierde un puesto de trabajo directo o, dicho de otra manera, se necesitan 40 hectáreas de soja para equilibrar la pérdida de empleo que se genera cuando sale de la producción una hectárea de caña. Con respecto a la calidad del empleo agrícola, los niveles salariales están entre las variables críticas más difíciles de modificar aun en contextos de aceleración de la productividad agrícola. El bajo cumplimiento de la normatividad salarial junto con la no registración que afecta a los trabajadores agrícolas en general son las causas principales de una situación en la que ser trabajador en el campo pasa a ser sinónimo de “trabajador pobre”, al menos para una mayoritaria franja de ocupados en el sector. A esto se deben sumar las formas de remuneración vigentes, especialmente el “pago a destajo” entre los trabajadores no permanentes que implica una intensificación de su explotación con jornadas más extensas, mayores riesgos y condiciones de trabajo más precarias.
En este sentido, las brechas salariales entre los trabajadores agrícolas muestran situaciones especialmente desfavorables para los no registrados, los trabajadores de temporada, los trabajadores jóvenes y las mujeres, en ese orden. Además, el hecho de que los ingresos de muchos de estos hogares de trabajadores se ubiquen cercanos a la línea de indigencia o de pobreza hace que cualquier eventualidad que los afecte –sea que tenga que ver con lo estrictamente laboral o con circunstancias personales o familiares– hace que los mismos evolucionen más o menos automáticamente a cualquiera de esas condiciones.
Estudios recientes de la Cepal (2008) y de la FAO (2010) para seis países de la región (entre los que no se cuenta la Argentina dado su histórico déficit en estadísticas laborales para el medio rural) muestran algunas evidencias preocupantes en ese sentido. En primer lugar, mientras que la disminución de la indigencia urbana alcanzó el 22 por ciento, el retroceso de la indigencia rural fue del 15 por ciento. Incluso, en un contexto de estabilización o caída de los salarios agrícolas, los ingresos de los hogares rurales han crecido –en los casos de Brasil y Chile–, pero por efecto de los ingresos no laborales. Esto es, las políticas sociales han resuelto lo que el mercado de trabajo no pudo. Asimismo, el crecimiento del empleo informal o sin acceso a seguridad social en las grandes empresas no se ha detenido, a pesar del ciclo expansivo de la agricultura y, por último, se señala a la difusión de formas mercerizadas de contratación –opción preferida por los empresarios– como responsables de incrementar las situaciones de precariedad laboral
* Investigador del CEIL (Conicet), docente de Flacso y UBA.
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