Dom 18.12.2011
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Disputas de poder

› Por Claudio Scaletta

Las presiones de la CGT al Gobierno tienen dos lecturas complementarias: la económica y la política.

Algunas variables económicas no pueden tratarse en forma aislada. Por ejemplo: nivel de empleo y tipo de cambio o inflación y tipo de cambio. Por lo menos hasta el 2007, la economía experimentó una fuerte recuperación del empleo. 2008 marcó un freno y 2009 fue una anomalía debido a la crisis internacional. Desde 2010 el proceso de recuperación continuó, aunque más lentamente.

Todo esto se produjo en paralelo y retroalimentando al crecimiento de la economía. Menos desempleo y crecimiento económico supusieron, inexorablemente, mayor poder de negociación de los trabajadores, lo que, a la vez, significó mejora del salario real.

Como nada en economía ocurre en el vacío, los mayores salarios impulsaron la demanda, pero también aumentaron los costos empresarios. Aquí se vislumbra el mecanismo básico por el cual los procesos de crecimiento son acompañados por una mayor inflación: trabajadores más demandados en una economía que crece y empresarios que, frente a la mayor demanda agregada por el crecimiento pueden trasladar, ante cada aumento salarial, los mayores costos nominales a precios.

Es verdad que la inflación, considerada en abstracto, no responde a una sola causa, no hay una sola inflación. El aumento del índice general de precios también puede deberse, entre otras razones, a causas monetarias o al derrame interno de los precios internacionales. Pero en la historia local post 2003, la inflación fue motorizada centralmente por la puja distributiva. Obviamente, y para horror de los economistas tradicionales, si hay muchas inflaciones no existe una receta universal y única para combatirla, lo que pone en primer plano la relevancia práctica de un diagnóstico teórico adecuado sobre las causas reales de los aumentos sostenidos y permanentes de los precios.

El diagnóstico realizado por el Gobierno fue precisamente el aquí expuesto: que la inflación local es fundamentalmente un efecto no deseado de la puja distributiva en un contexto de crecimiento.

Por ejemplo, si los salarios crecen al 30 por ciento y la inflación es del 28 por ciento, la puja distributiva queda resuelta de manera virtuosa, salvo por un detalle en absoluto menor: el tipo de cambio. Así como los hechos económicos no ocurren en el vacío, la economía local no está sola en el mundo, se interrelaciona con otros países a través del comercio y las exportaciones, que no sólo son una fuente de divisas para las importaciones y el pago de deuda, sino uno de los componentes de la demanda agregada.

Si el nivel del tipo de cambio permanece relativamente planchado, es decir, si no acompaña la inflación, se producirá una inflación salarial en dólares, es decir una pérdida de competitividad cambiaria. Ya no resultará tan indiferente, o virtuoso, que los salarios crezcan a una tasa anual del 30 por ciento.

El problema es que planchar el tipo de cambio es una tentación porque también funciona como un control para la inflación y, con ello, reduce la conflictividad de la puja distributiva.

La clave del presente es que no se puede mantener el actual nivel del tipo de cambio y, a la vez, permitir que los salarios crezcan, por ejemplo, por encima del 20 por ciento. Al mismo tiempo, tampoco se puede devaluar sin retroalimentar la inflación y afectar los ingresos de los asalariados. Las soluciones a los problemas nunca son fáciles.

El consenso al interior del Gobierno parece ser lo que algunos economistas denominan “bajar la nominalidad”, evitar una devaluación e intentar poner un freno a la evolución de precios y salarios, algo más fácil de enunciar que de hacer.

La clave, entonces, es cómo se hace. Las vías principales son dos: se puede controlar la evolución de los salarios, la de los precios o combinar ambas.

Controlar los salarios es lo más fácil porque es una sola variable y un solo frente. Controlar los precios es más complicado económica y políticamente. Desde lo económico porque intervienen más variables, hay que negociar salarios, pero también controlar los circuitos comerciales e industriales. No haría falta un Moreno, sino 2, 3, 1000 Morenos. Desde lo político supone además un nivel de conflicto mucho mayor.

El Gobierno parece haber elegido tenuemente la opción más simple. Nada drástico, sólo evitar que el nivel de recomposición que se negocie en paritarias no se escape. Sin mayores precisiones, se habla de un tope del 20 por ciento. No es el mejor de los mundos. Este 20 por ciento es un nivel demasiado alto para frenar la nominalidad y, según la conducción de la CGT, demasiado poco para compensar la “inflación del supermercado”.

Estas razones económicas de ninguna manera alcanzan para explicar que la conducción de la CGT haya pateado el tablero al interior del bloque gobernante. Sucede que el gremio que inició la lucha es nada menos que el más beneficiado por el modelo iniciado en 2003. Por nivel de salarios puede preocuparse por cuestiones cuasi burguesas, como lo es su reclamo principal: el mínimo no imponible de Ganancias que, lejos de ser un “impuesto al trabajo”, es uno de los tributos más justos y progresivos que existen, en el que a partir de un mínimo, bien por encima del salario medio de la economía, pagan progresivamente más los que más tienen.

Luego, si la alianza CGT-Gobierno se explicase sólo por causas salariales, sería incomprensible la genuflexión del grueso de la dirigencia gremial durante la oscuridad neoliberal. Lo que en realidad parece estar en juego son disputas de poder más pedestres, las que se irán dilucidando con el paso de los días. En este marco no puede dejar de destacarse el neomoyanismo al que parece haber despertado gozosa la vieja derecha vernácula

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