BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Las cifras de desocupación del primer trimestre de este año convocaron a los peores fantasmas del modelo de los ’90: crecimiento económico sin generación de empleo, en un contexto de desigualdad en la distribución del ingreso. Pero desde que se pierde la inocencia de la niñez se sabe que los fantasmas no existen. Sin embargo, la incredulidad de la adultez va incorporando miedos sobre la posibilidad de la presencia de espectros que alteren la vida cotidiana. Para exorcizar esos lémures aconsejan avanzar sobre la realidad para entenderla, sin esperar el derrame del vaso para eliminar la sed, que provoca el desempleo y la pobreza.
Las últimas estadísticas de empleo del Indec no son buenas, pero tampoco son desastrosas. Reflejan una suba respecto al último trimestre del año pasado, que dada la corta vida que tiene la actual serie de la muestra, a los especialistas les resulta difícil encontrar una explicación contundente sobre ese comportamiento. La respuesta inmediata sobre la estacionalidad parece bastante relativa, teniendo en cuenta el resultado del primer trimestre de 2004 en relación con su inmediato anterior, que registró una baja de unas décimas en el desempleo. También porque en esta última medición se contabilizó una caída de la subocupación, que los expertos laboralistas señalan como una categoría con un elevado componente de empleo estacional.
En cambio si la comparación es interanual el desempleo bajó 1,5 puntos, síntoma que la economía sigue creando puestos de trabajo, pero a un ritmo más moderado que en los dos años siguientes desde la salida de la crisis. De todos modos, la desocupación se ubica en niveles altísimos (13 por ciento con Planes Jefes, y 16,6 sin ellos). Esto implica que se está en presencia de un problema estructural, que el voluntarismo no es una correcta vía de salida y que lo que se requiere es una estrategia integral. Héctor Palomino, investigador del Centro de Estudios de la Situación y Perspectivas de la Argentina (Cespa), de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA, concluyó que “este nivel de desocupación tiene características inéditas para un país que en toda su historia previa había requerido el concurso de inmigrantes para satisfacer la demanda del mercado de trabajo”.
En el documento Pobreza y desempleo en la Argentina. Problemática de una nueva configuración social, Palomino apuntó que “la experiencia social de este fenómeno contrasta con la tradición de pleno empleo, e incluso de exceso de demanda por sobre la oferta de mano de obra, que caracterizó desde su formación al mercado de trabajo local y que se prolongó durante más de un siglo, desde fines del siglo XIX –cuando el problema se resolvía con el recurso de la inmigración masiva– hasta inicios de la década pasada”. Y el especialista concluyó que “visto en perspectiva, resulta que el salto de la desocupación que se sintió en 1989, registra una primera ruptura del mercado de trabajo –respecto a sus condiciones históricas– que pareció superarse en los primeros años de la convertibilidad, pero que se consolidó como fenómeno nuevo a partir de 1993, y puede considerarse indicativo de una nueva época de la historia económico-social de Argentina”.
A diferencia de gobiernos anteriores, éste manifiesta preocupación por romper esa dinámica de decadencia. Si bien es mejor estar preocupado que indiferente, actitud esta última que es lo mismo que esperar que el mercado resuelva los profundos desequilibrios del panorama laboral, se sabe que esa intranquilidad no es suficiente. Es tan intensa la complejidad del problema del desempleo –después del huracán neoliberal– que sólo se puede abordar desde una política integral de distribución de ingresos. Por ese motivo esa cuestión no es un tema menor en la discusión de la agenda de la política económica. Y no se trata solamente de un aspecto que tenga que ver con niveles salariales y de reparto de la riqueza, que es obviamente un capítulo relevante, pero no el único cuando se aborda ese punto.
Roberto Lavagna propone el sendero del paso a paso para transitar ese camino empinado: sostener un modelo industrial en base a un tipo de cambio real competitivo (o sea, un dólar alto en la paridad con el peso), que genere ocupación en un proceso que empujaría para arriba el salario. Así, como le gusta explicar al ministro, esa dinámica permitiría disminuir la pobreza y, por lo tanto, mejorar la distribución del ingreso. Después del fuerte repunte de la actividad económica y con los actuales niveles de desocupación y pobreza, esa estrategia se presenta lenta y dolorosa para aquellos que quedaron excluidos del sistema. También es cierto que con una varita mágica no se mejora la distribución del ingreso. Por ese motivo, como se mencionó más arriba, la complejidad del problema obliga a encararlo por varios frentes. Uno de ellos es el de los recursos públicos, por el lado de los ingresos y por el otro de los gastos.
En el primero, el régimen tributario ha perdido una parte de su regresividad gracias al cobro del impuesto a las exportaciones (retenciones), que en la práctica implica una sobretasa de Ganancias. Lo mismo sucede con el impuesto a las transacciones financieras. Respecto a las retenciones se trata de un tributo extraordinario por una devaluación y elevados precios internacionales de las materias primas. Y en relación al otro gravamen su origen fue el descalabro previo a la debacle. Una reforma del sistema en la línea de hacerlo más progresivo en forma permanente, requiere necesariamente gravar la renta financiera y las ganancias de capital, como así también disminuir la elevada alícuota del IVA.
De todos modos, aún con un renovado régimen tributario no necesariamente se mejoraría sustancialmente la distribución del ingreso. Esto sería así si recursos obtenidos de los sectores de mayor capacidad contributiva terminan regresando a esos mismos bolsillos. Por ejemplo, vía subsidios a las inversiones de las grandes empresas (como en la actualidad a Aluar, Techint y petroleras) y crecientes pagos de intereses de la deuda. Si para Lavagna mejorar en forma directa los ingresos requiere de una estrategia paso a paso. Si, además, piensa que la reforma tributaria tiene que esperar tiempos mejores. ¿Qué queda, entonces, para disminuir la obscena desigualdad en el reparto de la riqueza? Aquí aparece la política de gasto público, que es un potente instrumento de distribución, como queda demostrada en su regresividad en los subsidios a esas grandes empresas ganadores del modelo.
Los pobres de ingresos mejoran su calidad de vida si tienen una digna vivienda, con agua corriente y cloacas, y si cuando salen de su hogar tienen una vereda y una calle asfaltada. El acceso fácil a la estación de tren o a la parada de colectivos, o el trayecto a la escuela de los niños sin barro en los pies de las calles de tierra cuando llueve, resulta una sustancial mejora indirecta de sus ingresos. Como así también poseer cerca una sala de primeros auxilios, una escuela y un contexto de seguridad familiar. A diferencia de una suba por decreto de salarios o la fijación de nuevos impuestos, orientar y ejecutar con eficiencia ese tipo de gasto público requiere de gestión por parte de un ejército de funcionarios. Y esa es una tarea que todavía no ha demostrado resultados muy alentadores.
Es cierto, en dos años no se puede solucionar todo ni dar respuestas que están esperando por décadas. Pero también en esos dos años se agotó el período de las buenas intenciones y preocupación por la distribución del ingreso.
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