Dom 09.03.2014
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EL PERONISMO, LA OFERTA, LA DEMANDA Y LA INFLACIóN

La batalla de la producción

En la primera mitad de la década del ’50, gobierno, empresarios y sindicatos advertían un inconveniente en la esfera de la producción y coincidían en vincularlo con el problema de la escasez y la inflación.

› Por Manuel Socias * y Marcos Schiavi **

“Producir, producir, producir!”, arengaba Perón al momento de explicar en qué consistía la batalla de la producción, un programa que se proponía incrementar la oferta de bienes en un contexto de suba de precios. Así planteada, la consigna condensaba toda una declaración de principios: el bienestar no se agotaba en la esfera del consumo ni se trataba sólo de distribuir lo existente, también era necesario aumentar lo producido.

En paralelo, entonces, con una política gubernamental de defensa del consumidor que iba más allá del precio final de los bienes y servicios y se comprometía con la regulación del envasado, el etiquetado, la publicidad y otros aspectos del consumo masivo, el gobierno, el movimiento obrero y los empresarios también discutieron sobre producción, en particular sobre volúmenes y productividad.

A mediados de 1947, la Asociación Obrera Textil planteaba la necesaria colaboración que podía brindar el sindicato en la campaña contra la carestía. La propuesta incluía la formación de comisiones técnicas especiales, las cuales deberían establecer los volúmenes de producción y los valores de mercado para cada artículo. Obviamente, en estas comisiones debía haber participación de la asociación sindical y no sólo se debería controlar la fabricación sino también la cadena de distribución, componente central del proceso de formación de precios.

Unos meses después, el mismo sindicato presentó un proyecto de ley de producción, que establecía la creación de un consejo integrado por la banca, el Estado, las patronales y los obreros, cuyo objetivo era aumentar la producción para abaratar costos y garantizar niveles de empleo. En 1946, la Unión Obrera Metalúrgica aprobó una reglamentación para comisiones internas, uno de cuyos artículos proponía “que se eleve la producción en cantidad y calidad, sin que signifique un sacrificio físico, sino como obligación moral y para bien de todos los compañeros y para la economía de la Nación en especial”. A su vez, en las negociaciones paritarias de 1947 propuso la creación de una tarjeta de producción para seguir su evolución, controlada diariamente por el trabajador, el industrial y la comisión interna.

Desde un comienzo, para el sector empresario el problema no era de volúmenes de producción, sino de baja productividad. El aumento del ausentismo, las declaraciones de insalubridad, la indisciplina fabril, el poder de las comisiones internas y de los delegados, es decir, gran parte de los logros sindicales, eran para los empresarios la causa de una continua afectación a la productividad. Dicho de otra forma, cuando hablaban de productividad, los industriales no reconocían atrasos tecnológicos o falta de inversión, se referían, por el contrario, a cuestiones de costo de mano de obra y disciplina laboral.

Esta preocupación se hizo más acuciante a partir de la crisis económica de comienzos de la década del ’50, generando un aumento en la conflictividad laboral. Durante la negociación colectiva de 1954, por caso, los empresarios propusieron atar los aumentos salariales al incremento de la productividad, cuestión que no pudieron imponer completamente. Este proceso llevó, finalmente, a la realización del Congreso Nacional de la Productividad y el Bienestar Social en marzo de 1955, propiciado por el gobierno.

Allí una discusión que se presentaba como semántica (“¿Qué es la productividad?”) escondía, en rigor, una disputa más sustantiva: sobre qué espaldas debía recaer el esfuerzo para combatir la escasez, la inflación y la obsolescencia. La representación patronal fue contundente: “Si no es posible fundar la mejora de los rendimientos acudiendo a la moderna mecanización y a la novísima automatización, se tendrá que resolver el problema a partir de los equipos y planteles actuales”. Traduciendo: clausurada la inversión en mejoras tecnológicas, había que exprimir lo existente hasta el límite de sus posibilidades. La posición obrera invertía la carga de la responsabilidad. Al respecto, Eduardo Vuletich, secretario general de la Confederación General del Trabajo, afirmó: “Las más de las veces, la mano de obra se ve privada de toda posibilidad de eficiencia por las condiciones absolutamente impropias en que le toca desempeñarse; [ésta es] una cuestión de palpitante actualidad, en la que convendría pongan su atención con provechosos resultados los empresarios, quienes sólo esperan que los problemas, derivados de las insuficiencias y deficiencias de la producción, los afrontemos y superemos únicamente nosotros los trabajadores”.

Gobierno, empresarios y sindicatos advertían un inconveniente en la esfera de la producción y coincidían en vincularlo con el problema más epifenoménico de la escasez y la inflación. En lo que no acordaban, y que en definitiva obturó la salida al problema del desarrollo, era a quién atribuirle la responsabilidad por aquellos cuellos de botella

* Politólogo.

** Historiador.

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