YPF Y EL CAMBIO DE PARADIGMA DE ESTADO
La expropiación del 51 por ciento de las acciones de la petrolera YPF en manos de Repsol es un hecho político que sobrepasa la discusión sobre política energética y plantea un debate ligado al rol del Estado en la sociedad.
› Por Matias Bianchi *
Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) ha sido, desde su nacimiento, eje central del modelo de Estado y sociedad en Argentina. Fundada en la década del 20, se convirtió en la primera empresa estatal del mundo y en una pieza fundamental de la consolidación del Estado moderno del país. En ese momento, la discusión se planteaba en torno de cómo el Estado empezaba a ser parte del desarrollo nacional, frente al modelo liberal de la generación de ’80. Así, YPF venía a formar parte de un proceso de transformación de un país que se complejizaba, se industrializaba y debía integrar su territorio y su sociedad. No fue casual que su centro de operaciones se localizara en Comodoro Rivadavia, que se transformaría en la punta de lanza para la ocupación de la lejana y despoblada Patagonia.
Luego de la Segunda Guerra Mundial, YPF fue parte de los vaivenes sobre las contradicciones del modelo de sustitución de importaciones y las propuestas del desarrollismo. La discusión sobre si se debía abrir a capitales extranjeros, privatizarla o dejarla como estaba, fue tan intensa que la política petrolera significó la excusa para la caída de los presidentes Perón (1955), Frondizi (1962) e Illia (1966).
Ya sin golpes militares, la transformación de YPF fue parte de la implementación del modelo neoliberal en la década del 90. En ese momento histórico se culmina el proceso comenzado por la dictadura militar de 1976. Frente a la concepción fordista de posguerra, en donde el rol central del Estado era la generación de empleo y servicios sociales, ahora se imponía una visión en la que la eficiencia y la rentabilidad eran los nueves ejes del modelo y el Estado debía subsumirse a las necesidades de la economía y por ello reducirse a un rol de regulador y retirarse del sector empresarial. El propio Estado debía manejarse como una empresa y los burócratas debían pasar a ser “gerentes” con mediciones de desempeño similares a las del sector privado.
En este contexto, en 1989 YPF es transformada en sociedad anónima, y paulatinamente se van vendiendo las acciones del Estado a la empresa española Repsol, culminando en 1999 con la entrega de la Acción de Oro. En ese momento Argentina era el “poster child” del neoliberalismo y un ejemplo a seguir por los demás países en desarrollo, según vociferaban los organismos multilaterales.
Tras la gran crisis económico-político-social de 2001, el neoliberalismo ha ido perdiendo su batalla ideológica y política en Argentina. Algo similar sucede en el mundo, sobre todo desde la crisis de 2008, respecto de la que existe un consenso generalizado de que fue resultado de la excesiva desregulación del capital financiero.
Desde el lenguaje y en menor medida en la praxis política, bajo las gestiones de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, el Estado ha sido colocado nuevamente en el centro de escena, siendo una pieza clave en el desarrollo del país. La expropiación de YPF debe ser entendida en un marco en donde se ha producido una nueva ola de crecimiento de la participación estatal, ya sea en empresas como Aerolíneas Argentinas, Correo Argentino, Fábrica Militar de Aviones o en la reestatización de servicios como los fondos de pensión.
Lo novedoso que plantea el caso de YPF y que nos hace pensar en un posible nuevo paradigma –al menos desde lo discursivo– es que por primera vez el mensaje oficial pone entre las máximas prioridades la eficiencia y la profesionalización del manejo de los intereses nacionales. Esto conceptualmente lo diferencia del fordismo, en el que la eficiencia y el profesionalismo eran secundarios, y del neoliberalismo, que ve una tensión entre los intereses de la política y la asepsia de la técnica. La propia Presidenta mencionó en su discurso de promulgación de la ley de expropiación que no es “incompatible la eficiencia con la patria” y que la empresa será “profesional, pero bajo dirección política”. Esto es auspicioso, ya que la discusión del “buen gobierno” de las empresas estatales, o de control estatal, y del propio Estado, no habían ocupado hasta ahora un lugar central en la agenda política argentina, algo sorprendente dado el lugar estratégico que representan.
Ahora bien, esto es en el campo del discurso, ya que en la práctica está por verse este cambio de paradigma.
El desafío que se plantea es grande. A diferencia del siglo XX, el objetivo hoy ya no es crear empleo o penetrar territorialmente. Tampoco es, como plantean los neoliberales, acompañar al mercado, sino que el contexto se ha demostrado mucho más complicado. La Argentina de 2012 tiene necesidades más complejas. En el campo energético existen tensiones entre las necesidades de lograr que la población tenga la posibilidad de consumir energía a un costo razonable; por el otro, que exista suficiente abundancia para acompañar un proceso reindustralizador del país, y por último, aunque no menos importante, que vaya en dirección a disminuir el impacto medioambiental. Por si fuera poco, las perspectivas de explotación de energías fósiles que posee Argentina –petróleo y gas shale – requieren un capital y un conocimiento inexistentes en el país.
Parafraseando a Gramsci, estamos frente a algo que no termina de morir y algo que no empieza a nacer y por ello el desenlace se encuentra abierto. Sin embargo, ya se puede adelantar que si no se hace un cambio radical y se implementan en la práctica las promesas de profesionalización de la gestión de la empresa –extensivo al Estado–, no habrá salida de la crisis energética
* Director de Asuntos del Sur Matias.[email protected]
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