LA TASA DE INFLACIóN EN CONTEXTO HISTóRICO
La discusión sobre la evolución de los precios se ha ubicado como el principal tema económico de la pelea electoral. Esta actitud parece olvidar la muy traumática relación de la sociedad argentina con la inflación.
› Por Matias Rohmer *
La inflación se ha convertido, desde al menos hace cuatro años, en materia de debate en el país. Es, sin duda, la variable económica más problemática para el Gobierno y, seguramente, la única en la cual la oposición ha encontrado un flanco débil en la política económica oficial.
Más allá de la discusión en torno de la auténtica tasa anual de inflación, así como del más importante análisis acerca de cuál es su verdadera causa, una sensación parece ya instalada en la sociedad: la inflación ha vuelto. Esta sensación, legítima al analizar rubros como alimentos y bebidas, es a su vez reforzada por el discurso de la oposición política, los medios de comunicación enfrentados al Gobierno y aquellas consultoras privadas ligadas a concretos intereses económicos. Los desmanejos oficiales en el Indec no han hecho más que echar leña al fuego.
Sin embargo, más allá de su legitimidad, esa postura conlleva dos riesgos: primero ha convertido a la inflación en eje de su discurso económico, retroalimentando así los miedos, la especulación y las actitudes preventivas. En segundo lugar, esta actitud parece olvidar la muy traumática relación de la sociedad argentina con la inflación. Todo parece transcurrir como si nunca nuestro país hubiera sufrido la dramática experiencia de la hiperinflación o convivido durante años con índices inflacionarios de tres dígitos.
Si se analizan series estadísticas, se llega a una primera conclusión: la inflación comienza a ser un problema hacia mediados de los años ’40 y, desde los años ’50, será una constante hasta la década de 1990. El anexo estadístico del libro El ciclo de la ilusión y el desencanto, de los economistas Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, ofrece un útil panorama. Se observa que desde 1900 hasta 1944, el mayor índice de aumento de precios al consumidor se registró en 1918 con un 26,2 por ciento, mientras que la década de 1920 estuvo caracterizada por la deflación en un promedio del -1,6 por ciento. Los años ’30, marcados por los efectos de las crisis mundial, arrojaron una tasa promedio también negativa del -0,6 por ciento.
Ya los años ’40 comenzaron a mostrar tasas promedio positivas de aumento de precios al consumidor. Pero si en esos años los argentinos parecían descubrir un problema relativamente desconocido, todo sería peor en las décadas siguientes. En efecto, aquel 1944 fue el último año en que se registraron tasas inflacionarias negativas hasta 1999. Asimismo, entre 1944 y 1991 (inicio de la convertibilidad) sólo siete años registraron una inflación menor al 10 por ciento, mientras que en diecisiete años ésta fue superior al ciento por ciento. En cinco ocasiones fue cercana o superior al 500 por ciento. En este contexto, la década de 1950 arrojó una tasa promedio de 31,1 por ciento, y en esos años el país enfrentó, por primera vez en el siglo, tasas inflacionarias de tres dígitos: 1959 cerró con un 129,5 por ciento anual. Los años ‘60 no afrontarían esta última experiencia, pero el promedio de la década fue alto (22,8%), con un pico de 31,9 por ciento en 1966.
Hasta aquí el panorama ya era complejo, pero todo sería aún más grave en los años ’70 y ’80. De hecho, en 1970 se asistió al primer cambio de signo monetario desde 1881: el Peso Ley 18.188 reemplazó al viejo y desvalorizado Peso Moneda Nacional. En el transcurso de esa década se puede diferenciar entre el primer y el segundo lustro. De 1970 a 1974, la inflación pareció estar “controlada” para lo que ya eran los cánones argentinos. Esos cinco años registraron un promedio de 38,3 por ciento de aumento de precios al consumidor. Todo fue peor en la segunda mitad de la década, años que coinciden, mayormente, con los de la feroz dictadura militar. Esta última, aplicando lineamientos de la escuela monetarista en materia de control de inflación, y apoyada en la abierta represión a la protesta obrera y social, no logró, sin embargo, controlar el problema inflacionario. Al contrario, de 1975 a 1979 el país registró un nuevo record: cinco años seguidos con una inflación anual de tres dígitos. A saber, 1975, 182,4 por ciento; 1976, 444 por ciento; 1977, 176 por ciento; 1978, 171,4 por ciento; y 1979, 163,4 por ciento. El promedio de esos cinco años da un 227,4 por ciento, y la dictadura cerró su ciclo económico con la necesidad de emitir una nueva moneda en 1983, cuando el Peso Argentino reemplazó al Peso Ley. Sin embargo, el mayor drama aún estaba por venir.
Los años ’80 no tienen parangón con nada conocido en el pasado ni, mucho menos, con el presente. En esa década, sólo en el año 1986, con un 90 por ciento, registró cifras de inflación anual menor a tres dígitos. Los nueve años restantes el país vegetó en un marasmo económico que osciló entre la inflación descontrolada y la tragedia hiperinflacionaria. Mientras, la sociedad afrontaba la desafortunada experiencia de utilizar tres distintos signos monetarios en una misma década: Peso Ley, Peso Argentino y Austral (el Peso Argentino sólo sobrevivió a dos años de inflación). En ese marco, 1983 y 1988 tuvieron tasas superiores al 300 por ciento anual, mientras que 1984 y 1985 registraron aumentos por encima del 600 por ciento. Los años 1980, 1981 o 1987 fueron “normales”, con tasas que oscilaron entre 100 y 140 por ciento, pero todo estalló en 1989 con la hiperinflación del ¡3079 por ciento! que deshizo el Austral apenas cinco años después de su lanzamiento. Viene bien recordar estas cifras, ya que en la memoria colectiva parecen haber quedado grabadas sólo aquellas duras imágenes de los saqueos y el desborde social, como si todo ello hubiera sido efecto del descontento con una inflación del 5 o 10 por ciento anual. La tasa promedio de los años ‘80 arrojó un 565,6 por ciento.
Aún faltaba superar el primer año de la gestión menemista, cuando la hiperinflación volvió a estallar con una tasa del 2314 por ciento. El Plan de Convertibilidad, con sus nefastos costos en materia de endeudamiento externo y desindustrialización, lograría apagar el fuego inflacionario hasta llegar a aquel 1999, cuando, después de 55 años, los argentinos volvieron a conocer la deflación de precios, que era la expresión, en realidad, de una fuerte recesión económica.
Frente a esta experiencia histórica, sería útil que la dirigencia política así como los responsables de la información recordaran estas cifras al momento de debatir sobre el actual problema inflacionario, en la medida en que, en un país que tiene un pasado tan problemático en la cuestión, no se puede ser irresponsable y “jugar con fuego” por un voto más o un voto menos
* Licenciado en Ciencia Política (UBA).
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