Dom 11.09.2016
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LA POLíTICA ECONóMICA DEL MACRISMO

Impactos deseados

El nivel de actividad económica interna y el de empleo dejaron de ser una prioridad a corto plazo. El Gobierno aplicó de una vez un brutal cambio de precios relativos que tiene efectos redistributivos regresivos.

› Por Daniel E. Novak *

En materia económica es muy frecuente hacer parangones con la medicina, a veces comparando una situación considerada anómala con una enfermedad, o hablando de los remedios que esa situación requeriría para ser superada. Entre esos parangones está el de los denominados “efectos no deseados”, aludiendo a ciertas consecuencias de medidas orientadas a un objetivo superior que terminan desarreglando o teniendo consecuencias negativas sobre otros aspectos que no eran objeto de la medida principal. En algunos casos se los denomina también “efectos secundarios”.

Para que un efecto secundario pueda ser considerado como “no deseado” y aun así deba tolerarse se deben cumplir al menos dos condiciones: 1) que no se pueda evitar y 2) que, si es inevitable, el daño que produzca sea menor que el de no aplicar el tratamiento. Un caso que se podría considerar es el de la recesión global desencadenada a partir de 2008 por la crisis financiera internacional provocada por la burbuja especulativa de inversiones inmobiliarias en Estados Unidos y algunos países de Europa.

Para evitar el contagio amplificado de esa recesión el Gobierno argentino de aquel entonces optó por incentivar la demanda interna, principalmente la de consumo, a través de diversos mecanismos basados fundamentalmente en el gasto público y el crédito subsidiado. Esta “terapia” logró en gran medida su objetivo manteniendo un nivel de actividad económica razonable, aunque se dejó de crecer a “tasas chinas” como había sido en los años anteriores, y se mantuvo un nivel de empleo también aceptable, con tasas de desocupación relativamente bajas.

¿Cuáles fueron los efectos no deseados de esta terapia? Fueron básicamente tres, relacionados entre sí: 1) se incrementó el ritmo de crecimiento de los precios internos dando lugar a un proceso inflacionario (esto es, un ritmo sostenido y permanente de aumento de los precios) que llegó a superar el 20 por ciento anual, no reflejado en las estadísticas oficiales porque se optó por romper el termómetro para no asustar al paciente; 2) un deterioro del tipo de cambio real, al querer utilizar el valor oficial del dólar como un ancla para contener ese proceso inflacionario interno, y 3) uno, derivado del anterior, que implicó que empezaran a caer las reservas internacionales de divisas, tanto por la vía comercial (menor crecimiento de exportaciones que de importaciones) como por vía financiera debido a la fuga de capitales por expectativas desfavorables y especulación.

Se puede discutir si estos efectos “secundarios” se podrían haber evitado. Quizás se podrían haber suavizado con medidas complementarias o alternativas, y de hecho hubiera sido mejor que así se hiciera porque la persistencia de esos efectos secundarios iban a terminar minando el objetivo principal de mantener el nivel de actividad y de empleo. Pero lo que parece quedar claro es que, más allá de la impericia que pueda haber habido en este descuido, esos efectos eran no deseados por una administración que se había propuesto desde el comienzo recuperar la competitividad de la producción nacional, especialmente la industrial, y conservar el poder adquisitivo real de los ingresos fijos, como los salarios y las jubilaciones. La inflación creciente, aunque controlada, y el deterioro progresivo del tipo de cambio real conspiraban contra estos objetivos, que tan secundarios no eran a largo plazo.

Pasemos ahora a la situación actual. Para el Gobierno que asumió en diciembre pasado el nivel de actividad económica interna y el de empleo dejaron de ser una prioridad a corto plazo y pasaron a ser un acto de fe, esperanza o ilusión –el tiempo diráa a largo plazo, consecuencia automática de una serie de ajustes draconianos a efectuar en la economía sobre la base de un diagnóstico apocalíptico incomprobable. La idea principal es alinear las variables económicas como para que sean los mercados los que asignen de una manera eficiente y productiva los recursos para generar un crecimiento sostenible y “empleo de calidad”, para usar un término que le gusta mucho al actual Presidente.

Para lograr este objetivo a largo plazo este Gobierno indujo un aumento del tipo de cambio oficial superior al 50 por ciento en un solo acto, eliminó o redujo retenciones a las exportaciones agropecuarias e industriales y eliminó abruptamente los subsidios a los principales servicios públicos, todo lo cual está induciendo una fuerte contracción de la demanda y un aumento del desempleo, incluyendo despidos ejemplificadores en el sector público, para tratar de contener parcialmente el escandaloso aumento de precios a que estas medidas dieron lugar.

Uno podría estar tentado a decir, y muchos lo dicen por hipocresía, que la caída de la demanda y el aumento del desempleo son los efectos no deseados del “inevitable” ajuste que había que hacer para poner en orden una economía “desquiciada”. Una reflexión un poco más profunda, sin embargo, revela que lamentablemente no es así, que estas consecuencias no son efectos secundarios de una medicina dura pero necesaria, sino que son parte de los objetivos de una política económica que está orientada a gobernar para los negocios antes que para el bienestar de la mayoría, prometiendo que éste vendrá después.

Lo primero que hay que destacar para entender que estos no son efectos no deseados es que lo que ha pasado y está pasando con los precios no es un proceso inflacionario sino . Para consumar este cambio es fundamental que los ingresos fijos afectados (salarios y jubilaciones principalmente) no recuperen esa pérdida porque si no, no sólo se volvería al principio sino que entonces sí se desataría una espiral inflacionaria por puja distributiva.

¿Cómo se logra que los ingresos fijos no recuperen su poder adquisitivo anterior al salto de precios? Principalmente induciendo una caída en el nivel de actividad económica que incremente el desempleo, y las expectativas de pérdida del empleo de quienes aún lo conservan, para que en las negociaciones paritarias los sindicatos deban reflexionar dónde les aprieta el zapato, como dijo el Ministro de Hacienda: si en obtener un salario más alto con menos gente trabajando o un salario más bajo con algún compromiso de menos despidos, que de todos modos habrá que ver si se cumple. Y prueba de que esto no es un efecto no deseado es que el principal impulsor de los despidos en estos meses fue el propio Sector Público que emitió la primera señal inconfundible de hacia dónde tenían que apuntar las empresas.

Alguien podría argumentar que la caída en la demanda no fue necesariamente “inducida” sino que fue un efecto no deseado del cambio de precios relativos. La ingenuidad de este razonamiento se pone de manifiesto por el brutal aumento de la tasa de interés que el Banco Central indujo con la colocaciones de Lebac; que logró que empresas y bancos distraigan sus recursos líquidos en inversiones financieras y no en proyectos productivos, agregando a la recesión de la demanda una fuerte reducción de la oferta. Esto no es magia ni impericia: son efectos deseados.

Ahora bien, una vez que se haya logrado consolidar el cambio de precios relativos y la consecuente redistribución de ingresos para recomponer las ganancias empresarias, eliminando los empleos de baja productividad y la “grasa militante” en el Estado, ¿qué promete esta política de sinceramiento? Básicamente dos cosas, también incomprobables: 1) que las mayores ganancias empresarias se volcarán a inversiones productivas que recuperen el nivel de actividad de manera genuina (y no que se dediquen a la fuga de capitales a paraísos fiscales “off shore” como en las últimas décadas), y 2) que, complementariamente, el maravilloso clima de negocios que todo esto genere atraerá inversiones externas que irán a la producción y no a la especulación financiera, también como en las últimas décadas. Si toda esta explicación resulta poco convincente, está el veto a la ley anti despidos para demostrar que no eran un descuido sino un efecto deseado que forma parte ineludible de la política económica vigente.

* Ex subsecretario de Coordinación Económica de la Nación. Docente de la Universidad Nacional Arturo Jauretche.

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