› Por Néstor Restivo
Desde Beijing
Desde el aeropuerto Pudong de Shanghai hasta el centro, distancia que equivale a la que va desde el aeropuerto de Ezeiza al Obelisco, se tarda siete minutos a 300 kilómetros por hora en el Maglev, el tren de levitación magnética. De esa ciudad a Nanjing, vieja capital del país, donde el gobierno argentino compró a la empresa CSR los vagones para el tren San Martín, se demora una hora y media en el tren bala, que también alcanza esa velocidad. Y el mismo tren de Nanjing a Beijing, la capital, más de 1000 kilómetros de distancia hacia el norte, toma cuatro horas por el mismo medio. En todos esos recorridos, o en el que va de Shanghai a Ningbó, el mayor puerto chino, a un par de horas por una autopista que incluye un puente interminable sobre el mar, el segundo más largo del mundo (el primero está también en China, en la bahía de Jiazhou, conectando con la ciudad de Qingdao), luce una sucesión inagotable de fábricas y barrios construidos o construyéndose, centrales que escupen humo sin problema y un cielo polucionado que no deja ver el sol casi ningún día, salvo cuando cambia el viento, unas horas.
La contaminación es uno de los costos más visibles de la industrialización de vértigo que China logró en tres décadas, un proceso que a otras potencias les llevó dos siglos.
Los sitios nombrados están al este de la República Popular China, sobre el mar, o un poco hacia adentro, como Beijing, en una franja de unos 300 kilómetros de ancho que serpentea de norte a sur. Ahora las industrias, y en general las pesadas, metalmecánicas y siderometalúrgicas, que están al norte y hacen aún más contaminante el aire, se están mudando hacia el interior, para dejar que las ciudades de la costa que miran al Mar de China, las más conocidas como las mencionadas u otras como Shantou, Xiamen, Shenzhen o Guangzhou (Cantón), se dediquen al comercio, los servicios y la alta tecnología.
Ese fenómeno acelera otro de notable record en China, la urbanización, la mudanza masiva del campo a las ciudades por unos 20 millones de personas cada año (una “Argentina” por bienio). Ahí, dicen algunos en China, se abre otra oportunidad para Argentina: la venta de tecnología y know-how agropecuario al gran país asiático, ya que habrá menos campesinos labrando la tierra y se demandarán insumos y servicios para producciones más intensivos.
Como lección por evitar las hambrunas terribles vividas entre los años ’50 y ’60 del siglo pasado, China había garantizado su autosuficiencia alimentaria. Pero en años recientes el Partido Comunista gobernante tomó una decisión estratégica que abrió la posibilidad de grandes exportaciones de países como Argentina: abandonaron esa autosustentabilidad en productos como la soja o, crecientemente, el maíz, pasando a depender de importaciones. Así también los chinos ahorran agua y tierras cultivables (mucha menos superficie que en nuestro país, y contaminada) y se dedican a producciones más intensivas y de mayor impacto laboral, como frutas, verduras y hortalizas. Por cierto, en este tema recientemente se abrió en China un debate sobre la conveniencia de seguir importando transgénicos: una provincia, Hubei, ya avanzó en prohibiciones por un caso de arroz, y ello abriría toda una discusión en países productores como Argentina sobre su dependencia de exportaciones de ese tipo a países como China. Mientras, sus colosos empresarios, como Cofco, llegan al país comprando Nidera, que justamente tiene una división especial en genética para semillas.
Además de soja, Argentina (que en julio tornó a “estratégica integral” su vínculo con la RPCh, el segundo grado en importancia de la política exterior de Beijing, sólo superado por la relación con Rusia y algunos de sus vecinos del Sudeste asiático) tiene la perspectiva de otros consumos en China: los que en franco aumento, a medida que surge una nueva clase media urbanizada, se están observando en carnes, diversos congelados, lácteos, vinos y otros alimentos con mayor elaboración. Sin contar con otros acuerdos en materia financiera, como el swap entre bancos centrales o las inversiones en obras de infraestructura.
Volviendo a la economía de dragón gigante, que acaba de superar a Estados Unidos como mayor economía mundial medida en poder de compra en divisas, luce hoy una tasa de expansión anual de 7,6 por ciento, casi tres puntos menos que su asombroso promedio de las últimas décadas pero igualmente notable. La crisis mundial (caía de la demanda) pero asimismo una decisión interna tomada hace algunos años (depender menos del comercio y las inversiones externas y descansar más en el mercado interno) lo explican. Ese crecimiento se observa abrumadoramente en los aeropuertos, las estaciones ferroviarias, las construcciones, los puertos y tiene el nombre de “sueño chino” que hace las veces de un leit motiv del presidente Xi Jinping, quien propone a los 1350 millones de chinos que sueñen con un futuro de prosperidad y que apuesten en su propio país las riquezas que van acumulando.
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