INFORME ESPECIAL
No se llena ni pintada
Por Fernando Krakowiak
Con los últimos datos difundidos por el Indec, la Argentina se convirtió en un país de pobres paupérrimos, puesto que con la suba de precios casi 10 millones de personas quedaron por debajo de la línea de indigencia. Los alimentos de la canasta básica aumentaron el último año un 74,8 por ciento llegando casi a duplicar el índice promedio de inflación, tendencia que siguió en enero de este año de acuerdo con el relevamiento del Indec publicado el miércoles pasado. A comienzos de este año el Gobierno prometió que se implementaría una serie de medidas para bajar los precios de los bienes más esenciales. La propuesta incluía desde rebajas en el IVA hasta un aumento en las retenciones a las exportaciones. Sin embargo, la iniciativa duró menos que un suspiro debido al poderoso lobby desplegado por los “formadores de precios”, un selecto grupo de empresas alimentarias integrante de un oligopolio que ha sabido defender con uñas y dientes jugosas tasas de rentabilidad en el medio de la peor crisis social de la historia. Pese a la existencia de miles de pymes no más de siete grandes empresas por sector concentran entre un 60 y 90 por ciento de las ventas de alimentos y apenas dos o tres compañías son las que imponen la suba de precios.
En el mercado de galletitas, la francesa Danone (Bagley), la norteamericana Nabisco (Terrabusi, Mayco, Capri y Canale) y Arcor (Lía) concentran el 80 por ciento de las ventas. En panificación, Fargo, Bimbo y La Veneciana acumulan el 85 por ciento. La venta de aceite refinado de girasol es liderada por Molinos Río de la Plata (Pérez Companc) y Aceitera General Deheza (Grupo Urquía). En el negocio de la harina tres empresas suman el 60 por ciento y en lácteos siete compañías concentran el 80 por ciento del mercado entre las que sobresalen Sancor y Mastellone. El sector menos concentrado es el de las carnes, pero hasta el más desprevenido sabe que no se puede discutir precios sin llamar a los representantes de Swift, Quickfood, Frigorífico Cepa y Friar.
En la Argentina las inversiones en la industria alimentaria durante la década del 90 superaron los 10 mil millones de dólares. Los capitales extranjeros, en su mayoría europeos, invirtieron en el sector 6 mil millones de dólares, cifra sólo superada por las inversiones en la industria petrolera o en las empresas de servicio público privatizadas. Los 4 mil millones restantes correspondieron a fusiones o adquisiciones concretadas por capitales nacionales. El 70 por ciento de las inversiones se concentraron en aceites, lácteos, galletitas, cerveza y gaseosas tratando de aprovechar la demanda ampliada del Mercosur.
La creciente concentración y transnacionalización no es un fenómeno exclusivamente local. La apertura de los mercados nacionales durante la década del 90 contribuyó a la consolidación de un oligopolio mundial integrado por un puñado de empresas que despliegan sus fichas en mercados oligopólicos nacionales. Según un informe del economista de la Universidad de La Plata, Fernando Lavarello, las adquisiciones y fusiones de empresas en la industria alimentaria a nivel mundial llegaron a mover 66 mil millones de dólares entre 1992 y 1997, quedando muy cerca de los 86 mil millones correspondientes al complejo farmacéutico-químico.
Si bien en los mercados oligopólicos se fija un nivel de precios que está por encima del que pudiera surgir en un mercado competitivo, en todos los países las empresas no operan de la misma forma. La legislación antimonopólica vigente en la Unión Europea es muy estricta en cuanto a las reglas de competencia: modalidad de fijación de precios, presentación del producto y claridad para el consumidor. Sin embargo, en la Argentina las principales empresas del sector alimentario junto a las cadenas de hipermercados modifican los precios de los alimentos básicos a su antojo, por lo general siempre hacia arriba, sin que nunca termine de quedar claro cuál es la incidencia real de los costos en el precio final. Durante la década del 90, en la Secretaría de Defensa de la Competencia y el Consumidor no se preocuparon por controlar el nivel de precios de los alimentos, pues afirmaban que en un mercado abierto la competencia externa iba a poner freno a las maniobras abusivas de los productores locales. Más allá de la consistencia del argumento, lo cierto es que luego de la devaluación y el default el escenario cambió notablemente por el derrumbe de las importaciones. Sin embargo, fuentes cercanas al secretario de Defensa de la Competencia, Gustavo Staforini, reconocieron a este suplemento que no se ha realizado ni siquiera un estudio sobre los perjuicios que le puede estar generando a los consumidores en el período posdevaluación la concentración y transnacionalización del sector alimentario. Ahora las góndolas de los supermercados sólo tienen productos nacionales fabricados por muy pocas empresas, pero los controles siguen siendo igual de laxos.
En el mercado de los aceites se evidencia la indefensión de los consumidores. Las empresas aumentaron el aceite de girasol un 134 por ciento porque exportan el 90 por ciento y no les interesa el mercado interno. Saben que es un producto imprescindible y que, por lo tanto, la inelasticidad de la demanda hace que se dejen de comprar otros bienes, pero no de comprar aceite. La única medida “a favor” del consumidor fue lanzar una nueva línea de aceite de soja a un precio más económico aunque en el país casi ni se consume.
La suba de la carne también genera indignación entre la población. El kilo de carne picada aumentó un 89,2 por ciento y el de paleta un 96,5 durante el 2002. La disparada del dólar no parece un argumento muy sólido para justificar las subas porque sólo se exporta el 20 por ciento de la carne, privilegiándose otro tipo de cortes. Los productores afirman que se debe al encarecimiento del alimento balanceado que consumen los animales, en su mayoría importado, pero si todo el ingreso extra obtenido con el aumento se hubiera destinado a la compra de alimento balanceado las vacas deberían haberse empachado.
Las subas en el precio de la leche también responden a las especulaciones de las empresas que oligopolizan el mercado. Las leches de segunda marca aumentaron durante el año pasado un 15 por ciento más que las marcas líderes. Algo tan difícil de explicar como la diferencia de precio entre ambos productos, dado que en muchos casos la calidad de la leche es la misma, tal como lo confirmaron ante Cash fuentes del Ministerio de la Producción. Lo que sucede es que Mastellone y Sancor venden marcas líderes como La Serenísima y Sancor, segundas marcas como La Armonía y Santa Brígida, y también fabrican las marcas propias de algunos supermercados como Coto y Norte. Con este acuerdo, los híper se benefician instalando marcas propias de primera calidad y las empresas logran a cambio un lugar preferencial en las góndolas y la reducción de sus costos medios ya que siempre trabajan con un porcentaje de capacidad ociosa.
Si bien no hay pruebas que permitan afirmar que las empresas líderes del sector alimentario operan de modo cartelizado acordando precios, la gran concentración existente en los distintos sectores hace que las decisiones de las pocas empresas que lideran el mercado sean imitadas por el resto, reduciéndose el grado de competencia y fijando un alto nivel de precios que convalida ganancias extraordinarias mientras condena a la indigencia a millones de argentinos.
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