CIENCIA Y FENóMENOS SOCIALES
› Por Andrés Asiain y Lorena Putero
El uso de las matemáticas en la ciencia económica se ha convertido en abuso. Una breve ojeada de las revistas académicas del Primer Mundo muestra artículos llenos de ecuaciones y demostraciones matemáticas que espantan a quien se acerca a la ciencia con intenciones de comprender fenómenos sociales como el alza de los precios, la desigual distribución del ingreso o el desempleo. Si alguno imagina que el uso de las matemáticas se debe a la búsqueda de una mayor precisión en la explicación de los acontecimientos económicos, se toparía con el fenómeno contrario: se sacrifica el poder explicativo de los fenómenos económicos para sustituirlos por comportamientos irreales pero más simples de formalizar.
Sociedades conformadas por individuos obstinados en maximizar su utilidad, iguales los unos a los otros, conocedores de todo lo que pasó y va a pasar a lo largo de su vida; emprendimientos donde se contratan factores productivos mediante cálculos marginales de producción e ingresos, máquinas que se transforman en trigo y se combinan infinitesimalmente con trabajo humano en x proporciones, no son una historia de ciencia ficción, sino los supuestos habituales sobre cómo funciona el mundo realizados por ciertas corrientes de pensamiento económico en su afán de reducir los comportamientos sociales a una serie de ecuaciones.
Con semejante alejamiento entre pensamiento económico y los hechos concretos, nadie debe sorprenderse de que, ante el reciente estallido de una de las mayores crisis económicas de la historia del capitalismo, la mayor parte de los economistas de prestigio académico no hayan alcanzado a esbozar, siquiera, un intento de explicación.
Para comprender los intereses detrás de la matematización de la economía es bueno remitirse a los orígenes del fenómeno. En los finales del siglo XIX, la escuela clásica cuyas bases fueran sentadas por Adam Smith y David Ricardo se encontraba en declinación frente al ascenso del pensamiento marginalista como nueva ortodoxia en el interior del liberalismo. Las nuevas ideas forjadas por intelectuales como Williams Stanley Jevons, Carl Menger o León Walras abandonaban la teoría del valor trabajo como fundamento de los precios y el análisis de una sociedad divida en clases sociales. Con un intensivo uso de las matemáticas que asimilaba la economía política (que en esos tiempos sería rebautizada como “economía” a secas) a una ciencia dura, planteaban un análisis ahistórico de los problemas económicos, a partir de una serie de supuestos sobre el comportamiento de individuo.
Este ascenso del marginalismo traducía, en el interior de la ciencia económica, las tensiones que generaban el concepto de valor trabajo y el estudio de los contrapuestos intereses de las clases sociales, que Marx había tomado del análisis económico clásico para desarrollar su teoría de la explotación y brindar una doctrina revolucionaria a la clase obrera organizada. Las razones para depurar la ciencia económica de tan incómodos conceptos quedaban a la luz en una carta que Auguste Walras le escribió a su hijo León, el 6 de febrero de 1859:
“Algo que encuentro perfectamente satisfactorio en el plan de tu trabajo es tu intención –que apruebo desde cualquier punto de vista– de mantenerte en los límites más inofensivos respecto de los señores propietarios. Hay que dedicarse a la economía política como uno se dedicaría a la acústica o la mecánica” (citado en Screpanti y Zamagni, Panorama de historia del pensamiento económico, 1997, p. 165).
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