› Por Mariano Kestelboim *
Por Mariano Kestelboim *
Hasta principios de año, cada media hora de trabajo, un asalariado industrial en Noruega, en promedio, ganaba lo mismo que uno en Bangladesh por un mes de trabajo. Después de la muerte de 1129 personas como consecuencia del derrumbe del edificio Rana Plaza en Dhaka, capital de Bangladesh, en abril pasado, se desataron protestas contra las marcas de indumentaria que las explotaban. Los salarios de los confeccionistas en Bangladesh subieron de 25 a 38 dólares y grandes marcas y cadenas de distribución estadounidenses, con GAP y Wal-Mart a la cabeza, crearon un fondo de 100 millones de dólares para mejorar las condiciones de seguridad de las fábricas. Si esas compañías sustituyeran importaciones, reemplazando a tres de los cuatro millones de confeccionistas bangladesíes con empleados en Estados Unidos, ese fondo no les alcanzaría ni para pagarles una hora.
El negocio de la explotación en la confección textil, con salarios por debajo de los 100 dólares mensuales, está extendido en muchos otros países asiáticos de muy alta densidad poblacional. El avance de esa competencia deterioró la competitividad de las industrias de la confección en Latinoamérica. Los tres países más exportadores, con salarios promedio de entre 340 y 360 dólares, son México, Perú y Colombia. Desde el inicio de la crisis internacional de 2008, sólo se recuperaron las exportaciones de Perú, que cuenta con fibras naturales especiales para prendas de alta gama, y las de Argentina. Sin embargo, en el caso local, la exportación es reducida, responde a otro modelo y tiene en la informalidad un cuello de botella muy difícil de romper.
La crisis desatada por las políticas de la convertibilidad ocasionó que el trabajo no registrado haya llegado a afectar, en 2002 y 2003, a la mitad de los empleos totales del país. En los años siguientes, la informalidad se fue reduciendo hasta llegar a un tercio de los ocupados, como resultado del crecimiento y de políticas específicas como el Plan Nacional de Regularización del Trabajo, el Monotributo Social, el Programa de Simplificación Registral, las campañas de sensibilización en los medios de comunicación y el régimen especial para el servicio doméstico redujeron.
A partir de 2010, las medidas empleadas toparon con núcleos duros de informalidad sistémica que no pudieron perforar. Entre ellos, el más significativo en la industria es el trabajo de la confección. Según estimaciones del INTI, los contratos no registrados fueron creciendo más rápido que los formales y, en la actualidad, perjudican a 120 mil empleados. Los puestos registrados, luego de haber caído a un mínimo de 25 mil en 2002, crecieron hasta 51 mil a fines de 2007. Luego, con una ligera baja en la crisis de 2009, su crecimiento se estancó en el nivel de 2007 y hoy representan menos del 30 por ciento de los empleos generados por el rubro.
El flagelo de la informalidad sectorial tuvo su origen en la abrupta liberalización comercial, con apreciación cambiaria y sin políticas de apoyo a la reconversión industrial, de los años noventa. Miles de empresas textiles, presionadas por la competencia de la sobreproducción asiática primero y luego también brasileña y la caída de la demanda interna, no resistieron, desmantelaron sus fábricas y quebraron. Algunos trabajadores, con un alto grado de especialización, que no podían reinsertarse en el mercado, recuperaron parte de las máquinas abandonadas y abrieron talleres marginales.
Las marcas de indumentaria nacionales, integradas a plataformas productivas, también fueron de-sapareciendo. Sin embargo, hacia fines de esa década surgieron otras compañías que pudieron adaptarse al nuevo entorno macroeconómico. La estrategia consistía en focalizarse exclusivamente en la diferenciación de productos por diseño y marca y en la comercialización, tercerizando las actividades industriales. Su abastecimiento provenía tanto de la importación como de los talleres informales que brindaban el servicio de confección. Para subsistir, esos establecimientos no registraban a parte de sus trabajadores o subcontrataban a otros talleres, que estaban en peores condiciones.
Los dueños de las marcas aprovechaban el atraso cambiario para viajar y mantenerse al día sobre las nuevas tendencias internacionales de la moda. El acelerado desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación también facilitaba esa tarea y permitía una fluida interacción con sus proveedores del exterior.
La apertura económica desdibujó, a nivel país, la relación trabajador-consumidor. Como explica el economista Ariel Lieutier en su libro Esclavos, “para el empleador, el salario del obrero dejó de ser el ingreso del consumidor de sus productos; pasó a ser sólo un costo, y como todo costo, trata de que sea lo más bajo posible”.
A su vez, en una región empobrecida por el efecto de las políticas neoliberales, crecía la inmigración de trabajadores de Bolivia y Perú, países con experiencia en el rubro, que alimentó de mano de obra precarizada a los talleres.
La devaluación de 2002 provocó un enorme abaratamiento de la fabricación local, que consolidó la nueva organización de la producción textil. Todos los eslabones de la cadena de valor obtuvieron altísimos niveles de rentabilidad y, en un mercado interno donde la importación se había encarecido, las empresas que pudieron sostenerse recuperaron su vitalidad. El cambio no implicó que las marcas revieran su estrategia de especialización ni que los talleres optaran por registrar a sus empleados. Por el contrario, los esquemas productivos y comerciales eran tan lucrativos que los casos se multiplicaron y afianzaron. El mercado nacional pasó a ser el único de Latinoamérica con más marcas locales que extranjeras en sus shoppings y el país se convirtió en el mayor exportador de franquicias de indumentaria de la región, aunque el modelo socavaba las condiciones productivas y sociales.
Ante las mayores restricciones a la importación de los siguientes años, los talleres externos informales se constituyeron en una base de apoyo esencial de las marcas, que no tenían en su proyecto de negocio la necesidad de internalizarlos. De hecho, en general, los dueños de las marcas más exitosas nunca tuvieron talleres propios y algunos de ellos hasta desconocen los nombres de las máquinas requeridas para fabricar sus productos.
La progresiva recuperación del poder adquisitivo de los sectores de menores recursos, postergados y excluidos en los años del uno a uno, generó una fenomenal demanda de ropa barata. Ese consumo no podía satisfacerse a través de los canales tradicionales de venta formales, que fueron colmados por la creciente demanda de los sectores de ingresos medios y altos. Así fueron expandiéndose canales alternativos e informales de comercialización, como las ferias, que cerraron un circuito no registrado y rentable de producción y venta.
Los mismos talleres informales (la mayor parte clandestinos) que proveían a las ferias también comenzaron a ser utilizados intensivamente por las marcas. Estas, si bien podían contratar a establecimientos regularizados, no realizaban un seguimiento efectivo que pudiera evitar que la producción encargada terminara siendo realizada por un taller ilegal a menor costo.
Como respuesta y tras el incendio de un taller clandestino en el barrio de Caballito de la Ciudad de Buenos Aires, ocurrido en marzo de 2006, el INTI desarrolló Compromiso Social Compartido. Es un programa de certificación voluntaria de empresas, en el cual el organismo público verifica el cumplimiento de una serie de requisitos de condiciones laborales dignas, del respeto al medioambiente y de la lealtad comercial.
Hasta hoy, la única empresa que lo suscribió fue la brasileña Santista, para la producción de ropa de trabajo de la marca Ombú. Con una posición dominante en el mercado y una elevada escala de producción, la compañía afrontó el incremento de costos que implica la formalización. Mientras que los trabajadores no registrados poseen ingresos de subsistencia muy por debajo del salario mínimo (3300 pesos), el costo de un costurero formal, en promedio y sin antigüedad, es de 8200 pesos (incluye aportes patronales y contribuciones sociales). Este diferencial, sin embargo, tiene muy poca incidencia en el precio de venta de una prenda de una marca reconocida. Según el estudio de la cadena realizado por Lieutier, el plus por tener un taller en regla equivale a menos de un 2 por ciento del precio que paga el consumidor.
No obstante, ese costo representa una porción significativa de la ganancia de la marca. En un marco de aumento generalizado de costos, fue un factor que las desalentó a formalizar y controlar a los talleres que utilizan. Ahora bien, la principal razón es el desinterés de los dueños de las marcas por conocer las especificidades del mundo productivo. Cuando han logrado ser exitosos a través de la construcción de marcas, se resisten a rever su modelo de negocio. Evidentemente, los directivos de esas firmas evaluaron que las multas y el deterioro de la imagen de las marcas por las denuncias de explotación de mano de obra esclava son inferiores que el de tener que internalizar la producción y/o contratar sólo talleres regularizados con sistemas de control efectivos.
Al menos, la inclusión de la explotación laboral en la nueva ley de trata, sancionada a fines de 2012, generó preocupación en el sector.
La preeminencia de relaciones de mercado provocó que los programas de fiscalización del Ministerio de Trabajo, por su parte, no sean capaces de corregir las irregularidades registradas. Los esquemas de represión frente a las estructuras productivas mínimas y flexibles de los talleres derivaron en peores situaciones de clandestinidad y explotación, donde la salud de los trabajadores está en grave riesgo.
La magnitud de la problemática sectorial y social requiere de políticas integrales que reúnan a todos los actores públicos y privados, vinculados con la producción y comercialización, y generen los estímulos para el desarrollo de inversiones. Un estudio liderado por Sergio Bagcheian, directivo de la Fundación ProTejer, con el apoyo de la Cámara de la Indumentaria, revela que bajo la incorporación de tecnología fabril de última generación y la creación de parques industriales de módulos óptimos de producción, es posible más que duplicar la productividad actual de los talleres. Ello podría hacer sustentable un modelo formal de desarrollo industrial de una cadena activa en todos sus eslabones con alto potencial de exportación de productos de reconocido diseño.
Este camino deberá garantizar el mantenimiento de las fuentes laborales y su formalización, en simultáneo con la mejora de la competitividad sectorial para afrontar un escenario mundial donde la exclusión y explotación recrudecen.
* Economista de la Sociedad Internacional para el Desarrollo y del Geenap.
@marianokestel
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