› Por Cenda *
El famoso y tan polémico “modelo económico” vuelve a colocarse hoy en el centro de la discusión. Pese a que la dirección política y económica del Gobierno logró el respaldo de la “mitad más uno” de los votos, los especialistas parecen haber arribado a un consenso perturbador: el modelo –sostienen– está agotado. Esta caracterización no es exclusiva de la ortodoxia económica sino que buena parte de la heterodoxia acusa también la necesidad de un cambio de rumbo.
Revisemos el diagnóstico. Varios son los aspectos que marcan variaciones en el patrón de crecimiento iniciado en 2003: la paulatina reducción del superávit externo, una menor elasticidad empleo-producto y un piso inflacionario alto y difícil de perforar parecen indicar que la economía se encaminaría a un régimen de funcionamiento no tan virtuoso como el que exhibió en el período 2003-2007.
¿A qué obedecen estos cambios? Para sorpresa de algunos, y saturación de unos pocos, la variable “vedette” de la post-convertibilidad vuelve a hacer su aparición: el tipo de cambio real.
La cadena de razonamiento del grueso de los economistas es la siguiente: la apreciación real que sufre la Argentina sería la responsable del fuerte incremento de las importaciones y del consecuente freno en el ritmo de sustitución de importaciones, lo cual explicaría la menor creación de empleo y, a la vez, dificultaría el crecimiento de las exportaciones no tradicionales debido a la pérdida de competitividad.
Desde Cenda, a lo largo de toda esta etapa de elevado crecimiento, hemos manifestado nuestro profundo desacuerdo con dos tipos de explicaciones teóricas mono-causales de la expansión de la post-convertibilidad: la hipótesis del “viento de cola”, según la cual la economía argentina crece impulsada exclusivamente por condiciones externas favorables; y la del Tipo de Cambio Real Competitivo y Estable (Tcrce), según la cual la economía argentina se expande gracias a la dramática reducción del salario real resultante de la devaluación de 2001/2.
Estas dos caracterizaciones del proceso de crecimiento en la post–convertibilidad son erradas, pues omiten el rol central que han tenido, al amparo de una protección cambiaria que fue combinada con retenciones a las exportaciones, dos elementos centrales del esquema macroeconómico:
1. El impulso fiscal, en especial a partir de 2006.
2. La recuperación del salario real.
Estos dos pilares, inadvertidos por muchos, de la política económica actual se han convertido en los motores de crecimiento de la demanda doméstica, permitiendo la recuperación y consolidación de un mercado interno devastado por tres décadas de deliberada desindustrialización y destrucción de las capacidades de intervención del Estado.
No sorprende, no obstante, que ambas explicaciones convencionales concluyan que el modelo está agotado y que, en consecuencia, los lineamientos de política económica implementados desde 2003 deben modificarse sustancialmente.
Para los defensores de la hipótesis del viento de cola, las nuevas condiciones internacionales y la dinámica doméstica obligan a implementar políticas pro-mercado que apunten mejorar esa entelequia carente de todo contenido que es el “clima de negocios”, con el fin de incrementar el ingreso de divisas mediante la recepción de una mayor cantidad de inversiones extranjeras directas o por medio del regreso a los mercados internacionales de capital. Así, olvidando por completo las causas del último colapso económico local, la gran crisis de 2001, los economistas ortodoxos (y también, por qué no decirlo, algunos heterodoxos) sostienen la conveniencia de abrazar el endeudamiento externo como forma de continuar con la paulatina apreciación cambiaria. Las consecuencias de esta estrategia son conocidas por todos: importaciones baratas, destrucción de la industria local y crecimiento del desempleo. Es decir, empeoramiento de las condiciones de vida de la gran mayoría, para el bienestar incrementado de apenas unos pocos privilegiados.
Por otro lado, los defensores del Tcrce abrevan en la recuperación del –de acuerdo con ellos– único pilar del modelo. Para ello sería necesario implementar una devaluación que permitiera recuperar la competitividad rápidamente. Es decir, lisa y llanamente reducir los salarios, tanto en dólares como en poder de compra. Sin embargo, como reconocen la existencia de un mercado de trabajo fortalecido y de una clase obrera que, en consecuencia, ha recuperado buena parte de su poder de negociación, el aumento del tipo de cambio nominal debería ser acompañado por una serie de medidas contractivas que neutralizaran el impulso inflacionario de la devaluación. Es decir, la receta para recuperar competitividad combina ajuste fiscal y ajuste salarial, aunque la mayoría de las veces sus defensores omitan explicitarlo.
Bien visto, lo que se ha extenuado no es el modelo. Lo que está absolutamente agotado es la matriz de pensamiento de estos economistas, matriz que ha demostrado su absoluta esterilidad para comprender los determinantes del nuevo patrón de crecimiento inaugurado después del estallido de la convertibilidad.
Ni el viento de cola ni un único “macro-precio”, el tipo de cambio, alcanzan para dar cuenta de la dinámica económica del nuevo patrón, basado en realidad en un sistema de tipos de cambio múltiples para los diversos sectores (explicado no sólo por las retenciones sino por el manejo de las tarifas, los acuerdos de precios, los subsidios y las compensaciones, entre otros), que logró combinar de manera virtuosa un esquema de protección cambiaria con una paulatina recuperación de la demanda doméstica, asegurando así la creación de empleo y la recuperación del poder adquisitivo de los asalariados. Esta fue además acicateada por la recuperación de herramientas como el salario mínimo, las negociaciones paritarias y la Asignación Universal por Hijo.
En definitiva, entonces, lo que está agotado son los argumentos de la ortodoxia; y de una tímida y supuesta heterodoxia.
Cuando se adopta, en cambio, una perspectiva crítica, la idea de profundizar el modelo cobra otra significación: consiste en avanzar con prisa y sin pausa hacia la consolidación del proceso de industrialización que comenzó a asomar en la Argentina desde 2003. Y no se trata de elegir entre un proceso de endeudamiento que sostenga la apreciación de la moneda o una maxidevaluación que la revierta. Significa emplear todos los medios e instrumentos de la política económica e industrial para consolidar el proceso de industrialización, de sustitución de importaciones y de avance en la diversificación y crecimiento de las exportaciones, con el objetivo irrenunciable de sostener elevados niveles de empleo y una mejora en las condiciones de vida de los trabajadores que resulte sostenible en el tiempo.
¿Cómo lograrlo? A partir de aquí debe articularse una nueva forma de la diferenciación cambiaria que no sólo sostenga la protección a la industria sustitutiva sino que además establezca un tipo de cambio exportador más alto para ciertos sectores de la industria, para así escapar de la trampa de la autarquía del proceso industrializador. De hecho, la modificación del actual sistema de tipos de cambio múltiples probablemente sea la única forma de encauzar la heterogeneidad estructural que afecta al entramado productivo local, evitando incentivar las exportaciones con herramientas horizontales como el Tcrce.
Los tipos de cambio múltiples deben entonces diseñarse sobre la base de dos ejes: un tipo de cambio “bajo” para los bienes de capital y los bienes que componen la canasta de consumo de la clase trabajadora; y un tipo de cambio “alto” para proteger la industria sustitutiva e incentivar las exportaciones no tradicionales. Así, la protección cambiaria favorecería a la industrialización (tanto sustitutiva como exportadora), sin alimentar un proceso inflacionario.
Profundizar el modelo implica entonces repensar un esquema de retenciones que no sólo garantice la desvinculación de la inflación doméstica de la importada sino que además contribuya a redefinir el patrón de producción primaria.
Significa también avanzar decididamente en la creación de una banca de desarrollo que elimine la restricción crediticia para proyectos de inversión que resultan clave para el desarrollo nacional.
Significa articular los actuales esquemas de incentivos, de subsidios, de medidas paraarancelarias sobre la base de un plan de desarrollo que contribuya a generar un cambio estructural en la matriz productiva local.
A esta altura hay que reconocer que un sistema de tipo de cambio único no puede bajo ningún punto de vista convertir la heterogeneidad productiva en un proceso integrado de crecimiento y desarrollo.
La vuelta al endeudamiento externo o la devaluación con ajuste fiscal y salarial constituyen falsas salidas para la encrucijada actual, que lejos de permitir un avance no harían más que cargar sobre las espaldas de los trabajadores el peso del retroceso de la economía, como tantas veces ha ocurrido en las últimas décadas.
Es imposible profundizar el modelo si, en primer lugar, no se comprenden los determinantes de este nuevo patrón de crecimiento y, a partir de ello, los límites y potencialidades de un plan de desarrollo que permita avanzar en su profundización
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