BUENA MONEDA
Rompecabezas
› Por Alfredo Zaiat
La tarea de desgaste al ministro de Economía por parte del presidente de la Nación y, a la vez, la arrogancia del morador circunstancial del Palacio de Hacienda de pensar que el éxito del jefe de la Casa Rosada le corresponde a él y, por lo tanto, su destino no es otro que ocupar ese lugar es uno de los principales símbolos de la decadencia argentina. Alrededor de uno y otro se desarrolla toda la miseria del micromundo del poder, en el cual la carrera consiste en ocupar espacios sin importar el costo, como si eso les garantizara a sus protagonistas un final feliz. Esto en el caso de que se descarte que lo que está en juego es el control de diversas cajas, que en los hechos implica el manejo de porciones del poder. Esa repetida dinámica de tensión entre Presidente y ministro de Economía es pura cepa de cosecha local. En países de la región con problemas económicos similares no se registran esas internas feroces entre los dos hombres claves de un gobierno. Por ejemplo, en Brasil, Lula respalda a su ministro Antonio Palocci contra el potente aparato del PT y no manifiesta ninguna voluntad de debilitarlo. A la vez, Palocci no desdeña a su jefe. El antecesor de Lula, Fernando Henrique Cardoso catapultó a candidato a presidente a su ministro de Economía, José Serra, pese a los varios cortocircuitos que tuvieron. Lo mismo pasa, con sus particularidades, en el resto de las naciones vecinas. Esa competencia salvaje que se desarrolla aquí remite a una vocación de fracaso que sorprende. El sentido común indica que no existe posibilidad de éxito de uno u otro de los protagonistas si buscan quebrarse mutuamente. La historia reciente enseña que sólo la soberbia puede imaginar que un ministro de Economía puede alcanzar en Argentina la Presidencia de la Nación. Y también ilustra que sólo la arrogancia puede llevar a pensar que un ciclo económico favorable se debe exclusivamente al ejercicio del poder por parte del Presidente.
En estos días de turbulencias de Palacio, reapareció otra vez la también recurrente puja entre el titular del Banco Central y el ministro de Economía. La bandera de la “independencia” del Banco Central, autonomía lírica que propagandizan los economistas especializados en pronósticos equivocados no existe ni en los Estados Unidos ni en la Unión Europea. En una economía saqueada, fragmentada en lo social y en proceso de recomposición de las instituciones políticas pretender un Banco Central “independiente” es, simplemente, una aspiración de una mente afiebrada. Incluso el titular de la entidad monetaria no debería ser un factor de ruido político. La presente crisis lo debería obligar a ser un disciplinado subordinado de la política económica que establezca el Poder Ejecutivo, y no actuar en competencia con el ministro de Economía. Esa distorsión en los roles alimenta otra histórica interna de poder, reflejando de ese modo otro de los símbolos de la decadencia local.
En el último episodio de esa pelea, la discusión sobre el monto máximo que el Banco Central puede girar como adelantos al Tesoro resulta irrelevante. Si, en realidad, lo que está en cuestión es la relación con el FMI, la defensa de la ortodoxia monetaria o los límites de la Carta Orgánica no son argumentos centrales. Cómo seguir pagando y de qué caja saldrá el dinero para ese organismo financiero es un aspecto técnico. El debate que debería abrirse es si hay que continuar cumpliendo con los vencimientos. Aparece muy seductor sacarse de encima al Fondo pagando todos y cada uno de los dólares que se le debe. La idea madre de esa opción es que así se gana autonomía de gestión al desprenderse de la serie de condicionalidades que impone la tecnoburocracia de Washington.
Esa supuesta autonomía, en los hechos, implica una exigencia fiscal de magnitudes inédita. En el 2005, abonar el capital e intereses de la deuda con las instituciones financieras internacionales (FMI, BM y BID), sin recibir ningún reembolso, significa destinar el 4 por ciento del Producto a ese fin: unos 6400 millones de dólares. Se presenta a simple vista como un objetivo demasiado ambicioso y oneroso, con un resultado incierto por el monumental esfuerzo al que se vería sometida la sociedad. Y, además, un regalo excesivo para el FMI que empezaría a cerrar así el capítulo argentino sin asumir ningún costo por la sucesión de fracasos que cometió.
Ante la objetiva debilidad en que se encuentra el FMI, por haber concentrado millonarios préstamos en pocos países, el director gerente de esa institución, Rodrigo Rato, está en campaña para disminuir esa peligrosa exposición crediticia. Estuvo de gira por Rusia buscando que el presidente de ese país, Vladimir Putin, destine parte de sus 117 mil millones de dólares de reservas para cancelar la deuda de casi 13 mil millones con el Fondo. Consiguió que Pakistán no extienda el programa de asistencia, cancelándolo con un saldo de 1900 millones de dólares.
El Gobierno debería aprovechar esa ansiedad de Rato, que está en una situación incómoda porque unos pocos deudores pueden hacer tambalear esa ineficiente estructura de asistencia internacional. Puede ser que haya que esperar hasta el cierre de la reestructuración de la deuda en cesación de pagos para ser más ambiciosos con el FMI. Pero, después de superada esa instancia con los acreedores, para completar ese rompecabezas ¿el Fondo Monetario no se merecería la misma medicina que se aplicará a los bonos de deuda en default?