› Por Hernán Letcher y Julia Strada *
Con la puesta en marcha del observatorio de precios, determinado por la reciente reforma a la Ley de Abastecimiento, retorna el debate sobre márgenes de ganancia e incentivos a la inversión. “Creemos todavía en la mano invisible del mercado”, fue la expresión del socialista Hermes Binner cuando se debatía la ley. “Copiar a Venezuela no le hace bien al país. La Ley de Abastecimiento es algo retrógrado e inconstitucional, y sólo existe en Argentina”, agregó el presidente de Fiat, Cristiano Ratazzi, complementando la opinión de Daniel Funes de Rioja (Copal), quien indicó que “en vez de mejorar las condiciones de negocios y la seguridad jurídica para fomentar la inversión, se consolida el intervencionismo del Estado en el mercado”. La andanada de críticas de la oposición política sobre el efecto que tendría la ley sobre la inversión tuvo también escalas en AEA y Massa, entre otros.
Meses atrás, el Foro de Convergencia Empresarial había reactivado el debate en relación con la participación del Estado en la economía en un documento titulado “Bases para la formulación política del Estado”. Dos propuestas resaltaban en el apartado económico: “La remoción de los factores que desalientan las inversiones” y “la eliminación de los factores que desalientan, restringen o prohíben las exportaciones”. El mensaje, con variaciones de estilo y sofisticaciones, caía en el lugar común del establishment económico: el problema es la intervención estatal en la economía, lo que se refleja en el desaliento de la inversión. La solución implica que el Estado deje de arbitrar el “partido económico” y permita que los capitales y los bienes fluyan libremente. De ese modo, habrá inversión, empleo y crecimiento.
En 1936, John Maynard Keynes, a través de la publicación de la “Teoría general”, alteró el orden causal del funcionamiento de las principales variables económicas. Pero fue el economista polaco Michael Kalecki, en 1933, quien pateó el tablero del pensamiento clásico.
Kalecki advirtió que la caída de salarios nominales generaba un aumento de los recursos de los capitalistas, pero también del stock de productos, ya que una parte de los mismos no podría ser vendida. Este aumento del stock podría evitarse si el adicional para los capitalistas se consumiera en su totalidad, compensando el descenso del consumo de los trabajadores debido a la caída del salario. Kalecki lo consideraba improbable, dado que el consumo de los capitalistas suele ser estable. Por tanto, si esa compensación no se producía, entonces el aumento de inventarios induciría a una retracción de precios, y por ende a la baja de los beneficios de los capitalistas. Emergería entonces una situación de depresión con alto empleo y capacidad instalada ociosa.
Kalecki afirmaba que “los capitalistas en su conjunto determinan sus propios beneficios según la magnitud de su inversión y su consumo personal..., ellos son los dueños de su propio destino”. Por eso, sus planteos apuntaron a lograr aumentar la inversión y a que el beneficio capitalista se reinvirtiera productivamente.
En esta línea, Kalecki efectuó una clara reivindicación del rol del Estado en el desarrollo económico, a través de la inversión pública y del subsidio al consumo masivo, elementos que conducen por vías directas e indirectas al aumento de la demanda efectiva de bienes y servicios y luego al pleno empleo. Los rebotes de esta intervención desencadenarían aumentos secundarios de la demanda de bienes y de la inversión. En palabras de Keynes, estamos frente al multiplicador de la inversión.
El orden de los factores esta vez “altera el producto”, ya que, por el contrario, el estímulo a la inversión a través de un incremento del beneficio de los empresarios tiene sólo un (posible) efecto indirecto sobre la generación de empleo. Ocurre si se asume que ese “ahorro” o incremento de excedentes de la clase empresaria se traduce en mayor inversión a futuro; no obstante, otras opciones son también factibles, como el simple atesoramiento.
La elección de política económica se plantea en dos planos, no necesariamente excluyentes, pero sí jerarquizables. Por un lado, la implementación de incentivos a los empresarios para que decidan invertir o incrementen el nivel de inversión (desgravaciones impositivas, desregulaciones normativas o netamente subsidios). Por otro lado, el direccionamiento del gasto público a la inyección de masa monetaria en el bolsillo de las mayorías (a través, particularmente, de la política social de corte distributivo) y de los sectores productivos que más lo requieren (como la orientación del crédito a ramas productivas y, especialmente, a pymes a menores tasas).
La política económica impulsada durante la valorización financiera (1976-2001) puso de manifiesto que la redistribución regresiva del ingreso vía expoliación de las grandes mayorías no se traduce, ni directa ni indirectamente, en mayor inversión interna. Durante la década de los 80, el estancamiento del PBI y de la inversión fue acompañado de un impresionante crecimiento de las ganancias de un grupo selecto de grandes firmas. Y el Estado tuvo un papel clave en esta tarea, tanto a través de la aplicación de políticas de promoción industrial como por la absorción de la deuda externa del sector privado –con una segunda apertura del régimen de seguros de cambio y con la posterior aplicación de los regímenes de capitalización de deuda–.
La promoción industrial tuvo por objetivo democratizar y federalizar el desarrollo fabril, pero en verdad terminó reforzando a los actores existentes, fuertemente oligopólicos. La yuxtaposición de distintos beneficios propició una promoción indiscriminada sólo a la formación de capital, y se terminó alentando la instalación de proyectos productivos que no explotaron al máximo los subsidios, sino que sacaron provecho de ellos maximizando ganancias. Entre 1980 y 1985, el 85,8 por ciento de la inversión privada en la industria se hizo a partir de proyectos de promoción, cifra que ascendió al 91 por ciento para 1985.
En cuanto a los seguros de cambio, a través de ellos se implementó la estatización de la deuda privada. Consistían en un acuerdo entre el Banco Central y el deudor, a través del cual el deudor se garantizaba cancelar su deuda en moneda local (pesos), evitando los posibles efectos de una devaluación. El Banco Central se hacía cargo de la deuda del deudor y debía pagar en dólares al acreedor extranjero. Como la variación del tipo de cambio era muy superior a la evolución de la inflación y a la tasa de interés de la operatoria, el Estado se hacía cargo de la mayor parte de la deuda del sector privado. Entre 1980 y 1989 la deuda externa se elevó de 27.200 millones a 63.300 millones de dólares, y el sector publico pasó de ostentar el 53,3 por ciento al 92,3 de la misma. Al contrario de lo esperado, el ahorro forzoso en una “economía de guerra” no se canalizó a la inversión productiva, sino que siguió su juego en la bicicleta financiera a través de la valorización local.
Desde el punto de vista económico, la reforma del sistema previsional y la reducción de los aportes patronales cumplieron un rol clave en el sostén de la valorización financiera: constituyeron el canal de “compensación” a las fracciones locales, mediando en su disputa con los grupos extranjeros, actores ganadores a partir de la crisis de 1989 y del Plan Brady en 1992. Como consecuencia de la reducción de aportes y la implementación del sistema de AFJP, el Estado dejó de percibir en el período 1994-2000 22.372 millones y 29.960 millones de pesos, respectivamente. En el mismo período, el déficit financiero, generado por los ingresos que el Estado dejó de percibir, ascendió a 54.615 millones, mientras que, no casualmente, entre 1994-2000 los montos correspondientes al pago de servicios de la deuda externa representaron una cifra similar: 54.446 millones. Así como los acreedores externos recibieron una porción creciente del gasto estatal, las fracciones dominantes locales, en el peor de los casos, obtuvieron una transferencia de recursos estatales equivalente a la de aquéllos.
El Estado argentino debió endeudarse para generar divisas que garantizaran esas transferencias y, a la vez, continuar con el ajuste del gasto. De este modo, el endeudamiento en el período 1994-2000 no tuvo origen en los intereses de deuda contraída en la dictadura, sino que tuvo por función cubrir el reparto de excedentes entre las fracciones dominantes, así como financiar el déficit del sector privado producto del déficit por servicios reales (turismo, marcas y patentes, y fletes), los servicios financieros de la deuda externa privada y la fuga que no se logró compensar con el endeudamiento y la Inversión Extranjera Directa del período.
Son otro capítulo de la subordinación del Estado. Uno de los casos más resonantes fue la privatización de YPF, la cual derivó en un escandaloso vaciamiento de la empresa por parte de Repsol. Se instaló una mecánica de sobreexplotación y subexploración para maximizar ganancias, rentismo cortoplacista que se manifestó en frondosas distribuciones de dividendos, y compras y subsidios de parte del Estado. En YPF esto significó una creciente caída de la producción, un notable vaciamiento de la petrolera en manos de Repsol, fuga de divisas e inversión en filiales fuera del país. A pesar de las grandes rentabilidades obtenidas, desde 1996 comenzaron a caer las inversiones en exploración a niveles cercanos a un tercio de las realizadas bajo el período estatal. La explotación se orientó a la exportación de petróleo y de gas natural y a la utilización de gas para las centrales térmicas.
En suma, como advirtió Kalecki, más ganancias ha sido sinónimo de más ganancias, pero no de mayor inversión. En nuestro país los procesos de desregulación y corrimiento por parte del Estado sólo significaron incrementar las arcas de la cúpula empresaria a costa de la redistribución regresiva para las mayorías populares.
* Centro de Economía Política Argentina (CEPA)
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