› Por Mariano Kestelboim *
La crisis internacional, iniciada en 2008 y que aún padece la Unión Europea, exhibió un significativo cambio de las relaciones de fuerza globales. Apenas veinte años atrás, luego de la caída del Muro de Berlín, que había consagrado a Estados Unidos como el gran ganador de la Guerra Fría, era absurdo pensar que un vasto país asiático predominantemente agrario, muy atrasado tecnológicamente y sin abundantes recursos naturales, sería capaz de incidir en una desestabilización del orden global de relaciones de poder. Sin embargo, China consiguió un espacio relevante entre las potencias sobre la base de su creciente mercado interno y poderío industrial.
En un escenario de muy elevada financiarización del consumo y liberalización comercial, el crecimiento del gigante asiático tuvo dos impactos principales. En primer lugar, una influencia mucho menor de las economías centrales sobre el nivel de actividad de la periferia. En segundo lugar, una mayor precarización laboral que, siendo funcional a la estrategia de producción de empresas multinacionales, no contó con la imposición de grandes obstáculos a las importaciones de bienes industriales, incluso por parte de los países más afectados por el ingreso de esas mercaderías. Este segundo efecto, sumado a un de-sarrollo tecnológico que facilitó la concentración económica, agudizó los problemas de distribución del ingreso.
La OIT, en su Informe Mundial sobre Salarios 2012/2013, advierte que “desde el decenio de 1980, la mayoría de los países han experimentado una tendencia a la baja de la participación de los ingresos del trabajo, lo que significa que se ha destinado una proporción menor de la renta anual a la remuneración de la mano de obra y una proporción mayor a las rentas procedentes del capital”. El informe agrega que esa dinámica “podría hacer peligrar el ritmo y la sostenibilidad del futuro crecimiento económico al restringir el consumo de los hogares basado en los salarios”. Y remarca que esto “es particularmente cierto allí donde la era del consumo basado en el endeudamiento ha conducido a un largo período en el que los hogares deben saldar deudas contraídas con anterioridad”.
El nuevo esquema productivo implicó un progresivo proceso de fragmentación y deslocalización de la fabricación industrial masiva en países “emergentes” con mano de obra abundante y barata. En tanto, la fabricación de los componentes de mayor valor agregado de las cadenas de valor fue conservada por Estados Unidos, Europa y Japón, aunque China avanza progresivamente en esas áreas también. Esta distribución mundial de la producción impulsó un rápido crecimiento asiático, que lideró la inserción de trabajadores precarizados al mercado. Hasta 2003, los salarios promedio de los obreros industriales en China eran de menos de 0,70 dólares por hora, según el Departamento de Trabajo de Estados Unidos. Si bien esas remuneraciones llegaron a 1,74 dólares por hora en 2009 (último dato disponible), la brecha siguió siendo demasiado grande con la mayoría de los países de Occidente. Por caso, el salario industrial promedio en España y en Grecia, los dos países más afectados por el desempleo con una tasa superior al 27 por ciento, fue de 27 dólares y de 19 dólares por hora, respectivamente, en 2012. Además, se consolidaron nuevas zonas de asfixiante explotación en países al sudeste de China, como en Bangladesh, donde hay cuatro millones de confeccionistas textiles que cobran salarios de apenas 38 dólares por mes.
El efecto de la reorganización de la producción de las últimas dos décadas fue de tal magnitud que puede compararse con las consecuencias generadas por la Revolución Industrial de fines del siglo XVIII y principios del XIX. En ambos casos se verificaron cambios radicales en variables tan significativas como son el crecimiento demográfico, el comercio y las comunicaciones. El historiador Eric Hobsbawm en su libro La era de la revolución, 1789-1848 describió que, en esa oportunidad, el fenómeno también se había concentrado fundamentalmente en los países de mayor dinamismo de la época: Gran Bretaña, Holanda y Francia.
La población saltó de 5200 millones de habitantes, en 1989, a más de 7000 millones, en 2012. El 35 por ciento de ese crecimiento provino solamente de India y China e implicó una rápida urbanización. Asimismo, la nueva organización de la producción incitó la mayor expansión histórica del comercio mundial. Las exportaciones totales (en valores constantes de 2010) pasaron de 4,9 billones de dólares en 1989 a 16,4 billones de dólares en el año en que estalló la crisis internacional. Así, el comercio sobre el Producto mundial representaba un 15,5 por ciento y saltó a un 26,3 por ciento.
Tanto en la Revolución Industrial como en el esquema neoliberal surgido en los ’70 y consolidado en los ’90, los sistemas de comunicación también registraron grandes cambios. Mientras en el primer proceso, la expansión de la marina real británica y el desarrollo del telégrafo fueron determinantes de la apertura de los mercados, en la nueva era, el surgimiento de internet se constituyó en el avance tecnológico que más revolucionó las telecomunicaciones. El diseño de cadenas globales de valor, dirigidas por crecientes firmas transnacionales, se apoyó en la gran red y en el desarrollo de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (Tics). La modernización de los sistemas informáticos permitió expandir el negocio financiero y controlar la logística de crecientes corporaciones. Así lograron optimizar su producción a nivel global y se pudo relegar las actividades industriales de mano de obra intensivas en países periféricos, en desmedro del empleo en los desarrollados. Entre 2002 y 2009, China sumó a sus industrias 13,1 millones de trabajadores y el grupo de potencias económicas reunidas en el G-7 perdió 7,6 millones de empleos manufactureros.
Los renovados sistemas de monitoreo de la producción profundizaron la relevancia de las economías de escala como ventaja competitiva. Este fenómeno provocó que cada vez fuese más necesaria y posible una mayor concentración económica. Esta dinámica consolidó una estructura de competencia mundial oligopólica a través de bloques productivos regionales. La reciente crisis manifestó la importancia de la dimensión de esas asociaciones y especialmente de los mercados internos como medio de absorción de los flujos de producción rechazados por los mercados internacionales. Este fenómeno representa uno de los sustentos principales de la Unión Europea, más allá de sus dilemas internos, del beneficio de los grandes grupos financieros, de las desigualdades que provoca y del costo de adaptación de las economías más atrasadas del bloque.
La nueva organización de la producción afectó particularmente a América del Sur. La demanda asiática de minerales, alimentos y energía tuvo un gran aumento. Ello modificó los términos de intercambio en favor de las exportaciones de recursos naturales. La repercusión de esas subas fue heterogénea y los niveles de aprovechamiento de las naciones sudamericanas para avanzar en transformaciones estructurales también registraron significativas diferencias. En los países que se presentaron los mayores incrementos de los precios de sus productos tradicionales de exportación, como Chile, Perú y Brasil, se acentuó la primarización económica; sólo en Argentina se aplicaron políticas que lograron redirigir parte de los recursos extraordinarios a sostener un proceso de recuperación industrial, con precios de sus recursos naturales que aumentaron menos de la mitad que en las otras economías.
El crecimiento del poder adquisitivo de América del Sur incrementó su capacidad de negociación y las economías de la región pudieron articular una política común con creciente autonomía. La negativa a la propuesta de Estados Unidos de conformación del ALCA en 2005 y la constitución tres años más tarde de la Unasur expresaron este cambio. En el mismo sentido, el nuevo esquema de organización mundial se manifestó en el surgimiento del G-20, que incorporó a los Brics y a la Argentina, entre otras naciones en desarrollo, y logró anular al G-7 como único núcleo en la toma de decisiones.
China se posicionó a través del desarrollo de una estrategia de acumulación de poder que logró explotar los vericuetos del sistema. Así se rebeló ante las presiones de Estados Unidos que, en los últimos años, le ha estado reclamando una desregulación de su economía a favor del libre movimiento de capitales. La construcción del poder del gigante asiático contó con un Estado que, con un alto accionar represivo, reguló y planificó la actividad productiva y generó alianzas políticas y económicas con naciones influenciadas positivamente por su dinamismo.
Por su parte, el desmantelamiento de los aparatos estatales de administración de las economías sudamericanas desde los años ’70 también fue funcional al crecimiento de China, ya que facilitó la comercialización de los recursos naturales necesarios para sostener su gran ritmo de crecimiento.
En este marco internacional, donde los principales grupos de poder financieros exigen mayores compromisos de ajuste para liberar recursos al pago de la deuda de los países en crisis, la tendencia a una mayor concentración del ingreso, al agravamiento de la precariedad laboral y de la marginación social es un hecho. Sin bien el proceso de crecimiento industrial asiático fue una pieza necesaria, el desmantelamiento de grandes eslabones de la industria en Estados Unidos y Europa, que ocasionó problemas de desempleo y distribución del ingreso, podría haberse evitado sin recetas mágicas. Simplemente, como en el pasado o como siguen aplicando en sus sectores agrícolas, deberían haber regulado más el comercio, y promovido una participación estatal más activa en la producción de sus economías y en la distribución del ingreso. Evidentemente, no fue neutral en esta estrategia de pasividad estatal que el fantasma del comunismo se fuera extinguiendo. Los resultados de las políticas aplicadas revelan que el interés político por encontrar algún equilibrio en la lucha de clases perdió vigor en favor de los intereses de las grandes corporaciones financieras.
Frente a este panorama, tras la convertibilidad, en la Argentina el cambio de paradigma con políticas de mayor intervención estatal a partir de estímulos al desarrollo de la capacidad productiva, de una administración comercial más atenta a las necesidades de generación de puestos de trabajo y políticas de reparación del tejido social debe revalorizarse y fortalecerse mucho más
* Coordinador del Departamento de Política Económica de SIDbaires
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