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Domingo, 23 de febrero de 2003

El baúl I y II

 Por Manuel Fernández López

Salario real

Muchas veces consideramos verdadera una imagen que no es sino una visión simplificada o reducida de la realidad: “vemos” salir el sol por el Este y ponerse al Oeste, “moviéndose” entre ambos puntos. En esa pseudo-visión nos parece que la tierra está quieta, y omitimos considerar su movimiento. También “vemos” que nuestro salario no se mueve, y sin embargo compramos menos cosas con él. Ocurre que al decir salario decimos pesos, y no pesos por mes, o sea M (pesos o moneda) dividido T (pesos o tiempo): M/T. Y al decir cosas decimos unidades de artículos y no pesos (M) por unidad de artículos adquiridos (X), o sea M/X. Si el salario (S) es S = M/T, y los precios (P) son P = M/X entonces el salario real, o valor del salario es S/P = (M/T)/M/X) = X/T, o sea cuántos artículos (X) adquiere el trabajador con un mes de trabajo. Esta relación, contra lo que aparenta el mero salario, es hoy sumamente móvil. Cualquiera sabe que, mientras S no se movió en una década larga (desde 1991), P subió sin que se intentase realmente detenerlo, especialmente los artículos de más consumo del trabajador (y también nafta, gasoil, tarifas de servicios, etc.). En consecuencia, X/T bajó brutalmente. Esto no es un mero ejercicio de aritmética: afecta profundamente la vida de todos. Y la historia nos da claras lecciones al respecto. En las antiguas Grecia y Roma, el esclavo era una cosa propiedad de un amo, quien tenía sobre él derecho de vida y muerte, de darle de comer y vestirlo, o no. En la Edad Media, el campesino, siervo de la gleba, estaba sujeto a las órdenes de un feudal, y no podía emigrar de su pedazo de tierra, bajo riesgo de ser capturado y destruido como un animal. El trabajador libre recién aparece en la Edad Moderna. Por analogía, si con el salario de un mes se pueden comprar alimentos, vestirse, tener vivienda y educar a los hijos, el trabajador posee cierta libertad. Si X/T se restringe hasta impedir renovar la ropa o subir al colectivo cada día, o enviar a los hijos alimentados y vestidos a la escuela, somos como siervos. Si X/T se restringe aún más, hasta sólo permitir llevar un mendrugo de pan a la boca –y ése es el nivel de las jubilaciones mínimas y los Planes Trabajar– entonces somos esclavos del que nos acerca el mendrugo. Y los que ni siquiera tienen eso, son excluidos, librados a dejarse morir, mendigar (“¿tiene una monedita?”), o arrebatar a otros, con violencia, algún recurso para subsistir.

Votos
La preferencia por un bien es regida por la necesidad del mismo y su cantidad disponible. Son necesidades básicas: comer, vestir, tener techo. Todos tenemos hambre, pero no todos comida al alcance. Quien tiene hambre y carece de alimento, “ve” un manjar en un mendrugo de pan, un fruto silvestre, o –¿recuerda el film La quimera del oro?– un pavo asado en un zapato viejo hervido, y exquisitos tallarines en sus cordones. Las necesidades básicas insatisfechas hacen ver bueno aun algo execrable. Al político, que le da una zapatilla y le promete completar el pan si lo vota, el descalzo lo ve como su redentor, aunque después sea quien lo hunda más. El voto del más pobre, que carece de pan, está tan distorsionado como el del muy rico, al que le sobra. Ya lo decía Melchor de Soria en 1633, acusando al muy rico y al muy pobre de incapaces de fijar un precio justo, a causa de la desigualdad social y la época de penuria: “Si a los labradores pobres los inhabilita su necesidad para no ser votos acertados y legítimos en el poner precio justo del pan que venden, también inhabilitará de votos a los compradores la necesidad con que le compran en año muy estéril, y para eso mucho más inhabilitará de votos a los señores del pan, ricos y poderosos, la poca o ninguna necesidad con que lo venden a los que de fuerza lo han de comprar”. Milton Friedman (Teoría de los precios) comparó el gasto en el mercado con los votos en las urnas. Pero en el mercado el indigente no vota. Ese “voto”, en todo caso, es calificado y excluyente, no compatible con la democracia. Sólo sin pobres ni desigualdad manifiesta la comparación de Friedman esposible. Y sólo con justicia social es viable la democracia. Al grito de la clase media “que se vayan todos”, le contestó la clase política con “nos quedamos todos”, y tenían buenos recursos para hacerlo. El país, empobrecido, había generado una clase de necesitados mucho más numerosa que la clase media. A un pueblo con hambre, decía el papa Paulo VI en 1967, no se le pida que piense en cosas trascendentes, como Dios o la inmortalidad del alma. Y a un pueblo que vota esperando la otra zapatilla, no se le pida que piense en abstracciones, como la noción de Patria, la democracia o el mejoramiento de las generaciones venideras.

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