EL FMI
› Por Nestor Restivo
Amenaza de tarjeta roja de un lado; árbitro bombero y denuncia de penal en Grecia del otro. El tono futbolero de la esgrima verbal de esta semana entre dos Cristinas –la titular del FMI, Lagarde, y la presidenta argentina, Fernández de Kirchner– lo eligió la primera. Pero el resultado del “partido” fue un amplio triunfo para la segunda. Por cierto no es difícil golear al Fondo, tan desacreditado como está y hace rato convertido en parte del problema y no de la solución de los temas que debería atender.
El Fondo nació a fines de la Segunda Guerra Mundial para equilibrar la balanza de pagos (con paridades semifijas coordinadas y respaldo oro, para evitar disputas entre monedas como las que habían contribuido a varias guerras) y ayudar a sus socios con iliquidez, con créditos inmediatos y a tasas blandas, sin más condiciones que las normales de un banco. Ambas tareas sucumbieron en 1971. Estados Unidos rompió el pacto de Bretton Woods para imponer el dólar y financiar sin trabas su imparable déficit y le siguieron otras potencias. Y los créditos devinieron cada vez más políticamente condicionados. Repartido el poder con Europa, el FMI y su hermano Banco Mundial fueron pilares del nuevo esquema neoliberal que años después cristalizaría en el Consenso de Washington.
Argentina tardó una década en ingresar al “club”. Lo hizo en 1955, en una de las primeras medidas de la dictadura que derrocó a Perón, quien había llevado la deuda externa a cero y ordenado a su consejero en Washington, Antonio Cafiero, rechazar los amables convites que la burocracia fondomonetarista le hacía para afiliarse. Desde entonces hasta 2005, cuando Néstor Kirchner se liberó de la tutela del FMI pagando de una vez lo que adeudaba, todo fue pérdidas. Por 50 años, stand by tras stand by, acuerdo tras acuerdo, la crisis se ahondó junto a todas las variables que esos pactos prometían combatir: inflación, déficit fiscal, recesión. Las reformas setentistas del Fondo, para disciplinar a los países del Sur y favorecer al capital financiero del Norte, derivaron en verdaderas tragedias para sus socios más débiles, en tanto los más fuertes, muchos de los cuales no hubieran aprobado las pruebas de “economía sana” que de palabra sugería el organismo, se fortalecieron. Los créditos del FMI y el Banco Mundial, cada vez más atados a condiciones de desguace del Estado, alegremente concedidas por sus empleados locales, fueron en alza en cantidad y monto hasta el paroxismo del endeudamiento en los ’90, cuando al cabo del ciclo varias economías nacionales quedaron esquilmadas y muchas prefirieron abandonar ese mecanismo perverso. Fueron vanguardia Brasil y Argentina.
Entonces el FMI se quedó sin clientes y la camada de ultraortodoxos muy recordados por Argentina (como la elegante Teresa Ter Minassian, el “Peter Sellers” pero malo Anoop Singh o Rodrigo Rato, hoy imputado en España por estafas en la banca privada, gran socia del FMI y verdadera beneficiaria de sus planes) pasaron al olvido. Hubo un tibio intento de reforma con Strauss-Kahn. Pero éste cayó en desgracia por sus bajos instintos, no sin hipótesis de que no fue precisamente la mucama del hotel quien le “armó la cama” que lo sacó de una cancha en la que sugería que Estados Unidos devaluara fuerte para licuar su inflación y déficit, y que Europa encarara cambios heterodoxos en su economía en crisis. Tras el bochorno, resurgieron los ortodoxos, a quienes la crisis europea les dejó la pelota picando para arremeter de nuevo con ajustes temerarios y, sobre todo, recuperar clientes. En Sudamérica, en cambio, ahora, los que tienen tarjeta roja son ellos
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