Dom 26.12.2004
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BUENA MONEDA

El despertador

› Por Alfredo Zaiat

El mundo del trabajo se ha despertado luego de una prolongada siesta. Todavía no se vislumbra un sendero único, pero sí el deseo de recuperar lo que es propio, por vías más o menos toleradas por el resto de la sociedad, pero indudablemente legítimas. Emergen nuevos liderazgos que conviven, enfrentan y se asocian con el viejo, en búsqueda de un espacio que había quedado vacío. La ausencia del reclamo salarial había creado en el imaginario colectivo de que el trabajador era un elemento descartable, prescindible para el desarrollo productivo. La corriente de flexibilización laboral que recorrió el mundo, con especial intensidad en la Argentina –pese a la insatisfacción en ese sentido que expresan los abanderados del modelo para pocos (o sea, para ellos)–, tuvo escasa resistencia en los dirigentes sindicales tradicionales. En la década del ‘80, la rebeldía de gran parte de los gremios frente al gobierno de Raúl Alfonsín tenía que ver con un juego de desgaste político más que de reivindicación de derechos de los trabajadores. Desde el Rodrigazo y luego con la represión salvaje de la dictadura a los representantes sindicales comprometidos con las bases, el mundo del trabajo fue perdiendo peso relativo en la negociación por porciones del ingreso. Ahora da la impresión de que se está desperezando con sorprendente vitalidad.
El mercado laboral ha quedado profundamente fragmentado, presentando diversas realidades y, por lo tanto, no existe una receta excluyente para abordarlo. El Estado, como siempre lo ha sido, es el árbitro y factor clave para volcar el fiel de la balanza para uno u otro lado. La política de ir subiendo el salario mínimo vital y móvil, la decisión de aumentar sueldos por decreto para los trabajadores en relación de dependencia del sector privado, la mediación en conflictos para que grandes empresas abandonen posiciones intransigentes, el lento pero persistente desmonte de estructuras flexibilizadoras y la aspiración de luchar contra el empleo en negro son señales alentadoras que la balanza, esta vez, se inclina hacia el más débil.
Es cierto que son iniciativas insuficientes, que se pueden hacer mucho más cosas, que no reconocen la situación de marginación de los empleados informales, que todavía no se ha implementado una política de reinserción laboral para desocupados y beneficiarios del Plan Jefes, y que una sustancial mejora en la distribución del ingreso sigue siendo una tarea pendiente. De todos modos, es un buen punto de partida contar con un Estado que intenta recomponer el tejido laboral.
Predomina la idea –o más bien, el temor– de que las luchas por mejorar los niveles salariales, como la emprendida por los telefónicos, provocan un efecto negativo en los trabajadores que están en negro o fuera del mercado laboral. Aquellos que convocan fantasmas inexistentes dicen que esto es así porque los empresarios se inhibirían por ese motivo de tomar nuevo personal. Esa es la misma lógica que se instaló con fuerza en las últimas décadas que recomendaba sometimiento para no perder el puesto y que pontificaba que la baja de salarios era beneficiosa para el trabajador simplemente porque de esa forma podía mantener su lugar ante la presencia de un ejército de desocupados. También se afirma que los ajustes por decretos benefician exclusivamente a los empleados formales. Y eso así, pero no implica que no tenga ningún impacto en los ingresos de los informales, los cuales suben por ese impulso aunque ciertamente a menor ritmo.
El desafío es grande en un mercado laboral bombardeado de preconceptos que vienen de arrastre de años de flexibilización, empresarios que quieren contabilizar superganancias a costa de salarios bajos y un Estado con buenas intenciones pero con una prudencia que a veces confunde. A medida que los ingresos de los trabajadores vayan recuperando lo perdido por la fuerte devaluación, se acercará el momento crucial de una ineludible mayor presión salarial. Esta consistirá en la aspiración de los trabajadores de empezar también a recuperar el poder adquisitivo dañado por décadas de retroceso. Cuando se llegue a esa instancia, lo que hoy se presenta como fuertes conflictos parecerán luchas suaves ante las tensiones que se desatarán. En ese momento, el modelo en discusión será si se quiere una economía de salarios miserables que no alcanzan a cubrir una canasta básica de alimentos y servicios o una dinámica de sueldos elevados. Hoy esa discusión se vislumbra como algo lejana porque los costos laborales siguen siendo bajos y todavía falta un trecho para que los ingresos se pongan en línea con los que había antes de la salida de la convertibilidad. Pero, como fue la irrupción de los trabajadores del subterráneo o de los recolectores de basura, el despertador en algunas ocasiones suena antes de lo esperado.

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