DESARROLLO DE CENTROS URBANOS, PUEBLOS Y MIGRACIONES INTERNAS
Entre los lugares comunes que dejó ver la campaña del macrismo asomó un desatino que, no obstante, aparece de lo más instalado en la opinión pública: el supuesto desbalance en la distribución poblacional del país.
› Por Verónica Ocvirk
El discurso que pronunció Mauricio Macri la noche en la que Horacio Rodríguez Larreta se consagró alcalde porteño fue observado desde varios flancos por su contorsionismo ideológico, aunque entre sus palabras se coló también una perla que no deja, por pequeña, de merecer un análisis más detallado. Macri afirmó: “A diario nos encontramos con argentinos que nos dicen: ‘Yo me tuve que ir de mi pueblo, de mi provincia, al Gran Buenos Aires, al Gran Rosario o al Gran Córdoba, en busca de una oportunidad’. Y sabemos que muchos de ellos viven en condiciones infrahumanas. ¿Por qué? Si tenemos economías regionales de una enorme potencialidad, que pueden realizar el sueño de que seamos una Argentina equilibradamente poblada, una Argentina federal de verdad. Para eso vamos a ser un gobierno que trabaje con inteligencia para desarrollar este país”.
“El sueño de la Argentina equilibradamente poblada” es uno de los lugares comunes que con más fuerza se han montado en la opinión pública. ¿Cuál sería, suponiendo que existiera, esa distribución poblacional de equilibrio? No hay un motivo evidente por el cual las localidades de un país deberían ser similares en tamaño o situarse equidistantes sobre el territorio. Las distintas regiones de la Argentina no son uniformes y de ahí que cada zona tenga –en mayor o menor medida– la cantidad de habitantes que su estructura productiva, su topografía y su forma de urbanización admiten.
Luego está la imagen de “la gente dejando su pueblo”, y es cierto que ante semejante cuadro es difícil no embanderarse en defensa de las localidades más chicas. Sin embargo caben aquí dos salvedades: una, que la disminución de la población rural en favor de la urbana es un fenómeno que se ha venido constatando en el mundo en general y en la Argentina en particular desde principios del siglo pasado (ya el censo de 1914 marca que la mitad de la población vivía en ciudades); y dos, el hecho de que las personas tiendan a concentrarse en centros urbanos no tiene por qué ser algo de por sí negativo, más allá de la mala prensa con la que en casi todas partes cargan los grandes conglomerados urbanos. Para empezar, resulta más costoso el extender hacia diferentes nodos la infraestructura de servicios básicos de agua, electricidad, gas, sin mencionar la necesidad de rutas, transporte público, comercios, escuelas y hospitales en zonas donde la densidad de población es a veces demasiado baja como para que la inversión resulte factible. De hecho muchos urbanistas aseguran que la densidad implica al desarrollo un enfoque más sustentable y eficaz desde un punto de vista económico.
En la misma línea, las relaciones entre consumo energético en transporte y densidad son bastante claras: aquellas poblaciones más concentradas requieren para su movilidad menos energía que aquellas más dispersas, donde pueden existir incluso áreas imposibles de conectar de manera eficiente con transporte público. Por ejemplo: por más bucólico que parezca, un barrio cerrado a 80 kilómetros de Buenos Aires termina siendo menos sustentable que una torre en pleno microcentro.
Esto no significa que en aras de un criterio economicista haya que abandonar a los pueblos al destino del mercado. Al contrario: se requieren estrategias productivas para los habitantes de las localidades más pequeñas, pero solo en la medida en que ellos realmente quieran seguir viviendo en su lugar de origen y no en pos de un presunto equilibrio poblacional. Porque los “pueblitos” podrán parecer de lo más pintorescos a los ojos del turista, pero la supervivencia entre sus contornos se vuelve a veces difícil por cuestiones de confort, sociales y también culturales. No por nada el grueso de la población de nuestro país ha decidido desde hace tiempo vivir en asentamientos densos que conocemos como ciudades.
El Area Metropolitana de Buenos Aires efectivamente ha crecido a tasas mayores que el resto del país a lo largo del último siglo. En una superficie de 2590 kilómetros cuadrados el AMBA contiene al 32 por ciento de la población: unos 12.800.000 habitantes según el censo 2010. Pero una vez más se impone aclarar que se trata de una evolución antigua y fruto de diversos factores, que explotó con mayor intensidad a mediados de siglo pasado y especialmente durante el proceso conocido como sustitución de importaciones, que promovió el desarrollo de un cinturón industrial con su consecuente demanda de mano de obra. Agotada esa fase, los flujos migratorios hacia el AMBA fueron paulatinamente disminuyendo, si bien continuó y aún continúa operando como un imán de migraciones internas y externas.
Lo que sí pudo observarse en las últimas décadas es el notable crecimiento de las localidades intermedias, tendencia que tuvo lugar en la región pampeana y que se enmarca en la mencionada propensión de las personas a vivir en centros urbanos de cierto porte. Los avances técnicos en la producción agropecuaria contribuyeron a ese proceso apuntalado además por la construcción de rutas y la generalización del uso del auto particular, que abrió la posibilidad de que quienes trabajan en el campo puedan viajar cotidianamente e instalarse con sus familias en las localidades de mayor jerarquía. Fue así como Chascomús, Pergamino, Tres Arroyos, Azul, Olavarría y Venado Tuerto –entre muchísimas otras ciudades– vienen mostrando una dinámica mayor que ciertas capitales en sintonía con lo que Walter Christaller denominó en 1933 “Teoría de los lugares centrales”. La premisa del geógrafo alemán es que la centralización es un principio natural del orden y que las personas también lo siguen en sus patrones de asentamiento, con lo cual existen determinadas localidades “centrales” que prestan servicios a su hinterland actuando como polos de atracción. ¿La gente se va de los pueblos? Sí, pero por lo menos en estos casos por otros motivos que tienen que ver con cuestiones de confort y avances tecnológicos más que con problemas económicos.
Para que quede claro: atender a las economías regionales está perfecto. Lo equivocado es pensar que por esa vía se volverá a un escenario anterior en el que la población se distribuía en el territorio de modo disperso, generando así los entrañables “pueblos”.
En demografía nada es simple, ni obvio, ni son claras tampoco las vinculaciones entre causa y efecto. Para el caso en la ciudad de Buenos Aires –distrito en el que Macri sigue siendo jefe de Gobierno– la población permanece estable en las últimas décadas aunque las villas de emergencia han crecido, dato que estaría indicando que esas “condiciones infrahumanas” no son en realidad un efecto de la dinámica poblacional. Las grandes ciudades tienen sus problemas. Pero la pobreza y la marginalidad no son necesariamente intrínsecas a ellas ni “culpa” de la densidad de población.
Los datos sobre la evolución del volumen, distribución y crecimiento de la población resultan vitales para realizar estimaciones a futuro y a partir de ahí planificar el territorio, lo que requiere de un conocimiento riguroso, agudo y para nada ingenuo de la demografía, un conocimiento que de cuenta de procesos históricos complejos y sea capaz también de echar por tierra los lugares comunes. Afortunadamente, para eso están los geógrafos
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