› Por Mariano Kestelboim *
La inflación es el centro de las críticas a la política económica de los últimos años. La discusión pública gira en torno de sus causas, su nivel y cómo bajarla. Pero los cambios que produce en la estructura de precios relativos casi no se tratan. Y es muy relevante que unos precios suban más que otros o que lo hagan a distintos ritmos. En este sentido, la teoría más repetida –la monetarista– nada explica.
Las variaciones de los precios relativos son determinantes del esquema de incentivos a la producción. A su vez, parte de las diferencias que se generan entre sectores da cuenta de las relaciones de poder existentes y de la necesidad de una regulación pública orientada en favor del desarrollo.
Redunda el lamento de que, como resultado de la inflación, en nuestro país “todo está caro”. Es la paradoja de altos salarios en dólares y bajo poder de compra. Se sabe que los alimentos lideraron, por lejos, los aumentos de precios, que las tarifas de los servicios públicos subsidiados quedaron rezagadas, que aumentó la presión tributaria y que los sectores sociales postergados en los noventa recuperaron poder de compra; no mucho más.
El deterioro de las estadísticas oficiales y la dificultad de acceso a datos sobre la evolución histórica de precios complica el seguimiento de los efectos distributivos de la inflación. Desde el ámbito privado y académico tampoco se hicieron grandes esfuerzos de investigación.
Una excepción es el análisis de Pablo Manzanelli y Martín Schorr, publicado en Cash el 10 de marzo de 2013. Los investigadores de Flacso observaron que “entre 2001 y 2010 los precios mayoristas de las industrias oligopólicas se incrementaron el 8 por ciento por encima del promedio industrial, mientras que las ramas fabriles con mayores niveles de competencia aumentaron sus precios el 10 por ciento por debajo de la media”.
Ese informe se circunscribe al sector industrial que debe competir, en mayor o menor medida, con la importación. Si bien la administración comercial moderó su crecimiento, el monto en dólares de las compras externas de bienes de consumo e intermedios se multiplicó por cuatro entre 2003 y 2013; sólo bajó cuando cayó el consumo privado (2009 y 2012).
Ante esa competencia, los aumentos de precios industriales –medidos en dólares– tienen un techo. No pueden superar niveles que excedan significativamente los internacionales de mercaderías similares más los costos para su ingreso en el mercado local (impuestos, transporte y seguro). En consecuencia, la evolución de esos precios posee cierta correlación respecto del comportamiento del tipo de cambio.
En cambio, los aumentos de precios de los servicios no transables (son los que no se pueden importar o exportar como los financieros, seguros, alquileres, seguridad, administrativos, marketing, transporte y telecomunicaciones) sólo están limitados por la competencia interna y la capacidad de la demanda de avalarlos. Por lo tanto, frente a un aumento del consumo, pueden subir independientemente de la evolución del tipo de cambio.
Cuando el tipo de cambio queda retrasado respecto de la inflación, estos sectores se reposicionan en la estructura de precios relativos. Por eso, cuando la cotización del dólar aumenta, las industrias aprovechan que la competencia externa se encarece y buscan ganar o recuperar terreno respecto de sus costos no transables.
En consecuencia, la medida de sus aumentos luego de una devaluación no está explicada en un todo por la incidencia del costo de sus insumos importados. Su límite está dado por eventuales regulaciones estatales, por el nivel de la participación de su oferta en el mercado interno y por la capacidad de la demanda de soportar las subas.
El hecho de que los precios al consumidor de productos industriales –en dólares– hayan llegado a valores mucho más altos que en otros países tiene poco que ver con el costo industrial. El precio que paga el consumidor está compuesto por costos productivos, de servicios no transables e impuestos. De hecho, los precios locales al consumidor son elevados tanto si los productos fueron elaborados en el país como si son importados. Por caso, un estudio de la Fundación Pro Tejer, de la industria de la confección, da cuenta de que el precio de venta, a nivel industrial o de importación, de una prenda de vestir de marca y comercializada en un local formal representa, como máximo, sólo el 18 por ciento del precio de venta al consumidor. El restante 82 por ciento corresponde a costos no transables, a la ganancia del comercializador y a impuestos. En una magnitud levemente menor, este fenómeno se replica en el resto de los sectores.
En definitiva, el grueso de la competitividad no se juega en el nivel de productividad de la industria, que es clave en términos de creación de empleo y de potencial de aprendizaje y desarrollo tecnológico. El problema de la competitividad se concentra sobre todo en los mercados de menor competencia interna y externa, como el financiero, el de las grandes superficies comerciales, el inmobiliario y el de las telecomunicaciones, cuyas tarifas multiplican varias veces –en dólares– a las internacionales.
La estructura de precios relativos de los primeros años de la posconvertibilidad, donde los precios de los productos transables (primarios e industriales) habían subido más que los servicios no transables, era eficaz para incentivar la producción. Mientras que, entre 2001 y 2006, el nivel general de precios mayoristas (transables) trepó 168 por ciento, según el Indec, el IPC en el mismo período registró aumentos del 50 por ciento en vivienda, transporte y comunicaciones, 53 por ciento en educación y 63 por ciento en salud.
No obstante, la nueva estructura de precios relativos tenía perdedores en la distribución del ingreso. Primero, los jubilados con haberes de más de 1000 pesos (recibieron un solo aumento del 11 por ciento, contra una inflación del 91,2 por ciento, entre 2001 y 2006). En segundo lugar, los empleados del sector público (sus ingresos subieron 33 por ciento en el mismo lapso). Por último, los trabajadores no registrados (47 por ciento).
Por su parte, las actividades no transables, cuya venta depende exclusivamente del consumo local, habían sido relativamente desfavorecidas en esos años. Con una demanda sin recuperarse plenamente –el desempleo hasta 2006 se mantuvo en dos dígitos–, habían quedado con una participación en el ingreso nacional más pequeña que en la convertibilidad, aunque con un panorama más promisorio por la reversión de la caída de sus ventas. Como ejemplo, la facturación de los empresarios gastronómicos, en relación con la estructura de precios relativos de los noventa, prácticamente se tenía que duplicar para adquirir la misma cantidad de insumos.
Esto no significaba que los sectores no transables tuvieran necesariamente una baja tasa de ganancia. Los salarios –en muchos casos principal componente de sus estructuras de costos– habían caído a su piso histórico. Si bien se iban recuperando, ese proceso también generaba un incremento de la demanda, junto con la generación de puestos de trabajo. Y, en la medida en que su actividad crecía, obtenían economías de escala.
Esa estructura de precios relativos comenzó a resquebrajarse a partir de 2007. Con tasas de desempleo y subocupación que bajaron a un dígito, recuperado el poder sindical, disparadas las primeras fuertes subas de los precios internacionales de los alimentos y, en especial, con un consumo interno fortalecido por la recomposición salarial y el intenso proceso de inclusión social, las empresas de servicios no transables pudieron comenzar a aumentar precios en mayor medida que las de bienes transables. Así, en un escenario de inflación más alta y con un tipo de cambio que registraba sólo leves subas, los no transables fueron recuperando el predominio que habían perdido cuando estalló la convertibilidad.
Como ejemplo de un fenómeno general, con la suba del dólar en 2002, el precio del hilado de algodón llegó a escalar 158 por ciento (levemente por debajo de los aumentos generales de los precios mayoristas). Bajo la nueva estructura de precios relativos surgida en los primeros años de la posconvertibilidad y hasta 2006, un kilo de hilado costaba el equivalente a un envío de una caja desde la Ciudad de Buenos Aires hasta Rosario. Luego del proceso inflacionario de los últimos ocho años, ese envío vale 135 por ciento más que el hilado, casi como en los noventa, cuando la industria desaparecía –el hilado subió casi cuatro veces y el flete ocho veces y media–.
Este caso no es un hecho aislado explicado por el aumento reciente del combustible. En 2002, un café en una confitería de Palermo costaba alrededor de 1,80 peso, en 2007, alrededor de 3 pesos, y hoy vale cerca de 24 pesos. Un plan familiar de una empresa líder de salud costaba 430 pesos en 2002; en 2007 alcanzó los 700 pesos y ahora un servicio con similares características vale 3700 pesos. Una evolución parecida se registró en el resto de los precios al consumidor, afectados por la suba de los costos de rubros no transables.
La inversión insuficiente en segmentos colmados y estratégicos, como las superficies de venta en áreas densamente pobladas, con un sistema de transporte saturado, favoreció el reposicionamiento de los sectores vinculados con la comercialización en la estructura de precios relativos. Este fenómeno se expresó en el notable aumento de los precios de los alquileres en las mejores zonas comerciales y agravó la dispersión de precios.
La actual estructura de precios relativos refleja graves desequilibrios, en detrimento de los bienes transables que deben corregirse con mayor intervención pública en los mercados. La reciente decisión de mantener los subsidios para el consumo industrial de gas va en ese sentido. No obstante, existen, por lo menos, tres grandes diferencias con el modelo neoliberal. Primero, los trabajadores y la recaudación fiscal poseen una participación mayor en el alto ingreso de los no transables. Esos recursos se vuelcan al mercado interno como consumo privado y gasto público, lo cual sostiene una demanda interna robustecida. Antes las ganancias extraordinarias en dólares de las empresas de servicios no transables se fugaban masivamente y sin costos extras al exterior, las fábricas cerraban, el desempleo abrumaba y los asalariados no podían reclamar subas.
Segundo, a pesar de los altos costos internos, la administración del comercio exterior y las economías de escala propias de un mercado interno ampliado permiten que la industria mantenga los empleos creados en su etapa de mayor crecimiento (2003-2011). Sin embargo, en la situación actual de precios relativos desfavorables para su actividad, los márgenes de rentabilidad de las pymes industriales, asfixiadas por las grandes empresas, son muy magros.
Tercero, los elevados precios de los recursos naturales generan un ingreso extraordinario de dólares que permitió un gran desendeudamiento, a diferencia de la convertibilidad, cuando las privatizaciones y la toma de deuda externa había sido el combustible de un modelo que hundió al país.
Estudiar los cambios en los precios relativos es un paso elemental para saber qué sectores ganan con cada modelo, cuáles pierden y sobre todo cuál es la matriz de precios relativos consistente para fomentar el desarrollo productivo y la equidad. Investigaciones públicas de este tipo enriquecerían el debate sobre qué políticas se deben aplicar. A su vez, también permitiría dilucidar por qué ciertos grupos de poder promueven determinadas políticas económicas y rechazan otras.
* Economista de la Sociedad Internacional para el Desarrollo.
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