Dom 13.01.2013
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FORMADORES DE PRECIOS Y EMISIóN MONETARIA

“El impuesto inflacionario”

› Por Andrés Asiain y Lorena Putero

Una de las frases que suelen repetir los economistas del establishment es que el Gobierno se financia con el “impuesto inflacionario”. Con ese confuso término dan a entender que el gasto estatal es pagado por todos los argentinos cada vez que al comprar encontramos que aumentaron los precios. Por algún misterioso mecanismo, el pago adicional obligado por el aumento de algún producto no lo recibiría el cajero del supermercado sino el Estado. El mensaje de semejante teoría es que los políticos, en su afán de ganar elecciones, gastan más de lo que recaudan financiando la diferencia, secretamente, mediante la inflación.

Algunos imaginan que el beneficio estatal por la inflación se debe a que cobra impuestos sobre el valor de los bienes, por lo que si aumentan su precio también crece la parte que le corresponde al Estado. Pero así como la inflación incrementa la recaudación, también reduce su poder de compra en el momento de ejecución de los gastos. Es más, como el cobro de impuestos antecede en el tiempo al gasto, la inflación en realidad reduce el valor real de la recaudación por la pérdida de poder de compra que sufre el dinero entre que es recaudado y gastado.

Otros piensan que el Estado se beneficia de la inflación porque reduce el valor de los billetes y monedas que emitió, a los que consideran una especie de deuda pública que, de ese modo, se desvalorizaría. Pero lo cierto es que desde que la moneda no es convertible, los billetes y monedas que emitió no son ninguna deuda y el Estado no recibe ninguna ganancia por su pérdida de valor.

El Estado obtiene un beneficio en el momento que emite la moneda porque el costo de producir un billete de, por ejemplo, 100 pesos es menor que lo que se puede comprar con él. Esa diferencia se llama señoreaje, pero no se incrementa con la inflación. Por el contrario, cuando aumentan los precios, el Estado se ve obligado a emitir más para comprar lo mismo. Justamente, por esa razón la emisión y los precios caminan de la mano, pero con un orden causal inverso al que frecuentemente se presenta: es la inflación la que genera emisión, porque encarece el valor real de los gastos que exceden a la recaudación.

En realidad, la teoría del impuesto inflacionario es un engendro teórico del liberalismo para acusar a los gobiernos del alza de los precios. En el caso argentino, la utilizan para distraer la atención de los mecanismos de formación de precios de los alimentos, la valorización de los terrenos urbanos y rurales que presionan sobre las estructuras de costos, la política empresarial de otorgar incrementos de salarios con una mano y reducirlos con la otra, cuando los trasladan con creces a los precios. De paso, al atribuir los aumentos de precios a la emisión, presionan para que el gobierno la reduzca y tenga que financiarse pidiéndoles plata a los bancos, pagando por sus servicios la correspondiente tasa de interés y otorgándoles la capacidad de influir sobre el diseño de las políticas públicas.

Una simple revisión de las tasas de emisión e inflación de Argentina en los últimos años (según se mide en las provincias –para evitar cuestionamientos estadísticos–) indica que hubo años de elevada emisión y baja inflación como 2004, de baja inflación y emisión como 2005, de elevada inflación y baja emisión como 2009 o de alta inflación y emisión como el que acaba de transcurrir. Esta evidencia indica que los aumentos de precios no pueden ser achacados a la política monetaria, sino hay que buscar otras explicaciones, como ser el comportamiento de los formadores de precios en el sector privado, donde se esconden los que realmente recaudan el “impuesto inflacionario”

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