LA CRISIS ECONóMICA DE BRASIL
Las decisiones de ajuste económico impulsado por Dilma Rousseff deben ser leídas en el marco de los escasos márgenes de maniobra que enfrenta un gobierno acorralado por el sector financiero.
› Por Juan Veiras y Alejandro Bartis *
Devaluación, caída de los ingresos de la población, contracción del nivel de actividad, aumento del desempleo, deterioro de las cuentas fiscales y ahora también una rebaja en la calificación de riesgo crediticio. Brasil atraviesa una grave crisis económica cuyas derivaciones últimas resultan difíciles de prever. De acuerdo según diversas fuentes, la presidenta Dilma Rousseff registra –a sólo siete meses de haber asumido su segunda presidencia– una desaprobación superior al 70 por ciento. Las razones centrales de estos bajos niveles de popularidad, más allá de lo que puedan haber contribuido los resonantes casos de corrupción pública y privada recientemente conocidos, deben buscarse en la debacle que atraviesa la economía. En lo que va del año se generaron unos 800 mil nuevos desocupados en el área metropolitana –lo que representa un aumento del 75 por ciento respecto a diciembre– y se acaba de conocer el dato que marca que durante el segundo trimestre la caída del PBI se aceleró hasta alcanzar el 3 por ciento interanual.
Muchos observadores locales del proceso que se vive en el país vecino se han manifestado sorprendidos por el giro ortodoxo que adoptó la política económica petista ni bien comenzado el segundo mandato de Dilma. Sin embargo, resulta necesario tener en cuenta que el escaso margen de maniobra que hoy padece la presidenta es una consecuencia directa de la apuesta por un régimen macroeconómico ortodoxo que, desde un principio, impulsó el PT desde su llegada al Planalto.
Indudablemente, Lula fue un presidente progresista en el frente social. Como se sabe, impulsó un proceso de fuerte inclusión a partir de una serie de programas de transferencias de ingresos –como el Bolsa Familia– y de sucesivos aumentos del salario mínimo. No debe minimizarse la resistencia que debió enfrentar el gobierno para llevar a cabo estas políticas en un país caracterizado por una estructura social mucho más rígida y conservadora que la argentina. Sin embargo, en términos de política macroeconómica, Lula no mostró la misma audacia y continuó empleando dos de los instrumentos preferidos de la ortodoxia neoliberal para la gestión de la política económica: las metas de superávit fiscal y de inflación. En este marco, se aumentaron las tasas de interés y se convalidó una apreciación cambiaria del real con respecto al dólar que superó el 100 por ciento entre 2003 y mediados de 2011.
Inicialmente, gracias a la combinación de un contexto internacional favorable –importante mejora de los términos de intercambio y gran liquidez internacional– y del mayor consumo interno gracias al aumento de los ingresos de la población, la ortodoxia macroeconómica no impidió que Brasil creciera y generara empleo. Sin embargo, en paralelo al crecimiento con inclusión social, la política económica de Brasil gestó –entre 2003 y 2011– una gigantesca bicicleta financiera que habilitó extraordinarias ganancias especulativas. La combinación de las altas tasas de interés con la apreciación nominal de la moneda doméstica determinó que el sistema financiero de Brasil ofreciera, durante los nueve años mencionados, una inédita tasa de rendimiento del 24 por ciento anual acumulado en dólares.
Se vivieron, entonces, años de entrada masiva de divisas. Desde dentro y desde fuera de Brasil, el discurso neoliberal festejaba la gran acumulación de reservas del Banco Central como un dato irrefutable del “éxito” del modelo, sin tener en cuenta que una enorme parte de los dólares entrantes tenían propósitos exclusivamente especulativos y, por lo tanto, encerraban un alto grado de volatilidad potencial frente cualquier cambio en el contexto. De hecho, una parte del tan festejado ingreso de capitales no era otra cosa que nueva deuda en dólares tomada en el exterior a baja tasa de interés por parte de los bancos brasileños para ser colocada en reales en el generoso sistema financiero doméstico.
En 2008, como respuesta al crecimiento económico y a las prácticas ortodoxas en términos de política fiscal, monetaria y cambiaria, las principales agencias de riesgo ascendieron la calificación de la deuda de Brasil al grado de “investment grade”, novedad que fue largamente celebrada por los adláteres del neoliberalismo pero que, en los hechos, ha condicionado desde entonces las decisiones de política económica de Brasil.
Con el deterioro del contexto internacional –y en particular a partir de la caída en los términos de intercambio externo desde 2011– se desaceleró el crecimiento, se agudizó el rojo en las cuentas externas (el déficit acumulado en cuenta corriente entre 2011 y 2014 fue cercano a los 280 mil millones de dólares) y se detuvo la acumulación de reservas. Frente a este panorama, se modificó la política cambiaria y el real comenzó un sendero de depreciación frente al dólar, primero moderado y luego profundizado.
Como es obvio, la desaceleración y posterior estancamiento de la economía complicó el frente fiscal y el déficit de 2013 se duplicó en 2014 hasta alcanzar el equivalente al 6,7 por ciento del PBI. Sin embargo, es indispensable resaltar que durante todos los años de gobierno del PT el gasto público corriente se mantuvo por debajo de los ingresos fiscales (es decir, existió superávit primario) y que fueron las elevadas tasas de interés las causantes del déficit de las cuentas públicas. Ningún país del mundo con una deuda pública neta moderada como la que tiene Brasil, próxima al 35 por ciento del PBI, paga una cuenta tan alta en intereses financieros (casi el 6 por ciento del PBI al año).
Tras haber apostado al triunfo de la oposición en las elecciones de fines del año pasado, el establishment económico, y particularmente el sector financiero, ultimó al flamante gobierno de Dilma a realizar un fuerte ajuste de los gastos primarios (salarios, jubilaciones, asignaciones sociales, inversión pública) para poder seguir haciendo frente al pago de los elevadísimos intereses de deuda que enfrenta el Estado. Estas presiones se corporizaron, esencialmente, en la amenaza de un eventual retiro de la calificación “investment grade” y una fuga masiva de capitales. Este punto resultó crítico en un país que entre 2007 y 2011 acumuló una entrada neta de fondos especulativos –inversiones de cartera, en la jerga financiera– cercana a los 200 mil millones de dólares, cifra que explica el grueso del crecimiento de las reservas durante el período.
Como respuesta a las presiones, Dilma nombró un gabinete económico ultraortodoxo, dispuso un fuerte ajuste fiscal y aceleró la devaluación del real. Mienten los economistas argentinos que, con un ojo puesto en la disputa por la política cambiaria local, sostienen que Brasil logró devaluar “exitosamente”. Pese a la devaluación, entre enero y agosto, los valores exportados por Brasil cayeron un 17 por ciento en relación al 2014 y la inflación alcanzó su marca más elevada de los últimos 12 años –en el orden del 10 por ciento anual–, pese a la pronunciada contracción de la actividad.
Como era de esperar, la inflación está licuando los salarios, las jubilaciones y las asignaciones sociales de la población, lo cual –en conjunto con el ajuste del gasto público– explica por qué la demanda agregada se reduce a tasas aceleradas y la economía no deja de caer. Dicha caída deterioró fuertemente los ingresos fiscales: de un saldo primario positivo de 15 mil millones de reales entre enero y julio de 2014, se pasó a un déficit de 9 mil millones de realese en el mismo período de 2015. En este contexto complejo, el gobierno presentó el presupuesto para 2016 donde –por primera vez– se proyecta un saldo fiscal negativo del 0,5 por ciento del PIB. Como respuesta, y pese a todas las concesiones realizadas por el gobierno para evitarlo, la agencia Standard & Poor’s rebajó el grado de investment grade a la deuda brasileña, mientras se aguarda con expectativa la decisión de las otras dos principales agencias calificadoras.
En definitiva, Brasil está atrapado en un círculo vicioso típico del neoliberalismo, signado por la contracción de la actividad, el ajuste del gasto y la inversión pública, una mayor caída de la demanda y la consiguiente profundización de la crisis.
* Economistas UBA.
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