Dom 01.06.2014
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› Por Mariano Kestelboim *

La explicación más frecuente de la pérdida de competitividad de la economía local se resume en que la inflación acumulada, en especial desde el año 2007, fue mayor que la suba del dólar. Se observa que el problema no se resuelve devaluando, ya que generaría más inflación y caída del poder adquisitivo de la población. El atraso cambiario parece un callejón sin salida. Los cañones del establishment apuntan a combatir la inflación con “un paquete serio de medidas”. Las únicas expresadas son la reducción del gasto público, de los impuestos y la liberalización del comercio exterior, recetas que ya se aplicaron a rajatabla en los noventa y culminaron en la peor crisis de la historia. En un escenario utópico en el que todos los precios (incluidos el dólar y los salarios) crecieran igual y al mismo tiempo, por más alta que fuera la inflación, no se resignaría competitividad.

Bajó la competitividad porque las subas de precios de bienes y servicios no transables (son los que no compiten con la importación, como los financieros y los comerciales), fueron demasiado bruscas en relación con la de los precios de los productos que sí compiten con la oferta del exterior. La mejora del 50 por ciento de la productividad industrial, desde 2002 según la UIA, no alcanzó para compensar ese dese-quilibrio.

Eliminar la inflación tampoco incrementaría la competitividad, manteniendo la actual estructura de precios relativos. Su recuperación siempre se consiguió en Argentina con una fuerte contracción del poder adquisitivo de los trabajadores. Políticas alternativas, como primer paso, deberían identificar a los sectores que lideraron las subas de precios.

Una opción es tomar al año 2001 de base dado que formó parte de un modelo con precios estables que duró una década.

La gran suba de las cotizaciones internacionales de los recursos naturales impulsó la demanda de terrenos. Así, sus precios ocuparon la cima entre los que más treparon en los últimos 13 años. El valor promedio de la tierra, por hectárea, en la pradera pampeana, pasó de 3600 en 2001 a 165.000 pesos en marzo de 2014, según la revista Márgenes Agropecuarios. Ese aumento fue del 4800 por ciento, casi 6 veces la inflación acumulada desde diciembre de 2001 hasta abril de 2014, calculada en 774 por ciento por el Centro de Estudios Económicos y Sociales Scalabrini Ortiz, que utiliza las estadísticas de las provincias. Los arrendamientos, por su parte, subieron 3100 por ciento, en línea con el ascenso del precio internacional de la soja. La costumbre de ver los precios de inmuebles publicados en dólares disimula la magnitud real de su variación.

Los precios de los inmuebles de uso comercial ocupan el segundo lugar del ranking. Su medición es más compleja porque el fuerte crecimiento de la última década, sin planificación urbana y ordenamiento territorial, hizo que ciertas zonas se revalorizaran mucho más que otras. La última publicación de la Secretaría de Planeamiento del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, de enero de 2014, indica que el precio promedio del metro cuadrado en la ciudad era de 2600 dólares, con un mínimo de 74 dólares y un máximo de 25.000 dólares. Los aumentos, en general, superaron el 3000 por ciento.

El mismo informe señala que el precio promedio de alquiler de locales creció 830 por ciento, entre diciembre de 2001 y el mismo mes de 2013. Este bajo crecimiento respecto del precio de los inmuebles se debe a que la principal variable de ajuste del costo de alquiler es la “llave”, un pago utilizado como derecho de admisión. Los propietarios, abusando de su poder de mercado, la cobran al inicio del contrato y en las renovaciones para asegurarse su renta inmobiliaria. A diferencia del alquiler, la llave es independiente de la viabilidad del proyecto comercial. Entre 2001 y 2003, no se cobraba llave y hoy se llegan a pactar pagos de hasta 28 alquileres por adelantado en las zonas de mayor accesibilidad comercial.

El precio de venta promedio de los inmuebles de uso residencial está en tercer lugar. En la Ciudad de Buenos Aires escalaron 2600 por ciento. Sin embargo, la suba de los precios de alquiler, con el techo del poder de compra de los hogares, en general, no trepó más de 700 por ciento. Dinámicas similares se pueden hallar en el resto de los centros urbanos del país.

Las rentabilidades extraordinarias de la industria en los primeros años de la posconvertibilidad y las del sector agroexportador, derivadas de la devaluación de 2002 y de los aumentos de los precios internacionales de los commodities, motorizaron la compra de inmuebles como inversión. La poca confianza en los bancos impidió que gran parte de esos excedentes ingresaran al circuito financiero. Sobre la base real de revalorización inmobiliaria, vinculada también con el crecimiento del consumo, se montaron acciones especulativas que exacerbaron los aumentos de precios.

Los valores de los alquileres comerciales debieron esperar para reaccionar tras la crisis de 2001/2002 –operan con contratos de plazos largos–. No obstante, cuando la oferta se fue saturando, sus aumentos actuaron como un resorte que impactó de forma generalizada en la formación de precios de los rubros de consumo masivo. El fenómeno se verifica en la amplia dispersión de precios.

La incidencia de los costos de ocupación y la dispersión de precios crece a medida que el costo industrial de lo que se comercializa es más bajo. Un café en una confitería de Palermo puede costar tres veces más que en una confitería con la misma calidad de servicio ubicada en Lugano.

Si bien el costo inmobiliario ganó participación en las estructuras de costos, las relaciones de precios históricamente han tendido a ser relativamente estables. El resto de las empresas de los distintos rubros no cedió tantas posiciones en la distribución del ingreso. Un contexto con restricciones de oferta, paulatina depreciación del peso, políticas de inclusión social y de apoyo a los trabajadores para negociar aumentos salariales alimentó la puja distributiva.

En la industria, los proveedores de insumos de uso difundido, las grandes empresas de alimentos y el sector automotor, que poseen un alto poder de mercado y, en algunos casos, barreras paraarancelarias a la importación, no quedaron muy rezagados en la carrera de aumentos. Los que perdieron fueron los trabajadores no sindicalizados, las pymes industriales que compiten entre sí y con la oferta externa, y los pequeños proveedores de servicios también sin posición dominante en el mercado (limpieza, seguridad, legales, administración, etc.).

Los subsidios a las tarifas de agua, energía y transporte, moderaron por un tiempo la pérdida de competitividad, hasta que su incidencia en las estructuras de costos llegó a niveles tan bajos que ya no pudieron compensar la persistente suba de otros costos.

El gran aumento de precios de servicios no transables de sectores concentrados o de oferta restringida (telecomunicaciones, financieros, inmobiliarios, comercios de grandes superficies, entre otros) provocó que la tasa de ganancia de las empresas de rubros de consumo masivo creciera mucho más cuando se vende más volumen industrialmente procesado. La ecuación la aplican intensivamente las grandes cadenas comerciales, como Starbucks, McDonald’s o los cines con la venta de pochoclo. Con un pequeño aumento de precios se ofrece una cantidad desproporcionadamente mayor. Esto no sólo es producto de estrategias de venta, se debe a que la participación de los costos no transables de su negocio creció en detrimento de la mercadería que comercializan.

Este escenario se potenció por el cambio en las condiciones mundiales de producción. El crecimiento industrial asiático –con altísima explotación laboral–, el desarrollo tecnológico y las mayores escalas bajaron los costos industriales en relación con los precios de los servicios o bienes que no se pueden comercializar internacionalmente. En consecuencia, el mayor excedente económico se extrae de las actividades que no compiten con la producción asiática. De este modo, los costos de producción en ciertos casos son ínfimos en relación con los precios de venta. En la ropa de marca, por ejemplo, el costo industrial, en general, representa menos del 18 por ciento del precio de venta.

El poder de mercado del retail, en especial cuando puede importar o negociar con pymes, también permite que sus costos de abastecimiento cayeran respecto de sus costos totales. Por eso, en el mundo y en Argentina han florecido las cadenas de comercialización en múltiples rubros (gastronomía, farmacias, ferreterías, kioscos, etc.) que tienen más capacidad para negociar condiciones de compra. Las cadenas, asociadas a bancos, son tomadoras de rentas productivas y aprovechan su poder de mercado en su abastecimiento a escala para instalarse en las zonas más revalorizadas del mercado, cruciales para captar rentas. Esta menor incidencia de los costos industriales en la formación de precios también provocó que las mayores alzas de precios hayan tendido a darse cuando más peso tienen los costos no transa-bles sobre los costos totales (por ejemplo, gastronomía y ropa de marca).

El crecimiento del consumo y los altos costos fijos no transables, como el alquiler, impulsaron a las tiendas a extender horarios de atención. Y, sin una ampliación suficiente de las superficies de venta, el fenómeno también contribuyó a la ampliación del comercio informal.

En los países desarrollados hay regulaciones que impiden que los negocios de grandes superficies se ubiquen en las zonas residenciales. También, para desalentar la especulación, castigan en forma tributaria al inmueble vacío y las urbanizaciones privadas deben aportar espacios de su superficie para vivienda de sectores de bajos ingresos. En Argentina, en cambio, el único criterio que ha regido el ordenamiento del mercado es el rentista, que agrava la dispersión de precios y los abusos.

Para ser competitivos por salarios bajos como a principios de la posconvertibilidad, el Gobierno podría devaluar más, hasta provocar un nivel de desempleo lo suficientemente alto. Los salarios y los servicios no transables que dependen del consumo interno perderían la carrera de precios con los sectores transables que pueden exportar o sustituir importaciones y el país volvería a ser competitivo.

Ante la urgencia de principios de año, el Gobierno avanzó tibiamente en ese sentido. La devaluación mejoró un poco la competitividad y los trabajadores perdieron parte de su poder de compra, sin que haya implicado bruscas bajas como en crisis anteriores. Sólo se ganó tiempo. Sin un ajuste profundo, sólo se puede recuperar competitividad de dos formas. Una, con un endeudamiento externo que se oriente a realizar transformaciones estructurales en el tejido productivo y amplíe la infraestructura para mejorar la productividad. Dos, con política industrial. Ella implica una redistribución de rentas para ser utilizadas en un sistema de incentivos también en favor del desarrollo productivo; esta opción requiere utilizar todo el set de políticas de forma coordinada y conociendo la lógica de funcionamiento de cada cadena de valor. La incógnita es si la falta de decisión por esta alternativa obedece a limitaciones técnicas, burocráticas, a intereses cruzados o es que el Gobierno evalúa que las represalias de los grupos de poder afectados podrían generar elevados costos políticos.

El kirchnerismo visualizó la necesidad de redistribución de rentas. Las medidas más importantes fueron la suba de las retenciones, la estatización del sistema previsional y la expropiación de YPF. El país soportó las disputas políticas que implicaron y logró el mayor proceso de inclusión social de la historia de Latinoamérica. Ahora bien, seguir tomando recursos a través de la estructura impositiva actual, con sobrecarga en sectores medios y de la producción pyme, es un camino que se agota y agrava los problemas de competitividad. Hay que emplear políticas industriales. El sostenimiento del proyecto actual lo requiere.

* Economista de la Sociedad Internacional para el Desarrollo.

@marianokestel

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