› Por Claudio Scaletta
Una de las críticas de los sectores más acomodados de la sociedad apunta contra el estilo confrontativo de la actual administración, lo que supondría falta de voluntad de diálogo o de búsqueda de consensos. La crítica también presupone la existencia de al menos dos vías posibles para conducir el conflicto social, el consenso y la confrontación. Ambas opciones serían modeladoras de distintos climas sociales, lo que induce a concluir que un mundo armónico, en el que reina el consenso, siempre es preferible al caos de la confrontación permanente. ¿Quién en su sano juicio no elegiría la armonía cotidiana a la imprevisibilidad del caos?
Este discurso, de apariencia lógica, poco tiene que ver con la violencia de los hechos reales. La década de los ’90, por ejemplo, fue de armonía para las clases acomodadas, incluidas las capas medias. El clima de época era de prosperidad generalizada. Los economistas del establishment insistían en que los “fundamentales” del modelo eran excelentes y el titular del Ejecutivo afirmaba que “estamos mal, pero vamos bien”. Sólo pataleaban los invisibilizados por la prensa hegemónica; los despedidos de firmas privatizadas a los que se les agotaban las indemnizaciones, los nuevos desocupados estructurales de la desindustrialización y los que se habían “quedado en el ’45”. Las cacerolas nunca se batieron fuera de casa y los paros generales fueron rarezas anacrónicas. La “columna vertebral del movimiento” se alineó con el modelo. Los funcionarios paseaban por el mundo como alumnos avezados de los organismos financieros internacionales. The Economist, Financial Times o El País nunca publicaron artículos sobre el desmanejo o el inminente desastre hacia el que avanzaba Argentina. Los grandes medios locales estaban encantados con ese peronista que se abrazaba al libertador Isaac Rojas y tenía como privatizadora estrella a la hija del capitán ingeniero. Se respiraba libertad de expresión y, a pesar de las servilletas, ningún miembro del Poder Judicial se sentía avasallado.
Mientras tanto, en este mundo de armonía, se privatizaba masivamente el patrimonio público, el endeudamiento en divisas crecía a ritmo exponencial, se renunciaba a la soberanía judicial, el mercado de trabajo se flexibilizaba y la economía se concentraba y extranjerizaba. Los economistas que advertían sobre la insustentabilidad del modelo eran marginados del discurso público y, en el mejor de los casos, se recluían en las universidades. Las clases altas y los sectores medios que no habían sido expulsados del paraíso vivían su mundo feliz, sin confrontación en ningún ámbito: Winnie Pooh para los kelpers y buenos gestos para ganar “la confianza de los mercados”, otro fetiche de la economía de la época.
Quizá sean muchos renglones para recordar el ayer nomás, pero en los ’90 también aquí había llegado “el fin de la historia”, aquel discurso de la calma después de la tormenta de la Guerra Fría, de la celebración del triunfo del capitalismo occidental contra los capitalismos de Estado, que implosionaban por todas partes. Pero esa calma aparente fue sólo un reflujo. La “historicidad”, el conflicto, la lucha, la confrontación con los intereses que se oponen al avance de los sectores populares, no tardó en reaparecer. Su manifestación política fue el kirchnerismo. En retrospectiva es muy fácil identificar dos períodos. El primero fue el de la salida de la crisis. La necesidad del conjunto de la sociedad de dejar atrás los horrores de 2001-2002 junto al fuerte crecimiento posibilitó una pausa en el conflicto social. Pero ya desde el discurso de asunción del primer gobierno de CFK, el plan fue taxativo: superada la crisis había llegado el tiempo de la redistribución del ingreso. Redistribuir el ingreso no es quitar a unos para dar a otros. Eso sería una revolución que cambie las relaciones de propiedad. Redistribuir el ingreso es precisamente distribuir de otra manera el valor agregado en la producción; supone que unos reciben menos ingreso para que otros reciban más. El proceso es virtuoso cuando Producto y empleo crecen al unísono. Quienes reciben más estarán sin duda contentos, aunque muchas veces, como sucede con buena parte de los sectores medios, ello no significa que tengan conciencia plena del proyecto político que los favorece. Quienes, en cambio, reciben menos, no se resignarán fácilmente. Es probable que en términos netos reciban más que ayer, porque el Producto se incrementó, pero no por ello dejarán de sentir que algo se les quitó: nadie con poder renuncia graciosamente a una porción de sus ingresos sin resistirse. La redistribución no es una tarea que pueda hacerse por la vía del consenso.
Pero que la confrontación sea inevitable, casi un componente necesario, no significa que el desafío pase sólo por una cuestión de actitud.
Dependiendo de las fuentes, relativización a la que obliga la intervención del Indec, entre 2003 y 2010 se crearon entre 4 y 5 millones de puestos de trabajo. Si “gobernar es crear trabajo”, la actual administración cumplió sobradamente con la función. La creación de empleo es también una buena plataforma para observar el éxito de la economía, tanto por su incidencia directa en la distribución como en el bienestar. El punto presente es que la creación de empleo se frenó. La primera respuesta es que se trata de una consecuencia del menor crecimiento, lo que lleva a volver a empezar. ¿El crecimiento se frenó sólo por la crisis internacional? ¿El parate tiene un componente lógico, estructural, tras un período largo de crecimiento acelerado? ¿Existe la necesidad de corregir la política económica? ¿Por qué la crisis global afectó menos en 2009? ¿Por qué no crece la inversión privada? ¿Hay un problema de falta de estímulo a la demanda? ¿Se acabaron los recursos propios para sostener la expansión? Quizás estas preguntas se resuelvan observando las propias respuestas que el kirchnerismo brindó en su historia reciente.
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