Dom 11.11.2012
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Por el camino...

› Por Mario Rapoport

El título del libro de Alfredo Zaiat es una paradoja: en verdad sus ideas no violan ningún código de tránsito ni expresan contrasentido alguno. Las que van en dirección contraria son las ideologías predominantes en el mundo de la economía. Esas que conocemos bien porque llevaron a nuestro país, en el 2001, a una profunda crisis y, ahora, con las mismas fórmulas, hicieron “regresar” de nuevo al capitalismo a una “gran depresión”, como en los años ’30. En verdad, los que van a contramano son los otros, Zaiat está bien encaminado.

Pero el libro tiene también un subtítulo, “Cómo entender la economía política”, que ya nos está diciendo mucho. Recupera un concepto que de un golpe talaron en las universidades argentinas y de la mayor parte del mundo y no por casualidad. La cuestión tiene más historia que la de una simple decisión administrativa o universitaria impuesta durante la última dictadura militar en las licenciaturas de esa disciplina. Cuando el economista francés Antoine de Montchrétien, defensor de la doctrina mercantilista, habla por primera vez de economía política, relegando una vieja noción que proviene del análisis aristotélico de la administración y la riqueza del hogar, es porque se refiere al poderío comercial de los Estados y a la política que sustenta su actividad económica. Para los economistas clásicos como Smith, Ricardo y luego Marx, la economía tiene por base, desde experiencias o posiciones teóricas diferentes, las relaciones entre los hombres en el proceso de producción, distribución y consumo de los bienes, derivadas de una determinada división del trabajo a nivel nacional o internacional. Están vinculadas con las clases sociales y, a través de ellas, con el poder del Estado: son, por lo tanto, políticas.

En cambio, con los neoclásicos, los ancestros de nuestros “Chicago boys”, las relaciones del individuo con los objetos, del comprador o vendedor con el bien transado en el mercado, priman por sobre todo otro tipo de lazos. La economía se transforma así en un disciplina acrítica, ahistórica, alejada de los grandes problemas de la sociedad. “Economics”, su término en inglés, significa “económica”, de la misma forma que si habláramos de la dinámica, la mecánica u otras ramas de la física. Esto coloca al economista en el rol de un simple técnico que define la asignación de bienes escasos en función de necesidades múltiples, tal como se enseña actualmente en nuestras universidades.

Zaiat critica esta idea y se lanza contra aquellos economistas que parecen desentenderse de la política, porque comprende muy bien que lo que ocurre es lo contrario: las teorías económicas tienen siempre por base ideas políticas. En la interpretación neoclásica, como por arte de magia la política desaparece, no se percibe, y el economista experto es entronizado por el establishment como aquel que sabe, por ejemplo, “cómo conducir la economía en un sendero de estabilidad”. Así, el poder político puede ser detentado por economistas congraciados con los círculos económicos dominantes o son dependientes de ellos. De esa manera surgieron, entre otros, en la Argentina, un Cavallo, un Roque Fernández, un Martínez de Hoz, un Alsogaray. Son voceros –afirma Zaiat– de “intereses (...) que dicen lo que los bancos y grupos económicos quieren que digan” y niegan su posición política “bajo el velo de la neutralidad técnica”. El autor tiene muy en claro, sin embargo, que “las soluciones técnicas a problemas económicos no sirven si no están subordinadas a un programa global dominado por la orientación política de un gobierno”. Coincidimos con él en el sentido de que la economía puede ser virtuosa y útil a la sociedad si la conducción política también lo es, aunque nunca será independiente de ella.

La crítica del autor a aquellos economistas del establishment no termina allí: “A lo largo de los últimos cuarenta años (...) –dice– se apoderaron de la profesión” con su prédica del libre mercado y la desregulación como únicas formas de organizar la sociedad, lo que oportunamente se dio en llamar “pensamiento único”. El autor concluye que fueron “un fiasco”, aunque la insistencia en aplicar esas políticas económicas en medio de la crisis más formidable del capitalismo de nuestro siglo hacen pensar, como Zaiat lo demuestra a lo largo del libro, que su propósito esencial no es el de obtener un verdadero conocimiento de lo que pasa y aplicar medidas que procuren actuar en beneficio del conjunto de la sociedad. Más bien, sus “manuales de ajuste” sirven a una minoría de individuos o empresas que se apropiaron y se siguen apropiando de “la riqueza de las naciones”, como las denominó en una obra fundamental un tal Adam Smith.

Los pronósticos de esos economistas, por lo general errados, no sólo muestran sus limitaciones teóricas o técnicas. Lo más grave es que en muchos casos forman parte de lo que se denomina una “profecía autocumplida”. Es decir, si queremos obtener tal resultado, como por ejemplo lograr una tasa de inflación más alta, bastaría con decir que la inflación el año próximo será de un 40 por ciento para tratar, en su carácter de expertos en el tema, de conseguir que la gente acomode sus expectativas a esos niveles de inflación. De modo que, efectivamente, cada individuo o empresa contribuya, por el temor a quedar desfasados en sus ingresos en un futuro próximo, a hacer subir los precios un 40 por ciento, no un 10 por ciento como podría haber correspondido. Lo mismo ocurre o puede ocurrir con las tasas de crecimiento, de desocupación, futuras devaluaciones, etc.

Economía a contramano, de Alfredo Zaiat, Ed. Planeta, Buenos Aires, 2012, 320 págs.

Como más adelante el autor lo define muy bien, todo esto se relaciona con otra idea esencial del liberalismo, llevada al extremo por Von Hayek: la no necesidad de la intervención del Estado en la economía. Una falsedad absoluta. Para tratar de hacer posible la frase “achicar el Estado es agrandar la Nación”, que blandía la última dictadura militar, tuvieron que utilizar el terrorismo de Estado. Así como también, en un sentido contrario, la intervención del Estado hizo posible en la segunda posguerra la existencia de una economía del bienestar.

Sobre la base de estas ideas del sentido común, lejos del lenguaje esotérico de los modelos matemáticos, pero apoyado en una documentación tan amplia y tan inédita, hasta leer sus páginas, que deja al lector asombrado, Zaiat nos explica los temas económicos que preocupan hoy a los argentinos: la fuga de capitales y el rol del dólar en nuestra economía y en el mundo, los procesos inflacionarios, la cuestión de las estadísticas, la problemática que origina y multiplica la deuda externa, la importancia del desendeudamiento, el predominio de las finanzas sobre las actividades productivas, el papel del Estado y la existencia o inexistencia de una burguesía nacional. Algunos temas importantes, como la matriz productiva o el impacto de la crisis mundial, no los toca, pero en sus artículos periodísticos lo hace en detalle.

En el caso de la fuga de capitales, su enfoque es apasionante, tanto por la base de datos que utiliza, como por su análisis. Sin duda, hay muchos que desvalijaron el país en las últimas décadas y la razón esencial no es actual sino que viene de lejos. El punto de partida son las políticas aperturistas, que permitieron sin ninguna traba desde la última dictadura militar la entrada y salida de capitales. Por esa época, el dólar se transformó en un objeto de culto y el endeudamiento externo en el origen de las divisas que se fugaron. No es la inflación la causa, porque antes del ’76 también la había, pero los dólares no estaban disponibles para atesorarlos. Incluso tampoco lo fue después, cuando durante la convertibilidad la inflación amainó, pero no la fuga, que se vio facilitada por el uno a uno.

Zaiat arguye con razón que las medidas actuales de control del dólar, que comenzó a aplicar este gobierno, son absolutamente razonables. Da así una larga lista de individuos y empresas (con sus respectivos montos) que del 1º de enero al 31 de octubre del 2011 fueron llevándose paulatinamente nuestras reservas en dólares; que esta vez no venían del endeudamiento sino del comercio exterior superavitario. En vez de invertir en un país que estaba creciendo, una gran parte del establishment prefería comprar divisas para sacarlas del país o guardarlas en una caja fuerte.

De todas maneras, el autor se pregunta cómo fue posible que existieran topes tan altos como el de dos millones de dólares mensuales para que esto sucediera. No hubo delito legal, pero sí una muestra de que para una parte dominante de nuestra sociedad, las ganancias que proporciona el trabajo de la gente es mejor atesorarla o invertirla en otro lado que seguir contribuyendo a ampliar el empleo y la producción. Nuestra burguesía se parece al tero, grita desesperadamente dentro del país (ahora, para no quedar afónicos, la moda es golpear cacerolas) como una forma de demostrar que sus intereses se ven afectados; pero pone sus huevos afuera.

Zaiat demuestra, sin embargo, que no han ganado mucho los que atesoraron dólares en el pasado ni tampoco, sin duda, los que invirtieron en el exterior en medio de la crisis mundial, en casas en Miami o títulos cuyos valores se derrumbaron. No hay que olvidar, por si acaso, que mucho depende de quien gobierna. En los años ’30 regímenes conservadores de derecha aplicaron manu militari (Uriburu y Justo) el control de cambios y nadie de la alta sociedad de aquella época se quejó; no era razonable poner en problemas a ningún familiar o amigo. En el fondo, lo que quieren quienes critican las medidas del Gobierno es una megadevaluación, no vaya a ser que se hayan equivocado al atesorar tantos dólares (que además no son ya a nivel internacional los billetes que eran: su valor está algo desteñido). Con eso conseguirán culpar también al Gobierno de un estallido inflacionario.

Otro caso parecido es justamente el de la inflación. Zaiat desmenuza la cuestión del Indec, demostrando un amplio conocimiento del tema y no siendo complaciente con los que confeccionaron los actuales índices. Ejercicio contraproducente para los fines de una política económica que tuvo muchos aciertos, pero que también necesita ser creíble. No obstante, ninguno de los indicadores privados es más aceptable (en el libro se demuestra que lo son mucho menos) e incluso en varios países las estadísticas de todo tipo, no sólo las de precios, están en la picota. En Francia, cuyas raíces cartesianas son muy fuertes, el instituto estadístico local optó por pedirles a los propios ciudadanos que calculen ellos mismos la inflación que afecta sus hogares. Todo esto nos hace recordar que después de la guerra, para evitar el pago de la gigantesca deuda externa británica, el Banco de Inglaterra ocultaba sus verdaderas reservas. También, cómo la magia de Goldman Sachs logró hacer entrar a Grecia a la Eurozona cuando sus estadísticas no la calificaban para ello (ahora lo estarán lamentando, no Goldman Sachs sino Grecia).

De todos modos, las estadísticas, buenas o malas, no explican por sí mismas la inflación sino otras múltiples causas. Los ortodoxos se quedaron en la teoría cuantitativa y la emisión monetaria como su principal razón, pero el autor expone una gran cantidad de otras más importantes (los precios de las exportaciones; el grado de monopolización de los mercados; el rol de la intermediación; la llamada inflación estructural). En este tema, como en todo el libro, la información cuantitativa y la explicación económica se conjugan eficazmente.

Antes que continuar examinando en detalle cada parte del libro, es preferible dejar que el lector lo aprecie por sí mismo. Es la mejor demostración de que la Argentina aún puede seguir sacando conejos de su galera. Una nueva generación de economistas heterodoxos se está apropiando de las calles y avenidas del conocimiento en la dirección que corresponde. No van hacia el borde del abismo, como nuestros venerables y gastados neoliberales. Quizá por eso Zaiat le puso el título que tiene. Pero que se quede tranquilo, la sociedad en su conjunto (salvo los que ya conocemos) terminará advirtiendo, con textos como el suyo, el camino correcto

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