OPINIóN
› Por Claudio Scaletta
El llamado cepo cambiario desplazó a la inflación hasta en las más triviales conversaciones de economía. Imposible no pensar que estos debates no están inmersos en un “microclima de clase”. Se supone que la mayoría de los trabajadores, como advirtiera tempranamente el mismísimo Perón, no tienen un contacto cotidiano con la divisa estadounidense. El cepo preocupa especialmente a los sectores con capacidad de ahorro. Pero no se trata sólo de decisiones racionales de qué hacer con el excedente individual frente a ausencia de opciones en pesos, sino de vulgar vida cotidiana, como el encarecimiento de los artículos importados y los viajes al exterior. Y éste es el punto: los sectores medios sufren un verdadero síndrome de abstinencia de características muy similares a las que padecerían con una devaluación. Los deseos reprimidos del yo abstinente son la imposibilidad de viajar por el mundo y comprar electrónicos con todos los dólares a 4,5 pesos.
Pero lo que superficialmente se manifiesta como una demanda de la vida cotidiana de sectores relativamente acomodados antes que del empresariado industrial refleja, como no podía ser de otra manera, problemas mucho más trascendentes de la economía local, como lo es la viejísima relación entre el tipo de cambio y la restricción externa, relación que hoy se expresa en la contradicción cepo o devaluación.
La clave del Stop & Go como modelo de explicación de los ciclos económicos locales está en la persistencia de un sector industrial deficitario en términos de balance comercial. Este modelo puf-puf, de parar y arrancar ad eternum, puede sintetizarse en que la industria chupa, mientras existe, el excedente externo. Cuando, por las razones que fueren, este excedente se termina, la salida es la devaluación, la que provoca el Stop, pero también sienta las bases para el nuevo Go. No hace falta recordar lo traumáticos que resultaron estos ciclos para los trabajadores, la economía y la política.
El dilema actual es, otra vez, cómo escaparse de la maldición del ciclo. Las críticas por derecha sostienen que el cambio de las condiciones mundiales precipitará el proceso de estrangulamiento externo y que, finalmente, no habrá más alternativa que el parate, el Stop, con ajuste y devaluación. Alarmado por los números, el Gobierno tomó dos tipos de medidas: primero, con la recuperación de YPF, atacó una causa evidente, la creciente importación de combustibles, medida cuyos efectos se verán recién en el largo plazo. Segundo, para lo inmediato, derivó en trabajar sobre los efectos; alejó el problema por la vía de las restricciones sobre las importaciones y el mercado cambiario. Tuvo razones para hacerlo; en la historia reciente sobran datos de dolarización de excedentes en momentos de incertidumbre local e internacional, una fuga que puede tener efectos similares a los de un shock externo. Pero más allá de la defensa filosófica de estas medidas paliativas, persiste un problema de base que supera la cuestión cambiaria: el sector industrial continúa siendo deficitario en divisas. Para superar esta realidad no hay magia, el único camino es la sustitución de importaciones, con complejización del entramado industrial.
Si se mira otra vez la historia, hay condiciones para iniciar el camino: en el mundo y en el siglo XX los procesos sustitutivos se produjeron casi siempre en los momentos de crisis de los países centrales. Ello ocurrió, por ejemplo, a partir de la Primera Guerra Mundial, cuando se registró una caída drástica del comercio internacional que sólo se recuperó bien avanzada la segunda posguerra. Quizás el mejor ejemplo de sustitución, no el modelo, sea la primera etapa de la Unión Soviética, que se expresó en su triunfo en la Segunda Guerra mundial.
Pero una cosa es enunciar la necesidad de la sustitución y otra muy distinta llevarla adelante. Para cierta ortodoxia disfrazada de cordero, la sustitución en la economía local es hoy un “sueño imposible”. Su argumento básico es que si no se hizo en tiempos de viento de cola, menos podrá hacerse ahora, cuando el viento amaina. Por eso, insisten, el único camino es agregar valor a los recursos naturales, como hicieron “Canadá o Australia”. Es notable que la ortodoxia continúe repitiendo esta muletilla anacrónica sin detallar las diferencias de las relaciones de propiedad iniciales en cada país.
Si bien el razonamiento del sueño imposible es apriorístico, conviene, como de toda crítica, tomar su contenido de verdad. Más allá de las urgencias de la post crisis, hubo años desperdiciados. Pero así como se dio un golpe de timón en materia energética, lo mismo puede hacerse con la sustitución industrial, tarea que demandará voluntad política y planificación. No alcanza con esperar la recuperación de Brasil, donde, dicho sea de paso, su propio Banco Central volvió esta semana a bajar la proyección de crecimiento del PIB 2012 de 2,5 a 1,6 por ciento.
Una segunda línea de problemas es la macroeconomía. En su larga defensa frente al Congreso del Presupuesto 2013, el viceministro de Economía Axel Kicillof expresó, según la prensa, que “el impulso fiscal que hicimos este año para sostener nuestro crecimiento podría ser menor el próximo año gracias a los signos de recuperación. Pero no tengan dudas de que si hay que aumentar el gasto, lo vamos a hacer”. La afirmación es preocupante por dos razones: la primera es que en 2012 no hubo impulso fiscal, sino ajuste. Hubo quita de subsidios y la obra pública se frenó. También hubo ajuste en las provincias y, a pesar de que “la emisión no genera inflación” y que se reformó la Carta Orgánica del BCRA, los estados provinciales se están endeudando en dólares. El resultado de este conjunto de medidas fue el parate de la economía en el primer semestre. La segunda razón es lo que sigue en las palabras del viceministro, que el “impulso fiscal” podría reducirse en 2013 dada la recuperación que se espera para el segundo semestre de 2012. Es esperable, entonces, que prevalezca la última parte de la afirmación y la inversión y el gasto públicos sostengan el crecimiento.
Finalmente, dejando de lado a quién afecta según Keynes y su magnitud según CFK en Nueva York, la inflación existe y es un problema por sus efectos sobre el tipo de cambio y la competitividad, lo que antes o después termina afectando el nivel de empleo, un dato más consistente que la presunta defensa de la nominalidad de los salarios. Cuando el discurso que defiende el proyecto político es el de la heterodoxia, debe ponerse especial cuidado en que los errores no lleven al desprestigio de los conceptos básicos
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