› Por Mario Rapoport *
La última declaración de la subsecretaria para Asuntos del Hemisferio Occidental de los Estados Unidos, Roberta Jacobson (“La economía argentina está en muy mala forma”), explica, sin decirlo en forma explícita, porque ese país se opone a la política de desendeudamiento argentino: cree necesario en cambio eliminar todos los controles sobre la economía. En especial, regresar a la desregulación del mercado cambiario y a un nuevo flujo de fondos externos. En suma, volver a políticas que nos llevaron a endeudarnos sin ton ni son como en el pasado para caer de vuelta en otra crisis como la del 2001. Una economía sin controles como la que nos pide, termina siendo controlada por otros.
La cuestión de la deuda externa constituye como sabemos uno de los nudos de nuestra historia económica, política y social. La perenne demanda de fondos de la Argentina, surgió de una aparente dificultad para acumular capitales que impulsó a sus gobiernos a suplirlos con endeudamiento, incluso cuando una y otra vez se mostró que tal intención resultaba, a la larga, profundamente gravosa y en ocasiones existían capitales propios. Además, la deuda no se fue construyendo mayormente al compás de nuestras necesidades, sino de la mayor o menor existencia de fondos líquidos en las potencias capitalistas, lo que explica su marcada inestabilidad, modelando el proceso del endeudamiento argentino y sus bruscas oscilaciones.
Los capitales de aquellas potencias se dirigen a la periferia buscando nuevas oportunidades de rentabilidad, ayudados por las políticas mencionadas por Jacobson de apertura, desregulación y estabilidad cambiaria promovidas para asegurar la colocación, movilidad y repago de sus capitales. Si en ocasiones han constituido un factor de crecimiento, por lo general fueron una vía de ganancias fáciles para los acreedores, y de movimientos especulativos, corrupción y escape del ahorro interno, a través de la fuga de esos capitales por las compañías transnacionales y las elites locales asociadas a ellas. Desde la última mitad del siglo XX resultaron, también, una herramienta de disciplinamiento económico por parte de los organismos financieros internacionales, obligando a los deudores a aplicar duras políticas de ajuste para garantizar los compromisos asumidos, y un modo de descargar las crisis sistémicas en los países periféricos.
En ese contexto, el proceso de endeudamiento ha ocasionado más daños que beneficios a nuestro país, bien controlados por esos organismos que no exigen en un principio ningún tipo de control. Lo que tratan de asegurar es que los flujos que ingresan partan de vuelta multiplicados con creces a sus lugares de origen. Asemejan, así, un agujero negro, como los del espacio, que traga a la larga nuestras riquezas.
En los últimos tiempos, con el predominio de las finanzas sobre la actividad productiva en la economía mundial se ha producido lo que Carlos Marichal llama “el dilema [...] entre soberanía nacional y globalización financiera”. El endeudamiento externo ha ido sacrificando cada vez más la soberanía jurídica de los países deudores a los intereses de los acreedores. Lo que benefició a un nuevo tipo de piratería financiera de forma aparentemente legal promovida por los llamados fondos buitre. Estos, surgidos del proceso de desregulación del sistema financiero que causó ya varias crisis a nivel regional o mundial, y en especial la última de 2008, realizan un nuevo juego especulativo que les da altos beneficios apoyados en su influencia política sobre los aparatos judiciales donde se resuelven los pleitos de la deuda. Y la solución del mismo no radica en caer en la trampa a la que nos quieren llevar, que afecta seriamente la reestructuración de la deuda (y otras futuras reestructuraciones en todo el mundo) sino en eliminarlos del escenario económico mundial permitiéndonos recobrar plenamente nuestra soberanía jurídica.
Los precandidatos presidenciales y economistas opositores hacen frente a las críticas de que carecen de un programa económico sustentable y ahora parece que lo poseen: es el de la Jacobson. Pero ese programa no contiene más que un solo postulado: devaluar y eliminar el llamado “cepo” cambiario, como si no tuvimos en el pasado un ejemplo palpable de los resultados de ese tipo de fórmulas, que introdujeron el más conocido cepo, el del dólar (o en otras palabras la dolarización de la economía), produciendo la crisis del 2001. Esto tuvo varias etapas previas, basadas en el endeudamiento externo y las políticas de liberalización y desregulación, hasta el fracaso del tipo de cambio fijo y de la convertibilidad.
En la época de la Inquisición el cepo era uno de los instrumentos más comunes de tortura, que permitía atar de pies y manos, para inmovilizar a los presuntos culpables y fue eliminado en la Argentina por la Asamblea del año XIII. Ahora la palabra se ha generalizado y es necesario explicar bien lo que significa. En realidad, cuando se habla de “cepo”, para referirse a los controles cambiarios, se está mencionando una cosa muy distinta, que ya practicaron anteriormente frente a restricciones o crisis externas, distintos gobiernos, empezando por los gobiernos conservadores, en los años ’30. Con él se procuraba estabilizar la economía frente a la caída del comercio exterior o de los términos del intercambio para relanzarla luego a través de la actividad estatal. Esas medidas se levantarían y volverían a implementarse bajo gobiernos de distinto signo según las coyunturas externas.
El intento de ponerle limitaciones a la compra de dólares para importar o ahorrar, y cierto control al movimiento de capitales, levantó ahora, desde un principio, una ola de reproches y la existencia de un dólar ilegal. Son aquellos que invocan la libertad de mercado como si ésta estuviera plenamente vigente en la crítica coyuntura mundial actual, donde el intervencionismo y el proteccionismo han tomado la delantera. O como si la no intervención en la economía fuera algo distinto que la intervención en favor de los más poderosos, que son los que reinan cuando la sociedad no les pone límites en función del bien común.
Los que proponen levantar los controles cambiarios quieren en verdad, aunque no lo dicen, una megadevaluación en beneficio de ellos mismos y en contra de las necesidades de la mayoría de la población que no vive de dólares sino de pesos, los que perderían inmediatamente gran parte de su valor. Es el cepo verdadero. Atar de pies y manos la economía de la mayoría de los argentinos a favor de una pequeña minoría; la única capaz de movilizarse en dólares.
La Argentina es un país mucho más dolarizado que, por ejemplo, México o Brasil, que usan su propia moneda para las operaciones inmobiliarias, y donde la gente común no piensa en dólares. El uso de las divisas tiene que servir únicamente en las transacciones con el exterior que sean necesarias y beneficiosas para el país, no para el ahorro de los particulares, ni para el mercado inmobiliario porque las casas no se construyen con dólares.
En este sentido, los escollos no son sólo externos sino fundamentalmente internos. Ante la falta de capital empresario propio, que prefiere resistir cualquier medida que contribuya al bienestar general o irse del país, el Estado tiene que suplir esa carencia. Para ello es preciso que nuestras políticas económicas estimulen la generación del capital interno necesario, a fin de obtener un financiamiento que garantice el crecimiento de las actividades productivas y no la especulación o la fuga de capitales. Los dólares necesarios para las inversiones de infraestructura, en electricidad, puertos, caminos, petróleo y la creación de industrias de nueva tecnología no vendrán principalmente de tomar fondos externos, aunque éstos, sobre todo en forma de inversiones directas sean necesarios para ciertos emprendimientos. Está en manos de muchos argentinos cuyos capitales se hallan reposando momentáneamente en las cajas fuerte de los bancos o en los paraísos fiscales o financiando actividades en otros países. Para lo cual no sirve la excusa de una crítica de las políticas económicas del actual gobierno, porque hace muchos años que un puñado de empresas nacionales y extranjeras tuvieron grandes ganancias que tampoco fructificaron con las políticas neoliberales, sin producir durante casi tres décadas crecimiento alguno de nuestra economía. Lo que no ocurrió en la última década con políticas basadas sobre todo en la inversión y el gasto público y en el aprovechamiento de mejores condiciones internacionales, que ahora se frenaron. Pero esto no puede reprochársele, porque aún con ciertos errores se creció sostenidamente entre el 2003 y el 2011.
Si a esto le agregamos la evasión fiscal y las debilidades del régimen tributario, que necesita una reforma en serio porque no es verdaderamente progresivo y un cúmulo de salarios privilegiados, transacciones financieras y de otro tipo no tributan, podemos tener un mejor panorama con respecto adonde van las ganancias y los dólares que resultan de ella. La solución está en utilizar el ahorro interno.
Las palabras pueden usarse en un sentido contrario a lo que significan: es la dolarización, con tipo de cambio fijo y convertibilidad, que sólo pospusieron la inflación a través del endeudamiento externo, y a costa del desempleo, la especulación financiera y la desindustrialización, las que arruinaron a la economía argentina y a la que los nostálgicos del neoliberalismo quieren volver.
* Profesor emérito, UBA, director de la Maestría en Historia Económica, FCE, UBA.
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