Dom 14.03.2004
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BUENA MONEDA

En la prensa

› Por Alfredo Zaiat

El culebrón con el FMI, que sería más correcto precisar que es con el Grupo de los Siete, ofrece una situación peculiar. La Argentina tiene una política económica de base ortodoxa, incluso con resultados fiscales y monetarios más contundentes que los registrados en los ‘90, cuando era el alumno modelo del Consenso de Washington. Pero igualmente se le exige más. Es complicado navegar en esos mares de confusión, por lo tanto resulta superficial e inservible evaluar si fue un triunfo o una derrota la reciente puja con el Fondo. El Gobierno encara una negociación con firmeza dentro de un escenario que ha sido planteado en márgenes estrechos, lo que constituye una de sus principales virtudes teniendo en cuenta la posición genuflexa que tuvieron en su momento Carlos Menem y Fernando de la Rúa. Tal fue la degradación de la dignidad que mantener una dura negociación es traducida como rebeldía. Analistas y economistas de la city revelan esa sumisión cuando critican que con “gritos y bravuconadas” no se consigue nada.
Ahora bien: este Gobierno no se ha planteado romper con los organismos financieros internacionales ni desmontar por completo el modelo económico neoliberal. Si bien el discurso es de ruptura, cuestión que no es menor en la imprescindible batalla cultural para generar consensos, la actual política económica no transita a contramano de lo que está pasando en el resto de la región. Pese a que existe una corriente crítica al paradigma de los ‘90, esa posición todavía no se ha visto reflejada en la gestión de los gobiernos y sí más bien en gestos políticos de buena voluntad, como los expresados por Brasil y la Argentina en el Consenso de Buenos Aires y en la definición de aspirar a una estrategia común frente al FMI.
Dentro de ese angosto desfiladero, la extrema tensión de los últimos días es desconcertante. Las peleas con el Fondo parecen un sainete en un país que mantiene las bases de un modelo de apertura, desregulación, liberalización financiera, privatizaciones, ortodoxia fiscal y monetaria, y que en cada uno de esos pilares conocidos sólo busca ampliar un poco los límites para procurar un poco de oxígeno. Buscar respuestas a los motivos de esa puja en la personalidad de Kirchner o de Anne Krueger, o tratar de explicarla por brechas ideológicas o por diferentes estrategias acerca de cuál es el mejor recorrido para impulsar el crecimiento es apuntar a un blanco equivocado. Lo que está en juego desde el mismo momento de la ruptura traumática de la convertibilidad es cómo se distribuyen los costos ineludibles de una crisis. Esto no es otra cosa que una lucha de intereses que equivale a muchísimos millones de dólares.
Tres actores protagónicos de esa contienda, bancos, privatizadas y acreedores defolteados, cuentan con el G-7 como lobbista calificado. Y en los poco más de dos años posteriores al estallido ha quedado en evidencia que la Argentina está sola frente a las presiones de las economías más ricas del mundo reunidas en ese club de poderosos. En ese contexto, la habilidad de las duplas Duhalde-Lavagna y Kirchner-Lavagna ha sido la de negociar para demorar y minimizar transferencias de recursos a esos bloques del poder económico. Por caso, las entidades financieras no consiguieron de inmediato las compensaciones por el corralito y pesificación, pero sí las fueron recibiendo en forma paulatina. Por su parte, las compañías privadas que manejan servicios públicos esenciales no obtuvieron una rápida recomposición de las tarifas, pero ya empezó el período de descongelamiento con las de gas y luz, además de haber mantenido en situación de privilegio al sector petrolero. Queda, entonces, la madre de todas las batallas: la deuda en default.
El “mundo”, que según los voceros del establishment local equivale a las potencias económicas, reclama cambios a la propuesta de quita del 75 por ciento del capital y de contabilización a valor cero los intereses devengados de los bonos en default. En pocas palabras, exigen que la Argentina pague más a los acreedores. Y aquí se presenta otra vez una situación peculiar: los desembolsos por la deuda ya son abultados, como lo saben los organismos financieros internacionales al constituirse en acreedores privilegiados, y serán todavía aún más con el Plan Dubai tal como se lo conoce. Pero igualmente el G-7 pide más. Es una lucha desigual y más todavía cuando por anteojeras ideológicas, ignorancia o intereses mezquinos ese reclamo es amplificado y convalidado por empresarios y banqueros, aunque en voz baja para no irritar al Gobierno, y a los gritos por analistas y gran parte de la prensa.
¿Quién puede pensar con un mínimo de honestidad intelectual que un país puede ser viable si se compromete a un superávit fiscal del 4 por ciento del PIB? Ese excedente, del mismo modo que el actual del 3 por ciento, constituye un nivel sin precedente para la Argentina. Vale señalar que cuando los economistas estudian el concepto de superávit fiscal, saben que se trata de una idea teórica. En la práctica, no hay país que tenga como objetivo de política económica conseguir un superávit de las cuentas públicas. En caso de obtenerlo es transitorio y rápidamente lo aplican a reducir impuestos, a aumentar el gasto social o a inversiones de infraestructura. En el caso argentino entenderlo así no es una cuestión menor, puesto que el superávit fiscal que se le exige no es para los próximos dos años sino que se supone para largos años, teniendo en cuenta los exigentes compromisos externos que le quedarán, incluso con el Plan Dubai. El camino de pagar más sólo adelanta que habrá una nueva crisis. Pero, ¿qué le puede importar hoy a los Berlusconi, Blair, Bush & Cía. lo que le vaya a suceder dentro de unos años a un país ubicado en el fin del mundo?

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