BUENA MONEDA › BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Editor Jefe de Cash / Página/12
Muchas reacciones de actores relevantes de la vida económica y política tienen el reflejo de lo que en algún momento fueron y ya no son. O, en todo caso, en escenarios que pueden ser los mismos pero con una realidad algo cambiada, en ciertas oportunidades, los transforma en caricaturas patéticas de personajes pasados. Las conducciones de la Sociedad Rural en los últimos años representan ese biotipo de dirigente sectorial que actúa como si el mundo comenzara y terminara en su propio territorio. En este caso, además, aparece una desconexión con las profundas transformaciones que se produjeron en el campo en los últimos quince años. Reeditan una vieja disputa industria-campo, se quejan de las retenciones y exigen agradecimiento por su aporte vía ese impuesto extraordinario a financiar los planes Jefas y Jefes de Hogar. El discurso de Luciano Miguens en la inauguración formal de la Exposición Rural es fiel exponente de un pasado que se resiste a abandonar posiciones elitistas y reaccionarias.
Una forma de entender esos reclamos en una época de oro del campo es rubricar la idea de que existe históricamente una profunda e insalvable divergencia de intereses entre una pequeña pero poderosa clase terrateniente y el amplio conjunto de actores populares que, en distintos momentos, encarnaron proyectos de nación más inclusivos o democráticos. Sin embargo, en realidad, ahora la cuestión es un poco más compleja, puesto que esa “oligarquía” hoy es más difusa, no está dominada por familias de apellidos patricios y está compuesta de “empresas agropecuarias” con actores que tienen poco que ver con ese pasado. Por eso mismo, el estilo de encarar los reclamos de la Rural se presentan desubicados. Y no sólo en el estilo, sino también en sus contenidos.
Esa reacción de la Rural se puede bucear en una reciente publicación del historiador Roy Hora, La burguesía terrateniente. Argentina 1810-1945, de la colección Claves para Todos, en la que apunta que “una y otra vez se afirma que cuando los líderes políticos de la década de 1940 tomaron la decisión de castigar a la economía agraria de exportación y favorecer a la industria sustitutiva de importaciones, nuestro país equivocó el rumbo y asfixió su principal fuente de riqueza”. Además agrega que “ello fue así, se argumenta, porque el sector económicamente más eficiente, y por tanto, mejor preparado para crear más riqueza, fue sacrificado en aras de otro que era mejor para distribuir que para generar valor”. Roy Hora advierte que “los más entusiastas propagandistas de esta visión argumentan que, una vez que se derriben todas las barreras que traban su desenvolvimiento, la economía agraria experimentará una suerte de Segunda Revolución de las Pampas... locomotora de una nuevo ciclo de progreso”.
No deja de llamar la atención que ése sea hoy el mensaje de la Rural, al reeditar la dicotomía industria-campo, cuando ambos han sido protagonistas principales de la recuperación reciente. Más bien unos y otros han sido los primeros beneficiados del modelo del dólar alto, estando pendiente aún la resolución de la equidad, empleo y bienestar de la mayoría.
Los espacios de rentabilidad en el campo aumentaron por el extraordinario dinamismo de la producción agropecuaria y de la cadena de valor agro-industrial, impulsado por la revolución tecnológica derivada de nuevas prácticas como la siembra directa, los paquetes tecnológicos y las semillas transgénicas. La apertura de nuevos mercados (Asia-Pacífico), y la suba de los precios de los commodities también influyeron para generar ganancias crecientes. El dinamismo de la producción agroindustrial se derramó en parte en los diversos componentes de la cadena de agregación de valor, como la producción de maquinaria agrícola, y en diversas regionales del país.
Ahora bien: resulta evidente la importancia del sector agropecuario y su relevante comportamiento en los últimos años. Pero la contribución al producto nacional de todo el complejo agroindustrial no supera el 21 por ciento. Y no es un importante generador de empleo directo, más bien es expulsor de productores y trabajadores rurales. En un interesante documento presentado en las jornadas del Plan Fénix que culminaron el viernes pasado, El campo argentino en la encrucijada, Miguel Teubal destaca que entre los dos últimos censos agropecuarios desaparecieron 87 mil explotaciones. “El agro argentino se fue transformando a paso acelerado en una agricultura sin agricultores”, define el especialista, quien indica que las unidades productivas que se perdieron fueron las de menos de 200 hectáreas, en cambio aumentaron las de más de 500, en especial las del estrato de 1000 a 2500 hectáreas.
Esa evolución de la propiedad y manejo de la tierra “refleja la desaparición de la agricultura familiar en el país”, según Teubal. Explica que “si bien se produce la desaparición de los productores medianos y pequeños como parte del proceso general de concentración, la irrupción de la soja transgénica involucra un sistema productivo que acelera significativamente este proceso”. Y enfatiza que “la expulsión masiva de productores agropecuarios y en muchos casos su transformación en rentistas que no laboran su tierra, contribuyen a la transformación del sector en una agricultura sin agricultores”.
En ese trabajo, Teubal resalta que el sector agropecuario tiene su importancia como proveedor de alimentos y de generador de divisas e ingresos fiscales, “crucial a la hora de pagar los servicios de la deuda externa”, recuerda. Aquí aparece la obsesión de los empresarios del campo, retratado en el dedo levantado de Miguens en el Picadero de la Rural: las retenciones.
A veces una pregunta muy sencilla colabora a derrumbar discursos que se presentan como verdades absolutas, pero que en realidad encubren la defensa de mezquinos intereses sectoriales. Aldo Ferrer en El encuadre macroeconómico de la rentabilidad y el empleo en el campo y la industria, extracto de ese documento que Página/12 publicó el martes pasado, provocó con el siguiente interrogante: “¿Qué es más conveniente para el sector exportador de productos agropecuarios: un tipo de cambio bajo sin retenciones o alto con retenciones?”. En forma muy didáctica Ferrer señala que la única ventaja de la primera variante “puede ser el acceso a insumos y equipos importados eventualmente más baratos”, pero la evolución en la década del noventa indica que en ese escenario el sector registró elevadas deudas y caída de los precios de los campos, debido a la baja rentabilidad de esa actividad en esas condiciones. Por el contrario, sostiene Ferrer, “en la experiencia reciente, una paridad competitiva con retenciones coincidió con un período de excelente rentabilidad, disminución del endeudamiento, aumento de inversiones y valorización de los campos”.
Es cierto que hay una combinación que Ferrer no contempló para estos momentos y que la Rural desearía: un dólar alto y sin retenciones. Y la quiere levantando el dedo.
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